– ¿Piensa buscar trabajo cuando termine la guerra? -preguntó la madre antes de llevarse a la boca el último bocado de patata.
Urías asintió y aguardó paciente la que debía ser, por lógica, la siguiente pregunta de la señora Lang, mientras ésta terminaba de masticar.
– Y, si me permite la pregunta, ¿qué trabajo sería ése?
– Cartero. Al menos, antes de que estallase la guerra, me habían prometido un puesto de cartero.
– ¿Para llevar el correo? ¿No son terriblemente grandes las distancias en su país?
– Bueno, no tanto. Vivimos donde es posible vivir. Junto a los fiordos, en los valles y en otros lugares protegidos. Y, además, también tenemos algunos pueblos y ciudades grandes.
– Vaya, ¿conque sí? Interesante. Permítame que le pregunte, ¿tiene usted algún capital?
– ¡Madre! -gritó Helena mirándola sin poder dar crédito.
– ¿Sí, querida? -preguntó limpiándose los labios con la servilleta antes de indicarle a Beatrice que podía retirar los platos.
– ¡Haces que esto parezca un interrogatorio!
Las oscuras cejas de Helena se enarcaron en su frente blanca.
– En efecto -contestó su madre al tiempo que alzaba una copa mirando a Urías-. Es un interrogatorio.
Urías alzó también la copa y le devolvió la sonrisa.
– La comprendo, señora Lang. Ella es su única hija. Está usted en su derecho, es más, diría que es su deber averiguar a qué clase de hombre piensa unirse.
Los delgados labios de la señora Lang habían adoptado la postura idónea para beber, formando un pequeño aro, pero la mujer detuvo súbitamente la copa en el aire.
– Yo no soy rico -prosiguió Urías-. Pero soy trabajador, no soy un necio y me las arreglaré para mantenerme a mí mismo, a Helena y seguramente a alguno más. Le prometo que la cuidaré lo mejor que pueda, señora Lang.
Helena sentía unas ganas tremendas de reír y, al mismo tiempo, una extraña excitación.
– ¡Por Dios! -exclamó entonces la madre volviendo a dejar la copa en la mesa-. ¿No va usted demasiado rápido, joven?
– Sí -afirmó Urías antes de tomar un trago y quedarse un rato mirando la copa-. Y he de insistir en que éste es, en verdad, un vino excelente, señora Lang.
Helena intentó darle con el pie bajo la robusta mesa de roble, pero no llegaba.
– Pero resulta que este tiempo que nos ha tocado vivir es un tanto extraño. Y bastante escaso, además. -Dejó la copa, pero sin dejar de mirarla. Del pequeño atisbo de sonrisa que Helena había creído observar antes no quedaba ya ni rastro-. He pasado muchas noches como ésta, señora Lang, hablando con mis compañeros acerca de todo lo que pensábamos hacer en el futuro, sobre cómo sería la nueva Noruega y sobre todos los sueños que deseábamos hacer realidad. Unos, grandes; otros, pequeños. Y, pocas horas más tarde, estaban muertos y su futuro, desvanecido en el campo de batalla.
Levantó la mirada, que clavó en la señora Lang.
– Voy demasiado rápido porque he encontrado a una mujer a la que quiero y que me quiere a mí. Estamos en guerra, y todo lo que puedo decirle de mis planes de futuro son invenciones. No dispongo más que de una hora para vivir mi vida, señora Lang. Y quizás usted tampoco tenga mucho más tiempo.
Helena lanzó una mirada fugaz a su madre, que parecía petrificada.
– He recibido una carta de la Dirección General de la Policía noruega. Debo presentarme en el hospital de guerra de la escuela de Sinsen, en Oslo, para someterme a un reconocimiento médico. Partiré dentro de tres días. Y tengo pensado llevarme a su hija conmigo.
Helena contuvo la respiración. El tictac del reloj de pared inundaba la habitación con su estruendo. Los diamantes de la madre despedían destellos mientras los músculos se tensaban y distendían bajo la arrugada piel de su cuello. Un repentino soplo de aire procedente de la puerta del jardín inclinó las llamas de las velas y, sobre el papel plateado de las paredes, las sombras bailotearon entre los muebles oscuros. Tan sólo la sombra de Beatrice junto a la puerta de la cocina parecía totalmente inmóvil.
