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– ¿Ah, sí? ¿A quiénes?

El Mohicano señaló el periódico de Harry con su índice huesudo. Harry le dio la vuelta. La portada exhibía una gran fotografía de un neonazi sueco con la cabeza rapada.

– ¡Al paredón con ellos!

El Mohicano dio un golpe en la mesa con la palma de la mano, de modo que un par de rostros se volvieron a mirarlo. Harry le indicó con la mano que más le valdría calmarse.

– Pero, Åsnes, si no son más que jóvenes. Intenta pasarlo bien, que es fin de año.

– ¿Jóvenes? ¿Y qué te crees que éramos nosotros? Eso no detuvo a los alemanes. Kjell tenía diecinueve. Oscar, veintidós. Pégales un tiro antes de que se multipliquen, es mi consejo. Es una enfermedad, hay que atajarlo desde el principio. -Hablaba señalando a Harry con su dedo tembloroso-. Antes había uno sentado donde tú estás. ¡No hay cojones de que se mueran! Tú que eres policía, deberías echarte a la calle y cogerlos.

– ¿Y tú cómo sabes que soy policía? -le preguntó Harry perplejo.

– Porque leo los periódicos. Tú le disparaste a un tipo en el sur del país. No está mal, ¿pero qué tal si hicieses lo mismo con un par de ellos aquí también?

– ¡Sí que estás hablador hoy, Åsnes!

El Mohicano cerró la boca, le dedicó a Harry una última mirada hostil antes de volverse hacia la pared y entregarse a estudiar la pintura de la plaza Youngstorget. Harry sabía que la conversación había terminado, le indicó a Maja que le trajese el café y miró el reloj. El nuevo milenio estaba a la vuelta de la esquina. El restaurante Schrøder cerraría a las cuatro, «cierre por preparativos de fin de año», según rezaba el cartel que habían colgado en la puerta. Harry miró a su alrededor, tantos rostros conocidos. Por lo que veía, habían acudido todos los habituales.

Capítulo 25

HOSPITAL RUDOLPH II, VIENA

8 de Junio de 1944

Los sonidos propios del sueño inundaban la sala 4. Aquella noche estaba más tranquila que de costumbre, nadie se quejaba de dolor ni despertaba gritando de una pesadilla. Helena tampoco había oído las alarmas desde Viena. Si no bombardeaban aquella noche, todo sería más sencillo. Se escabulló hacia el interior de la sala y se quedó mirándolo a los pies de la cama. Allí estaba él, bajo el resplandor del flexo, tan absorto en el libro que estaba leyendo que no advirtió su presencia. Y allí estaba ella, en la oscuridad. Con todo lo que ella sabía sobre la oscuridad.

Cuando iba a pasar la página, Urías se dio cuenta de que ella estaba allí. Le sonrió y dejó el libro enseguida.

– Buenas noches, Helena. Creía que esta noche no tenías guardia.

Ella se puso el dedo en los labios, para indicarle que hablase más bajo, y se le acercó.

– ¿Así que sabes quién tiene guardia? -dijo en un susurro.

Él sonrió.

– De los demás no sé nada. Sólo sé cuándo tienes guardia tú.

– Conque sí, ¿eh?

– Miércoles, viernes y domingo, y luego martes y jueves. Después miércoles, viernes y domingo otra vez. No te asustes, es un cumplido. Y aquí no hay mucho más en lo que ocupar el cerebro. También sé cuándo le toca a Hadler la lavativa.

Ella rió en voz baja.

– Lo que no sabes es que te han dado el alta, ¿a que no?

Él la miró atónito.

– Te han destinado a Hungría -susurró-. A la Tercera División Acorazada.

– ¿A la División Acorazada? Pero si eso es Wehrmacht. No pueden mandarme allí, soy noruego.

– Lo sé.

– ¿Y qué voy a hacer en Hungría, yo…?

– Shss, vas a despertar a los demás, Urías. He leído la orden de destino. Y me temo que no hay mucho que hacer al respecto.

– Pero, debe de tratarse de un error. Es…

Sin darse cuenta, tiró el libro de la cama, que cayó al suelo con un golpe seco. Helena se agachó a recogerlo. En la portada, bajo el título Las aventuras de Huckleberry Finn, había dibujado un niño harapiento sobre una balsa de madera. Urías estaba visiblemente indignado.

