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– En ese caso, te sugiero que lo hagas. Esto es cosa suya. En estos momentos, tengo asuntos más urgentes…

– Meirik, ¿tú sabes qué es un rifle Märklin?

Harry vio cómo se disparaban las cejas del jefe del CNI y se preguntó si no sería ya demasiado tarde. En efecto, sentía el soplo de los molinos de viento.

– Pues verás, tampoco eso es competencia mía, Hole. Es algo que tendrás que tratar con…

Se diría que Kurt Meirik acabase de caer en la cuenta de que él era el único superior de Hole.

– Un rifle Märklin -comenzó Harry- es un rifle de caza de fabricación alemana, semiautomático, con munición de 16 mm de diámetro, es decir, de mayor calibre que ningún otro rifle. Está pensado para la caza mayor de, por ejemplo, hipopótamos y elefantes. El primero se fabricó en 1970, pero sólo se produjeron unos trescientos ejemplares, hasta que las autoridades alemanas prohibieron su venta en 1973. La razón de tal prohibición fue que, con un par de ajustes y una mirilla Märklin, ese rifle resulta una excelente herramienta de asesinar para profesionales, y en 1973 se convirtió en el arma para atentados más codiciada. En cualquier caso, de esos trescientos rifles, unos cien se encontraban en manos de asesinos a sueldo y de organizaciones terroristas como Baader-Meinhof o las Brigadas Rojas.

– ¡Vaya! ¿Has dicho cien? -Meirik le devolvió a Harry la copia-. Eso signinca que dos de cada tres propietarios lo utilizan para lo que se fabricó: para la caza.

– No es un arma para cazar alces ni ningún otro tipo de animal de los que tenemos en Noruega, Meirik.

– ¿Ah, no? ¿Por qué no?

Harry se preguntaba qué era lo que movía a Meirik a contenerse, a no pedirle que se fuese al cuerno. Y por qué él mismo ponía tanto empeño en provocar semejante reacción. Tal vez no fuese por nada en especial, tal vez sólo fuese que estaba convirtiéndose en un viejo cascarrabias. Tanto daba; Meirik se conducía como una niñera bien pagada que no se atreviese a regañar a aquel diablo de niño. Harry observaba la ceniza de su cigarrillo, que ya apuntaba hacia la alfombra.

– En primer lugar, en Noruega la caza no es ni ha sido nunca un deporte de ricos. Un rifle Märklin con mirilla incluida cuesta en torno a los ciento cincuenta mil marcos alemanes, es decir, tanto como un Mercedes. Y cada proyectil vale noventa marcos alemanes. En segundo lugar, un alce alcanzado por una bala de 16 mm de diámetro quedaría como si lo hubiese atropellado el tren. Una porquería, vamos.

– Vaya, vaya.

Era evidente que Meirik había resuelto cambiar de táctica, de modo que ahora se retrepó en la silla y cruzó las manos por detrás de la cabeza, sobre la reluciente calva, como para hacer ver que no tenía nada en contra de que Harry lo entretuviese un rato más. Harry se levantó, alcanzó el cenicero que había sobre la librería y volvió a sentarse.

– Naturalmente, siempre es posible que los proyectiles procedan de algún fanático coleccionista de armas cuya única intención era probar su nuevo rifle, ahora colgado en la vitrina de su chalé en algún lugar de Noruega, de donde no volverá a salir jamás. Pero ¿es sensato darlo por supuesto?

Meirik balanceaba la cabeza de un lado a otro.

– En otras palabras, propones que partamos de la base de que en estos momentos tenemos en Noruega a un asesino profesional.

Harry negó con un gesto.

– Lo que propongo es ir yo mismo a dar una vuelta por Skien y echarle un vistazo a ese lugar. Además, dudo mucho de que el que ha estado allí sea un profesional.

– ¿Y eso?

– Los profesionales no dejan huellas. No retirar los casquillos de bala es como dejar una tarjeta de visita. Pero, si el que tiene el Märklin es un aficionado, tampoco me quedo mucho más tranquilo.

Meirik emitió varios sonidos de duda. Hasta que asintió al fin.

