– Es una hipótesis divertida -declaró Ovesen-. ¿Cómo has pensado ponerla a prueba?
– No es posible. Estoy hablando de un hombre del que lo ignoramos todo, no sabemos cómo piensa ni podemos estar seguros de que vaya a actuar de un modo racional.
– Excelente -sentenció Meirik-. ¿Tenemos alguna otra teoría sobre por qué ha venido a parar a Noruega esa arma?
– Montones -dijo Harry-. Pero ésta es la peor que se pueda imaginar.
– Bueno, bueno -suspiró Meirik-. Nuestro trabajo consiste en cazar fantasmas, así que no nos queda otro remedio que intentar tener una charla con ese Hochner. Haré un par de llamadas telefónicas a… ¡Vaya!
Wright acababa de encontrar el interruptor y una luz blanca e intensa inundó la habitación.
Capítulo 31
RESIDENCIA DE VERANO DE LA FAMILIA LANG, VIENA
25 de Junio de 1944
Helena estaba en el dormitorio estudiando su aspecto en el espejo. Habría preferido tener la ventana abierta, para poder oír los pasos en el césped si alguien se aproximaba a la casa, pero su madre era muy estricta con eso de cerrar las ventanas. Miró la fotografía de su padre que estaba en la cómoda, ante el espejo. Siempre le llamaba la atención lo joven e inocente que parecía en ella.
Se había recogido el cabello, como solía, con un sencillo pasador. ¿Debería peinarse de otro modo? Beatrice le había arreglado un vestido de muselina roja de su madre, que ahora se ajustaba bien a la delgada y esbelta figura de Helena. Su madre lo llevaba puesto cuando conoció a su padre. Se le hacía extraña la idea, lejana y, en cierto modo, un tanto dolorosa. Tal vez porque, cuando su madre le habló de aquel día, le dio la sensación de que estuviese hablándole de dos personas distintas, dos personas que creían saber lo que perseguían.
Helena se quitó el pasador y agitó la cabeza de modo que el cabello castaño le cubrió el rostro. Sonó el timbre de la puerta y oyó los pasos de Beatrice en el vestíbulo. Helena se tumbó boca arriba en la cama y notó un cosquilleo en el estómago. No podía evitarlo, era como volver a estar enamorada a los catorce años. Oyó el sonido sordo de la conversación en la planta baja, la voz clara y nasal de su madre, el tintineo de la percha cuando Beatrice colgaba el abrigo en el ropero del vestíbulo. «¡Un abrigo!», pensó Helena. Urías se había puesto abrigo, pese a que hacía una de esas tardes calurosas de verano de las que, por lo general, no solían poder disfrutar hasta el mes de agosto.
Ella esperaba y esperaba…, hasta que oyó la voz de su madre:
– ¡Helena!
Se levantó de la cama, se puso el pasador, se miró las manos repitiendo: «Mis manos no son demasiado grandes, no son demasiado grandes». Echó un último vistazo al espejo: ¡estaba preciosa! Suspiró temblando y cruzó la puerta.
– ¡Hele…!
Su madre dejó el nombre a medias cuando la vio al final de la escalera. Helena colocó un pie en el primer peldaño, con mucho cuidado: los altos tacones con los que solía bajar las escaleras a la carrera le parecían de pronto inseguros e inestables.
– Ha llegado tu invitado -anunció su madre.
«Tu invitado.» En otras circunstancias, Helena tal vez se hubiese irritado por el modo en que su madre subrayaba su postura de no considerar al extranjero, un simple soldado, como un invitado de la casa. Pero aquéllas eran circunstancias excepcionales y Helena habría sido capaz de besar a su madre por no haberse portado peor aún y porque, al menos, había salido a recibirlo antes de que Helena hiciese su aparición.
Miró a Beatrice. La vieja criada sonreía, pero tenía la misma mirada melancólica que su madre. Y entonces volvió la vista hacia él. Sus ojos brillaban con tal intensidad que podía sentir su calor quemándole la piel, y se vio obligada a bajar la vista hacia su cuello, recién afeitado y bronceado por el sol, el cuello con la insignia de las dos eses y el uniforme verde que tan arrugado llevaba durante el viaje en tren, pero que ahora lucía recién planchado. Llevaba en la mano un ramo de rosas. Helena sabía que Beatrice le habría ofrecido colocarlas en un jarrón, pero él le habría dado las gracias y le habría dicho que prefería esperar a que Helena las viese.
