Verás que la lucha de tus padres por la libertad
exigirá el sacrificio de hombres y mujeres,
verás miles y miles de ellos, que consagraron su vida
a la lucha por nuestra tierra.
Verás hombres en sus tareas diarias, en el crudo país del norte,
donde el duro trabajo los fortalece para proteger la tierra patria.
Verás a los noruegos cuyos nombres están escritos
en nuestra historia con sonoras palabras,
hombres cuya memoria aún perdura,
a siglos de su muerte, en el norte y en el sur.
Pero grande entre los grandes es el que alzó la bandera roja y amarilla,
por eso la hoguera del campamento siempre
nos recuerda a Quisling, nuestro líder, aún hoy.
Urías guardó silencio con la mirada perdida en el paisaje que se veía a través de la ventana. Helena comprendió que sus pensamientos estaban lejos y decidió dejarlo allí, no distraerlo. Pero le rodeó el pecho con el brazo.
Tacata-tacata-tacata.
Sonaba como si alguien estuviese corriendo tras ellos por las vías, como si quisiera darles alcance.
Helena sintió miedo. No tanto por lo desconocido, por lo que los aguardaba, como por el hombre, también desconocido, al que estaba abrazada. Ahora que lo tenía tan cerca, sentía como si todo lo que había visto y a lo que se había habituado a distancia hubiese desaparecido.
Intentó escuchar los latidos de su corazón, pero el ruido del tren rodando por las vías era demasiado fuerte, de modo que tuvo que dar por supuesto que aquel pecho encerraba un corazón. Sonrió ante sus propios pensamientos y se estremeció de gozo. ¡Qué locura tan encantadora! No sabía absolutamente nada de él, que apenas si hablaba de sí mismo, salvo lo que desvelaba en aquellas historias suyas.
Su uniforme olía a tierra húmeda y, por un instante, se le ocurrió que así debía de oler el uniforme de un soldado que hubiese yacido muerto durante días en el campo de batalla. O de un soldado que hubiese estado enterrado. Pero ¿de dónde surgían aquellas ideas? Llevaba tantos días de tensión acumulada que no se había dado cuenta de lo cansada que estaba.
– Duerme -recomendó él, como respondiendo a sus pensamientos.
– Sí -convino ella.
Le pareció oír a lo lejos una alarma aérea, mientras el mundo se esfumaba a su alrededor.
– ¿Qué?
Oyó su propia voz cuando Urías la despertó y se puso de pie. Lo primero que pensó al ver al hombre uniformado en el umbral de la puerta fue que los habían descubierto, que habían conseguido dar con ellos.
– Los billetes, por favor.
– ¡Oh! -se oyó decir Helena.
Intentaba serenarse, pero no le pasó inadvertida la mirada escrutadora del revisor mientras ella rebuscaba febrilmente en el bolso. Por fin encontró los billetes de color amarillo que había comprado en la estación de Viena y se los entregó al revisor. El hombre los estudió con atención mientras se balanceaba hacia delante y hacia atrás al ritmo del traqueteo del tren. Y, en opinión de Helena, le llevó más tiempo del necesario.
– ¿Van ustedes a París? -preguntó el revisor-. ¿Van juntos?
– Así es -contestó Urías.
El revisor era un hombre de cierta edad que los observaba con curiosidad.
– Deduzco por su acento que no es usted austríaco, ¿verdad?
– No. Soy noruego.
– ¡Ah, Noruega! Dicen que es un país muy hermoso.
– Sí, gracias, lo es.
– Así que se ha presentado usted voluntario para luchar por Hitler, ¿no es así?
– Sí. He estado en el frente oriental. Al norte.
– ¿Ah, sí? ¿Dónde exactamente?
– En Leningrado.
– Ajá. ¿Y ahora va usted a París en compañía de su…?
– Amiga.
– Amiga, eso es. ¿De permiso, quizá?
– Sí.
El revisor picó los billetes.
– ¿De Viena? -preguntó dirigiéndose a Helena al tiempo que le devolvía los billetes.
La joven asintió.
– Veo que es usted católica -comentó el revisor señalando el crucifijo que Helena llevaba sobre la camisa, colgado de una cadena-. Mi esposa también lo es.
El hombre se echó hacia atrás y miró a ambos lados del pasillo, antes de preguntarle al noruego:
– ¿Le ha enseñado su amiga la catedral de San Esteban, en Viena?