– Hecho. Y mantenme informado si averiguas algo sobre los planes de nuestros neonazis.

Harry apagó la colilla. En un lateral del cenicero, que tenía forma de góndola, se leía «Venice, Italy».

Capítulo 27

LINZ

9 de Junio de 1944

Los cinco miembros de la familia bajaron del tren y, de repente, se quedaron solos en el compartimento. Cuando el tren reemprendió la marcha despacio, Helena se sentó junto a la ventana, aunque no veía gran cosa en la oscuridad, tan sólo la silueta de las casas que se alineaban junto la vía. Él estaba sentado enfrente y estudiaba su rostro con una sonrisa en los labios.

– Se os da bien en Austria lo de cegar las ventanas -comentó Urías-. No veo ni una sola luz encendida.

Ella suspiró.

– Se nos da bien obedecer.

Helena miró el reloj. Pronto serían las dos.

– La próxima ciudad es Salzburgo -advirtió-. Está junto a la frontera con Alemania. Y después…

– Munich, Zürich, Basilea, Francia y París. Ya lo has dicho tres veces.

Él se inclinó hacia ella y le cogió la mano.

– Todo irá bien, ya lo verás. Siéntate aquí conmigo.

Ella se cambió de lugar sin soltarle la mano y apoyó la cabeza sobre su hombro. Tenía un aspecto muy distinto con el uniforme.

– De modo que ese tal Brockhard ha enviado una nueva orden de baja para una semana, ¿no es eso?

– Sí, me dijo que iba a enviarla por correo ayer tarde.

– ¿Por qué prolongar la baja sólo en una semana?

– Pues, porque así podía controlar mejor la situación. Y a mí también. Cada semana, me habría visto obligada a darle motivos para prolongar tu baja, ¿comprendes?

– Sí, lo comprendo -contestó Urías mientras ella sentía cómo apretaba los dientes.

– Pero no hablemos más de Brockhard -rogó Helena-. Mejor cuéntame un cuento.

Helena le acarició la mejilla y él lanzó un hondo suspiro.

– ¿Cuál quieres que te cuente?

– Uno cualquiera.

Los cuentos… Así era como él había captado su interés en el hospital Rudolph II. Eran muy diferentes de las historias de los demás soldados. Los cuentos de Urías trataban de valor, camaradería y esperanza. Como aquella ocasión en que volvía de hacer su guardia y descubrió un hurón sobre el pecho de su mejor amigo, dispuesto a arrancarle la garganta de un bocado mientras el joven dormía. Él estaba a una distancia de casi diez metros y las oscuras paredes de tierra del bunker se veían negras como la boca del lobo. Pero no tuvo elección, de modo que se puso el fusil contra la mejilla y disparó hasta vaciar el cargador. Al día siguiente, almorzaron hurón.

Había contado varias historias de ese estilo. Helena no las recordaba todas, pero sí recordaba cómo empezó a prestarles atención. Eran detalladas y entretenidas y había algunas de cuya veracidad dudaba. Pero deseaba creerlas, porque eran como un antídoto contra las otras historias, las que trataban de destinos desafortunados y de muertes absurdas.

Mientras el oscuro tren avanzaba despacio traqueteando a través de la noche por los raíles recién reparados, Urías le refirió la historia de aquella ocasión en que había matado a un francotirador ruso en tierra de nadie, y fue a darle cristiana sepultura a aquel bolchevique ateo, con canto de salmos y todo.

– Desde el lado ruso, los oía aplaudir -aseguró Urías-. Tan hermoso fue mi canto aquella noche.

– ¿De verdad? -preguntó ella sonriendo.

– Más hermoso que ninguno que hayas podido oír en la ópera Staatsoper.

– Mentiroso.

Urías la atrajo hacia sí y le cantó en voz muy baja, al oído:

Ven al círculo de la hoguera en el campamento,

mira la llama roja y dorada,

aquel que nos alienta a avanzar hacia la victoria,

exige fidelidad a vida o muerte.

En la clara hoguera llameante, verás la Noruega de tiempos remotos.

Verás al pueblo camino de su meta,

a tus compatriotas entregados al trabajo y al combate.