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– Te lo contaré todo -dijo ella.

– ¿Todo? -preguntó él con una sonrisa.

«No, casi todo», se dijo ella.

– La mañana en que Urías…

– Helena, no se llama Urías.

– La mañana en que se fue y vosotros disteis la alarma, ¿recuerdas?

– Por supuesto. -Brockhard dejó las gafas junto al documento que tenía ante sí de modo que la patilla quedó paralela al borde del folio-. Sí, yo estaba pensando en denunciar su desaparición a la policía militar, pero entonces apareció contando aquella historia de que había pasado media noche perdido en el bosque.

– Pues no fue así. Vino de Salzburgo en el tren nocturno.

– ¿Ah, sí?

Brockhard se acomodó en la silla con la mirada serena, claro indicio de que no era un hombre al que le gustase dejar traslucir su sorpresa.

– Tomó el tren nocturno desde Viena antes de la medianoche, se bajó en Salzburgo, donde aguardó hora y media la salida del tren nocturno en el sentido contrario. A las nueve ya estaba en Hauptbahnhof.

– Vaya… -Brockhard concentró la mirada en el bolígrafo que sostenía-. ¿Y qué explicación ha dado a tan absurdo viaje?

– Pues verás -dijo Helena sin darse cuenta de que sonreía-. Tal vez recuerdes que yo también llegué tarde aquella mañana.

– Sí…

– Es que yo también venía de Salzburgo.

– ¿Ah, sí?

– Sí.

– Eso deberías explicármelo, Helena.

Y ella se lo explicó, con la vista clavada en la yema del dedo de Brockhard, justo debajo de la punta del bolígrafo se había formado una gota de sangre.

– Entiendo -dijo Brockhard una vez que ella hubo terminado-. Pensabais ir a París. Y ¿cuánto tiempo creíais poder esconderos allí?

– Bueno, ha quedado claro que no lo pensamos muy bien. Pero según Urías, deberíamos irnos a América, a Nueva York.

Brockhard soltó una risa seca.

– Eres una chica muy lista, Helena. Comprendo que ese traidor a la patria te haya cegado con sus dulces mentiras sobre América, pero ¿sabes qué?

– No.

– Te perdono. -Y, al ver la expresión estupefacta de Helena, prosiguió-: Sí, te perdono. Tal vez debiera castigarte, pero sé bien lo que una inquieta joven enamorada puede llegar a hacer.

– No es perdón lo que…

– ¿Qué tal está tu madre? No debe de ser fácil, ahora que se ha quedado sola. A tu padre le cayeron tres años, ¿no es así?

– Cuatro. ¿Quieres hacerme el favor de escuchar, Christopher?

– Te ruego que no hagas ni digas nada de lo que puedas arrepentirte después, Helena. Lo que has dicho hasta ahora no cambia nada, nuestro acuerdo sigue como antes.

– ¡No!

Helena se había levantado tan aprisa que volcó la silla, y, ya de pie, dejó sobre el escritorio la carta que llevaba en la mano.

– ¡Léelo tú mismo! Ya no tienes poder sobre mí. Ni sobre Urías.

Brockhard miró la carta. Aquel sobre marrón abierto no le decía nada. Sacó el folio, se puso las gafas y empezó a leer:

Waffen-SS

Berlín, 21 de junio

Hemos recibido una petición del jefe superior de la policía noruega, Jonas Lie, de que sea usted reenviado a la policía de Oslo para prestar servicio. Dado que es usted ciudadano noruego, no hallamos razón alguna para no satisfacer este deseo. En consecuencia, esta orden anula cualesquiera órdenes anteriores sobre su destino a Wehrmacht.

La jefatura superior de la policía noruega le hará llegar los datos exactos de día, hora y lugar.

Heinrich Himmler,

Jefe superior de Schutzstaffel (SS)

Brockhard tuvo que mirar la firma dos veces. ¡El mismísimo Heinrich Himmler! Se fue a mirar la carta a contraluz.

Helena le advirtió:

– Puedes llamar e indagar si quieres, pero créeme, es auténtica.