– Ésta no es mi guerra -dijo con un gesto de exasperación.

– Ya lo sé -le susurró ella mientras guardaba el libro en su bolsa, debajo de la silla.

– ¿Qué haces? -preguntó él en voz baja.

– Tienes que escucharme, Urías, no hay tiempo.

– ¿Tiempo?

– La enfermera de guardia vendrá a hacer la ronda dentro de media hora. Para entonces, tendrás que haber tomado una decisión.

Urías bajó la pantalla del flexo para poder verla mejor en la oscuridad.

– ¿Qué está pasando, Helena?

Ella tragó saliva.

– ¿Y por qué no llevas el uniforme? -insistió Urías.

Eso era lo que más la angustiaba. No haberle mentido a su madre diciéndole que iba a Salzburgo a pasar un par de días con su hermana. Ni tampoco haber convencido al hijo del guarda forestal para que la llevase en coche al hospital y pedirle que esperase ante la puerta. Ni siquiera despedirse de sus cosas, de la iglesia y de una vida segura en Winerwald. Lo que la angustiaba era que llegase ese momento, la hora de contárselo todo, de decirle que lo amaba y que estaba dispuesta a arriesgar su vida y su futuro. Porque podía estar equivocada. No con respecto a lo que él sentía por ella, pues de eso estaba segura. Sino con respecto a la forma de ser de Urías. ¿Tendría el joven el valor y la capacidad suficientes para hacer lo que ella iba a proponerle? Al menos, él tenía claro que no era su contienda la que se libraba en el sur contra el Ejército Rojo.

– En realidad, deberíamos haber tenido tiempo de conocernos mejor -dijo poniendo su mano sobre la de él.

Urías la tomó y la sostuvo con firmeza.

– Pero ése es un lujo que no podemos permitirnos -continuó Helena, apretando también su mano-. Dentro de una hora sale un tren con destino a París. He sacado dos billetes. Allí vive mi profesor.

– ¿Tu profesor?

– Es una historia larga y complicada, pero él nos dará cobijo en su casa.

– ¿Qué quieres decir con que nos dará cobijo?

– Podemos vivir en su casa. Él vive solo y, por lo que yo sé, no sale ni recibe visitas de sus amigos. ¿Tienes pasaporte?

– ¿Cómo? Sí…

Urías parecía desconcertado, como si pensara que se había quedado dormido leyendo el libro sobre el pobre Huckleberry Finn y estuviese soñando aquella conversación.

– Sí, tengo pasaporte.

– Bien. El viaje nos llevará dos días, tenemos billetes numerados y he preparado comida suficiente.

Urías respiró hondo:

– ¿Por qué París?

– Es una gran ciudad, una ciudad en la que es posible perderse. Verás, tengo en el coche algunas prendas que pertenecieron a mi padre, así que puedes cambiar el uniforme por ropas de civil. Él calza un…

– No -atajó Urías alzando la mano e interrumpiendo momentáneamente su encendido y susurrante discurso.

Ella contuvo la respiración sin dejar de observar su expresión meditabunda.

– No -repitió a media voz-. Eso es un error.

– Pero…

Helena sintió de pronto un nudo en la garganta.

– Es mejor que viaje de uniforme -dijo Urías al fin-. Un hombre joven vestido de civil despertaría sospechas.

Helena se sentía tan feliz que no fue capaz de añadir una sola palabra; simplemente, le apretó la mano aún más. El corazón le latía con tal celeridad que se obligó a serenarse.

– Y, una cosa más -añadió él balanceando las piernas.

– ¿Sí?

– ¿Me amas?

– Sí.

– Bien.

Urías ya se había puesto la chaqueta.

Capítulo 26

CNI, COMISARÍA GENERAL DE POLICÍA

21 de Febrero de 2000

Harry miró a su alrededor. Las ordenadas y bien dispuestas estanterías llenas de archivadores cuidadosamente colocados por orden cronológico. Las paredes, adornadas con diplomas y distinciones a una carrera en progreso constante. Una fotografía en blanco y negro donde un Kurt Meirik algo más joven, luciendo el uniforme del ejército con galones de mayor, saludaba al rey Olav, colgaba justo detrás del escritorio, bien a la vista de cualquiera que entrase. Y era aquella fotografía la que Harry estudiaba desde su silla cuando se abrió la puerta a sus espaldas.