– Strudel -dijo la madre haciéndole una seña a Beatrice-. Una especialidad vienesa.
– Sólo quiero que sepa que tengo muchísimas ganas -dijo Urías.
– Hace usted bien -respondió la señora Lang con una forzada sonrisa sardónica-. La preparamos con manzanas de nuestra propia cosecha.
Capítulo 32
JOHANNESBURGO
28 de Febrero de 2000
La Comisaría General de Policía de Hillbrow estaba en el centro de Johannesburgo y su muro, rematado por una alambrada, y las rejas de acero que protegían unas ventanas tan pequeñas que parecían saeteras, le otorgaban el aspecto de una pequeña fortaleza.
– Dos hombres, los dos negros, asesinados anoche, tan sólo en este distrito policial -dijo el oficial Esaias Burne mientras guiaba a Harry a través de un laberinto de pasillos de desgastados suelos de linóleo en cuyas robustas paredes la pintura blanca empezaba a resquebrajarse-. ¿Has visto el inmenso hotel Carlton? Cerrado. Los blancos se fueron ya hace tiempo a las afueras, así que ahora sólo podemos dispararnos entre nosotros.
Esaias se subió los pantalones caídos. Era negro, alto, patizambo y realmente obeso. Su blanca camisa de nailon tenía dos círculos negros de sudor bajo las mangas.
– Andreas Hochner está en una prisión situada a las afueras de la ciudad, un lugar que llamamos Sin City -explicó-. Pero hoy lo hemos traído hasta aquí para los interrogatorios.
– ¿Es que habrá más, aparte del mío? -preguntó Harry.
– Aquí es -dijo Esaias al tiempo que abría la puerta.
Entraron en una habitación donde dos hombres con los brazos cruzados miraban a través de una ventana de color marrón que había en la pared.
– Una sola dirección -susurró Esaias-. Él no puede vernos.
Los dos hombres que había ante la ventana saludaron a Esaias y a Harry con un gesto y se apartaron.
Tenían ante sí una pequeña sala escasamente iluminada en cuyo centro había una silla y una pequeña mesa. Sobre la mesa había un cenicero lleno de colillas y un micrófono sujeto por un soporte. El hombre que ocupaba la silla tenía los ojos oscuros y un espeso bigote negro que le colgaba por las comisuras de los labios. Harry reconoció enseguida al hombre de la borrosa fotografía de Wright.
– ¿El noruego? -murmuró uno de los dos hombres señalando a Harry.
Esaias asintió.
– Ok -dijo el hombre dirigiéndose a Harry pero sin perder de vista ni por un instante al hombre que estaba en la habitación-. Amigo noruego, ahí lo tienes, es tuyo. Dispones de veinte minutos.
– En el fax decía…
– Olvídate del fax, noruego. ¿Sabes cuántos países quieren interrogar a este sujeto? ¿O, directamente, que se lo enviemos?
– Pues, no.
– Date por satisfecho con poder hablar con él -dijo el hombre.
– ¿Por qué ha aceptado hablar conmigo?
– ¿Cómo vamos a saberlo nosotros? Pregúntaselo a él.
Harry intentó respirar con el estómago cuando entró en la angosta y reducida sala de interrogatorios. En la pared, donde chorreones rojos de óxido habían compuesto una especie de dibujo, colgaba un reloj que indicaba las once y media. Harry pensó en los policías que lo vigilaban con los ojos atentos, lo que tal vez fuese la causa de que le sudasen tanto las palmas de las manos. El individuo estaba encogido en la silla y tenía los ojos entrecerrados.
– ¿Andreas Hochner?
– ¿Andreas Hochner? -repitió el hombre de la silla con voz bronca y susurrante, alzó la vista y lo miró como si acabase de ver algo que tuviese ganas de aplastar con el pie-. No, está en casa follándose a tu madre.
Harry se sentó despacio. Le parecía oír las carcajadas al otro lado del espejo negro.