Desde la ventana abierta se oía el canto de los pájaros en el jardín. Brockhard carraspeó un par de veces antes de hablar.

– De modo que le escribiste al jefe de la policía noruega, ¿no?

– No, yo no, fue Urías. Yo sólo busqué la dirección y eché la carta al correo.

– ¿La echaste al correo?

– Sí. Bueno, no, en realidad no. La telegrafié.

– ¿Toda la solicitud?

– Sí.

– Vaya, debió de costar… mucho dinero.

– Pues, así fue, pero era urgente.

– Heinrich Himmler… -dijo el doctor, más para sí que a Helena.

– Lo siento, Christopher.

El doctor volvió a reír secamente:

– ¿Seguro? ¿No has conseguido lo que querías?

Ella obvió la pregunta y se obligó a dedicarle una sonrisa amable.

– Tengo que pedirte un favor, Christopher.

– ¿Ah, sí?

– Urías quiere que me vaya con él a Noruega. Necesito una recomendación del hospital que me permita obtener un permiso para salir del país.

– ¿Y ahora temes que le ponga trabas a esa recomendación?

– Tu padre es miembro del equipo directivo.

– Pues sí, en realidad, yo podría crearte problemas -dijo acariciándose la barbilla, la mirada fija en la frente de Helena.

– De todos modos, no puedes detenernos, Christopher. Urías y yo nos amamos. ¿Lo entiendes?

– ¿Por qué iba a hacerle favores a la puta de un soldado?

Helena se quedó boquiabierta. Pese a que venía de alguien a quien despreciaba y que, sin lugar a dudas, estaba muy alterado, la palabra la alcanzó como una bofetada. Sin embargo, antes de que hubiese tenido tiempo de responder, el rostro de Brockhard cambió de expresión, como si el golpe lo hubiese alcanzado a él.

– Perdóname, Helena. Yo…, ¡mierda! -dijo volviéndole rápidamente la espalda.

Helena sólo quería levantarse y marcharse, pero no hallaba las palabras que la liberasen de su estado de conmoción. El doctor prosiguió, con voz cansada:

– No era mi intención herirte, Helena.

– Christopher…

– No lo entiendes. No creas que soy un pretencioso, pero tengo cualidades que sé que llegarías a valorar con el tiempo. Puede que haya ido demasiado lejos, pero piensa que siempre he tenido en mente tu propio bien.

Helena miraba fijamente su espalda. La bata le quedaba grande sobre los hombros estrechos y caídos. De pronto, pensó en el Christopher al que ella había conocido de niña. Tenía el cabello oscuro y rizado y llevaba un traje de hombre, pese a que sólo tenía doce años. Creyó recordar que un verano incluso estuvo enamorada de él.

Él respiraba tembloroso y con dificultad. Helena dio un paso vacilante hacia él. ¿Por qué sentía compasión por aquel hombre? Sí, ella sabía por qué. Porque su corazón rebosaba de felicidad, sin que ella hubiese hecho gran cosa para que así fuese. Mientras que Christopher Brockhard, que se esforzaba por ser feliz todos los días de su vida, sería siempre un hombre solitario.

– Christopher, tengo que irme.

– Sí, claro. Tú tienes que cumplir con tu deber, Helena.

La joven se levantó y se encaminó a la puerta.

– Y yo con el mío.

Capítulo 30

COMISARÍA GENERAL DE POLICÍA

24 de Febrero de 2000

Wright lanzó una maldición. Había probado todos los interruptores del proyector para que la imagen se viese más definida, pero sin resultado.

Una voz bronca observó:

– Creo que es la imagen la que no está definida, Wright. O sea, que no es fallo del proyector.

– Bien, de todos modos, éste es Andreas Hochner -dijo Wright haciéndose sombra con la mano para ver a los presentes.

La habitación no tenía ventanas y, cuando se apagó la luz, quedó totalmente a oscuras. Según había oído Wright, también era segura contra las escuchas, aunque a saber lo que aquello significaba.