Dio un paso más. Su mano, apoyada en la barandilla de la escalera. Empezaba a sentirse más segura. Alzó la vista y los miró a los tres. Y sintió enseguida que, por alguna razón inexplicable, aquél era el instante más hermoso de su vida. Pues sabía qué era lo que veían los demás, se reflejaba en sus miradas.
Su madre se veía a sí misma bajando los peldaños, su propio sueño malogrado y su juventud perdida; Beatrice, por su parte, veía a aquella pequeña a la que ella había criado como a su propia hija, y él, a la mujer a la que amaba tanto que no podía encubrir sus sentimientos tras su timidez escandinava y sus buenos modales.
– Estás preciosa -le dijo Beatrice sólo moviendo los labios.
Helena le contestó con un guiño. Y bajó el último peldaño hasta el vestíbulo.
– ¿Así que has encontrado el camino en medio de la oscuridad? -le preguntó a Urías con una sonrisa.
– Sí -respondió él en voz alta y clara, que retumbó como en una iglesia en el amplio vestíbulo de techo alto.
Su madre hablaba con su aguda voz un tanto chillona mientras Beatrice entraba y salía del comedor como un fantasma amable. Helena no podía apartar la vista de la gargantilla de diamantes que su madre llevaba puesta, su joya más preciada, que sólo lucía en momentos especiales.
En esta ocasión, la mujer había hecho una excepción y había dejado entreabierta la puerta del jardín. La capa de nubes estaba tan baja que cabía la posibilidad de que aquella noche se librasen de los bombardeos. La corriente que entraba por la puerta hacía vacilar las llamas de las velas y las sombras danzaban reflejándose sobre los retratos de hombres y mujeres de expresión grave que habían llevado el apellido Lang. Su madre le explicó a Urías quién era cada uno, a qué se había dedicado y en el seno de qué familias eligieron a sus cónyuges. Urías la escuchaba con una sonrisa que Helena interpretó como algo sarcástica, aunque no podía distinguirlo bien en la semipenumbra. La madre había explicado que sentían tener el deber de ahorrar energía eléctrica debido a la guerra, pero no le reveló, desde luego, la nueva situación económica de la familia, ni que Beatrice era la única criada que les quedaba del habitual servicio doméstico compuesto por cuatro.
Urías dejó el tenedor y se aclaró la garganta. Su madre había colocado a los dos jóvenes uno frente a otro, en tanto que ella misma se había sentado en un extremo, presidiendo la mesa.
– Esto está realmente bueno, señora Lang.
Era una cena sencilla. No tanto que pudiese considerarse insultante, pero en modo alguno extraordinaria, de modo que Urías no tuviese motivo para sentirse un huésped de honor.
– Es cosa de Beatriz -intervino Helena ansiosa-. Prepara el mejor Wienerschnitzel de toda Austria. ¿Lo habías probado ya?
– Sólo una vez, creo. Y no puede compararse con éste.
– Schtvein -dijo la madre de Helena-. Lo que usted ha comido antes estaría preparado con carne de cerdo. Pero en nuestra casa lo cocinamos siempre con carne de ternera. O, a lo sumo, de pavo.
– Lo cierto es que no recuerdo que aquél tuviese carne -aseguró él con una sonrisa-. Creo que sólo tenía huevo y miga de pan.
Helena soltó una risita que mereció una mirada displicente de su madre.
La conversación decayó un par de veces a lo largo de la cena pero, tras las largas pausas, tanto Urías como Helena o su madre conseguían reanudarla. Antes de invitarlo a cenar, Helena había decidido no preocuparse por lo que pensara su madre. Urías era educado, procedía de un sencillo entorno campesino, sin ese modo de ser y esas maneras refinadas de quienes se educan en el seno de una familia de abolengo. Pero comprobó que no tenía por qué preocuparse. Estaba admirada de lo relajado y desenvuelto que parecía Urías.