Ocho testigos habían visto a Sverre Olsen entrar en el restaurante con un bate de madera bajo el brazo y, tras un breve intercambio de improperios, golpear con él en la cabeza al propietario, Ho Dai, un vietnamita de cuarenta años que había llegado por mar a Noruega como refugiado allá por 1978. Y lo había golpeado con tal violencia que Ho Dai jamás pudo volver a caminar. Cuando Olsen empezó a hablar, Johan Krohn hijo había empezado a dar forma en su mente a la apelación en el tribunal de segunda instancia.
– «Raz-ismo -leyó Olsen una vez que hubo encontrado lo que quería en los documentos-. Es una lucha eterna contra las enfermedades graves, la degeneración y el exterminio, así como el sueño y la esperanza de una sociedad más sana con mejor calidad de vida. La mezcla de razas es una forma de genocidio bilateral. En un mundo en que se planifica la instauración de bancos de genes para conservar al más insignificante escarabajo, se acoge con general aceptación el que se mezclen y aniquilen razas humanas que llevan desarrollándose miles de años. En un artículo de 1971 publicado en la respetada revista American Psychologist, cincuenta científicos estadounidenses y europeos advertían del peligro de silenciar la argumentación de la teoría de la herencia genética.»
Olsen se detuvo en este punto, paseó la mirada por toda la sala 17 y alzó el índice de la mano derecha. Se había vuelto hacia el fiscal, de modo que Krohn pudo ver el tatuaje desvaído del saludo nacionalsocialista que lucía en el pliegue rasurado que se formaba entre su nuca y su cuello, un grito mudo y grotesco, en extraño contraste con la frialdad de su retórica. En el silencio que siguió, Krohn dedujo por el ruido del pasillo que la sala 18 estaba en el receso del almuerzo. Los segundos transcurrían. Krohn recordó algo que había leído sobre el hecho de que, con ocasión de grandes concentraciones, Adolf Hitler solía tomarse pausas artísticas de hasta tres minutos. Cuando Olsen retomó su declaración, empezó a marcar el ritmo con el dedo, como si quisiera grabar cada palabra y cada frase en el auditorio:
– Aquellos de ustedes que intenten fingir que no se está desarrollando una lucha de razas, o bien están ciegos o bien son unos traidores.
Bebió un trago del agua que el ujier había dejado ante él.
Entonces intervino el fiscaclass="underline"
– Y en esa lucha de razas, tú y tus adeptos, algunos de los cuales están presentes hoy en la sala, sois los únicos que tenéis derecho a intervenir, ¿no es así?
Nuevos abucheos de los cabezas rapadas que ocupaban las gradas del público.
– Nosotros no intervenimos, nos defendemos -precisó Olsen-. Es derecho y obligación de cualquier raza.
Alguien de entre el público gritó algo que Olsen aprovechó y repitió con una sonrisa:
– En efecto, también en un miembro de otra raza podemos hallar la prueba viviente de un nacionalsocialista.
Risas y aplausos entre el público. El juez pidió silencio antes de mirar inquisitivo al fiscal.
– Eso es todo -aclaró Groth.
– ¿Desea la defensa hacer alguna pregunta?
Krohn negó con un gesto.
– En ese caso, que pase el primer testigo de la acusación.
El fiscal hizo un gesto de asentimiento al ujier, que abrió la puerta del fondo de la sala, asomó la cabeza y dijo algo. Se oyó el chirrido de una silla al otro lado, la puerta se abrió por completo y dio paso a un hombre bastante corpulento.
Krohn se percató de que el hombre llevaba una chaqueta que le venía algo pequeña, unos vaqueros negros y unas descomunales botas estilo Dr. Martens. La cabeza, casi rapada al cero, y la complexión atlética y delgada apuntaban a una edad que rondaba los treinta y tantos. Pero los ojos, enrojecidos y ojerosos y la palidez del rostro surcado de finos capilares que, aquí y allá, se abrían en pequeños deltas, hacían pensar más bien en los cincuenta.
– ¿Oficial de policía Harry Hole? -preguntó el juez, una vez que el hombre hubo tomado asiento en el estrado.
– Sí.
– No tenemos la dirección de su residencia, según veo.
– Es secreta -dijo Hole al tiempo que señalaba con el pulgar por detrás de su hombro-. Intentaron entrar en mi casa.
Más abucheos.
– ¿Ha declarado usted con anterioridad, Hole? Que si ha prestado juramento, quiero decir.
– Sí.
La cabeza de Krohn se balanceaba de arriba abajo, como la de esos perritos de plástico que algunos conductores gustan de llevar en la bandeja del coche. Y empezó a hojear febrilmente los documentos.
– Veo que trabajas en el grupo de delitos violentos, como investigador de homicidios -comenzó Groth-. ¿Por qué te asignaron este caso?
– Porque fallamos en nuestra valoración -respondió Hole.
– ¿Y eso?
– No contábamos con que Ho sobreviviese. No es lo normal cuando te rompen el cráneo y se desparrama parte del contenido.
Krohn vio que los rostros de los dos miembros del jurado popular se contraían involuntariamente en un gesto de repulsa. Pero aquello carecía ahora de importancia. Había encontrado el documento con sus nombres. Y allí estaba: el fallo que lo tenía contrariado.
Capítulo 3
CALLE KARL JOHAN
5 de Octubre de 1999
«Vas a morir.»
Aquellas palabras seguían resonando en los oídos del anciano cuando salió al rellano de la escalera y lo cegó el claro sol otoñal. Mientras las pupilas se contraían poco a poco, permaneció agarrado a la barandilla respirando despacio y profundamente. Escuchó la cacofonía de los coches, los tranvías, los silbidos de los semáforos. Y las voces -voces excitadas y alegres que pasaban presurosas al ritmo de los pasos-. Y la música, ¿acaso había oído antes tanta música? Pero nada conseguía acallar el rumor de aquellas palabras.
«Vas a morir.»
¿Cuántas veces había estado allí, en el descansillo de la consulta del doctor Buer? Dos veces al año durante cuarenta años. Ochenta días normales y corrientes, iguales que aquél, pero nunca, hasta ese momento, se había dado cuenta de la animación que había en aquellas calles, la felicidad, las ansias de vivir. Era octubre, pero parecía un día de mayo. El día en que «estalló» la paz. ¿Estaría exagerando? Podía oír la voz de ella, ver su silueta acercarse a la carrera como emanando del sol, perfilada por un rostro que desapareció en un halo de luz blanca.
«Vas a morir.»
Toda aquella blancura cobró color y se convirtió en la calle Karl Johan. Bajó los peldaños, se detuvo y miró a derecha e izquierda, como si no fuese capaz de decidir qué dirección tomar, y se quedó pensativo. De repente, se sobresaltó, como si alguien lo hubiese despertado, y echó a andar en dirección al palacio. El paso era vacilante, la mirada, abatida, y el escuálido cuerpo encogido en el interior de un abrigo de lana que le quedaba algo grande.
– El cáncer se ha extendido -le había anunciado el doctor Buer.
– Ya, bueno -respondió él mientras miraba a Buer, preguntándose si sería algo que les enseñaban en la facultad de medicina, aquel gesto de quitarse las gafas cuando iban a decir algo grave, o si era tan sólo un ademán propio de los médicos miopes para no tener que ver la expresión de los ojos del paciente.
Había empezado a parecerse a su padre, el doctor Konrad Buer, ahora que el cuero cabelludo había emprendido la retirada y que las bolsas que surgían bajo sus ojos le otorgaban parte del aura de seriedad de su padre.