– No. Estuve en el hospital, así que, por desgracia, no he visto casi nada de la ciudad.
– Entiendo. ¿Un hospital católico, quizá?
– Sí, Rudo…
– Sí -interrumpió Helena-. Un hospital católico.
– Ajá.
¿Por qué no se iba ya el revisor?, se preguntaba Helena.
El hombre carraspeó un poco.
– Eso es -dijo Urías.
– No es asunto mío, pero espero que se haya acordado de traer los documentos del permiso.
– ¿Los documentos? -preguntó Helena.
Ella había estado de viaje en Francia con su padre en dos ocasiones anteriores y no se le había pasado por la mente pensar que necesitarían otra documentación que el pasaporte.
– Sí, claro, en su caso no hay ningún problema, Fräulein, pero en el de su amigo, que va uniformado, es esencial que lleve la documentación que indique dónde está destinado y adónde se dirige.
– ¡Pues claro que tenemos esos papeles! -exclamó Helena-. ¿No creerá usted que hemos salido de viaje sin ellos?
– No, no, desde luego -se apresuró a contestar el revisor-. Sólo quería recordárselo. Hace tan sólo unos días…
Se interrumpió para centrar su mirada en el noruego.
– … se llevaron a un joven que, al parecer, no tenía permiso para ir a donde se dirigía, por lo que podía considerarse un traidor. Lo sacaron al andén y lo fusilaron en el acto.
– ¿Bromea usted?
– Por desgracia, no. No es mi intención asustarlo, pero la guerra es la guerra. Y usted lo tiene todo en orden, de modo que, cuando lleguemos a la frontera con Alemania, justo después de Salzburgo, no tendrá por qué preocuparse.
El vagón se bamboleó y el revisor tuvo que agarrarse bien al marco de la puerta. Los tres se miraron en silencio.
– ¿Así que ése es el primer control? -quiso saber Urías-. ¿Después de Salzburgo?
El revisor asintió.
– Gracias -respondió Urías.
El revisor se aclaró la garganta una vez más.
– Yo tenía un hijo de su edad. Cayó en el frente oriental, en Dnerp.
– Lo siento.
– En fin. Siento haberla despertado, Fräulein. Mein Herr…
Se tocó la gorra, imitando el saludo militar, y se marchó.
Helena comprobó que la puerta estuviese bien cerrada. Después, se sentó cubriéndose el rostro con las manos.
– ¿Cómo he podido ser tan ingenua? -sollozó.
– Vamos, vamos -la tranquilizó él rodeándola con sus brazos-. Yo debería haber pensado en la documentación. Sé que no puedo desplazarme a mí antojo.
– Pero ¿y si les dices que estás de baja y que quieres ir a París? París forma parte del Tercer Reich, es un…
– Entonces llamarán al hospital y Brockhard les dirá que me he escapado.
Ella se reclinó llorando contra su regazo mientras él le acariciaba el suave cabello castaño.
– Además, debí imaginar que era demasiado fantástico para ser cierto -añadió Urías-. Quiero decir…, ¿la enfermera Helena y yo en París?
La joven sabía que bromeaba:
– No, lo más seguro es que me despierte de pronto en mi cama del hospital pensando, ¡vaya sueño! Y me alegraré cuando vengas con el desayuno. Además, mañana por la noche tienes guardia, no lo habrás olvidado, ¿verdad? Entonces te contaré el día en que Daniel robó veinte raciones de comida de un campamento sueco.
Ella levantó hacia él su rostro, húmedo por el llanto.
– Bésame, Urías.
Capítulo 28
SILJAN, TELEMARK
22 de Febrero de 2000
Harry volvió a echar un vistazo al reloj y aceleró un poco. Tenía la cita a las cuatro, es decir, hacía media hora. Si llegaba después del crepúsculo, habría malgastado el viaje. Lo que quedaba de los clavos de los neumáticos se hundía en el hielo con un crujido. Aunque no había recorrido más de cuarenta kilómetros por el serpenteante camino forestal cubierto de hielo, Harry tenía la sensación de que hacía ya varias horas que había dejado la carretera principal. Las gafas de sol baratas que se había comprado en la estación de servicio Shell no le eran de gran ayuda y el reflejo del sol sobre la nieve le dañaba los ojos.