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Helena estaba sola en el asiento trasero del Mercedes negro de André Brockhard. El coche se deslizaba despacio entre los castaños de altas copas que flanqueaban el camino. Iban a los establos del parque zoológico Lainzer.

Contemplaba los verdes claros. Tras el vehículo se alzó un remolino de polvo del piso de gravilla reseco, e incluso con la ventanilla abierta, hacía un calor insoportable en el interior del coche.

Una manada de caballos que pacían a la sombra, donde comenzaba el hayedo, alzaron la cabeza al paso del coche.

Helena adoraba el parque Lainzer. Antes de que estallase la guerra, pasaba muchos domingos en aquella inmensa zona boscosa al sur de Wienerwald, de picnic con sus padres, sus tíos y tías, o dando un paseo a caballo con sus amigos.

Se había preparado mentalmente para cualquier cosa cuando, aquella mañana, la gobernanta del hospital le había avisado de que André Brockhard quería tener una conversación con ella y que enviaría un coche a buscarla durante la mañana. Desde que recibió la recomendación de la dirección del hospital, junto con el permiso de salida, estaba encantada, y lo primero que pensó fue que aprovecharía la ocasión para darle las gracias al padre de Christopher por haber intervenido en su ayuda. Lo segundo que pensó fue que no era verosímil que André Brockhard la hubiese convocado para que ella tuviese oportunidad de darle las gracias.

«Tranquila, Helena -se decía-. Ahora ya no pueden pararnos. Mañana temprano estaremos lejos de aquí.»

El día anterior había preparado dos maletas con ropa y sus objetos personales más queridos. El crucifijo que colgaba sobre el cabecero de la cama fue lo último que guardó. La caja de música que le había regalado su padre seguía en el tocador. Objetos de los que nunca creyó que se separaría voluntariamente, y que, por extraño que pudiese parecer, no tenían ya mucho significado para ella. Beatrice le había ayudado y habían hablado de los viejos tiempos mientras escuchaban los pasos de la madre, que trajinaba en la planta baja. Sería una despedida dura y triste. Pero en esos momentos, ella sólo se regocijaba ante la perspectiva de aquella tarde. Urías se había quejado de que era una vergüenza no haber visto nada de Viena antes de marcharse, de modo que la invitó a cenar fuera. Helena no sabía dónde, pues él le había lanzado un guiño misterioso por respuesta y le había preguntado si creía que podrían tomar prestado el coche del guarda forestal.

– Ya hemos llegado, Fräulein Lang -dijo el chófer al tiempo que señalaba al final del camino, donde el paseo terminaba ante una fuente.

En medio del agua, un Cupido dorado hacía equilibrio sobre un pie en la cima de una esfera de esteatita. Detrás de la fuente se alzaba una casa señorial construida en piedra gris. A cada lado de la casa había sendos edificios de madera pintada de rojo, alargados y de techo bajo, que junto con una pequeña construcción de piedra delimitaban un jardín situado detrás del edificio principal.

El chófer detuvo el coche, salió y le abrió la puerta a Helena.

André Brockhard estaba ante la puerta de la casa y se les acercó. Sus botas de montar brillaban relucientes al sol. Brockhard tenía algo más de cincuenta años pero caminaba con la agilidad de un joven. Puesto que hacía calor, se había desabotonado la chaqueta de lana roja, consciente de que así luciría mejor su atlético torso. Los pantalones de montar se ajustaban a sus musculosas piernas. El señor Brockhard no podía parecerse menos a su hijo.

– ¡Helena!

La saludó con una voz tan sincera y cálida como suelen usar los hombres que se saben capaces de decidir cuándo una situación ha de ser sincera y cálida. Hacía mucho tiempo que ella no lo veía, pero a Helena le pareció que tenía el mismo aspecto de siempre: el cabello blanco, la frente despejada y un par de ojos azules que la miraban desde ambos lados de una gran nariz majestuosa. La boca, en forma de corazón, desvelaba cierta dulzura de carácter, aunque éste era un rasgo que muchos no habían experimentado aún.

– ¿Qué tal está tu madre? Espero no haberme excedido recogiéndote del trabajo de este modo -dijo mientras le daba un breve y seco apretón de manos antes de proseguir, sin esperar respuesta-. Tengo que hablar contigo y me temo que el asunto no puede esperar. Bueno, tú has estado aquí antes -comentó señalando con la mano el conjunto de edificios.

– No -corrigió Helena con una sonrisa.

– ¿Ah, no? Di por supuesto que Christopher te habría traído aquí alguna vez; de jóvenes erais uña y carne.

– Creo que lo engaña su memoria, Herr Brockhard. Christopher y yo nos conocíamos, eso es cierto, pero…

– ¡Vaya, no me digas! En tal caso, te enseñaré esto. Bajemos primero a los establos.

Con delicadeza, le puso la mano en la espalda para conducirla hacia los edificios de madera. La grava crujía bajo sus pies.

– Es triste lo que le ha sucedido a tu padre, Helena. Una verdadera lástima. Me gustaría poder hacer algo por tu madre y por ti.

«Podrías habernos invitado a la cena de Navidad este invierno, como solías», pensó Helena, pero no dijo nada. Además, mejor así, pues no había tenido que sufrir los nervios y el ajetreo de su madre ante la invitación.

– ¡Janjic! -gritó Brockhard a un mozo de cabello negro que, ante el muro soleado, lustraba la montura-. Saca a Venezia.

El mozo entró en los establos mientras Brockhard esperaba dándose ligeros golpes con la fusta en la rodilla al tiempo que subía y bajaba los talones. Helena echó una ojeada al reloj.

– Me temo que no podré quedarme mucho tiempo, Herr Brockhard. Mi guardia…

– No, claro, lo comprendo. Bien, vayamos al grano.

Desde los establos oyeron los relinchos iracundos y el pataleo del caballo contra el suelo de madera.

– Resulta que tu padre y yo hicimos algunos negocios juntos. Antes de la quiebra, claro está.

– Lo sé.

– Ya. Y sabrás también que tu padre tenía muchas deudas. Fue una causa indirecta de que pasara lo que pasó. Quiero decir que esa lamentable… -se detuvo buscando el término adecuado, hasta que lo encontró-… afinidad con los prestamistas judíos resultó muy perjudicial para él.

– ¿Se refiere usted a Joseph Bernstein?

– Ya no recuerdo los nombres de aquellas personas.

– Pues debería: estaba entre sus invitados a la cena de Navidad.

– ¿Joseph Bernstein? -André Brockhard rió, pero su risa no se reflejó en sus ojos-. Debe de hacer ya muchos años.

– La Navidad de 1938. Antes de la guerra.

Brockhard asintió y miró con impaciencia hacia la puerta del establo.

– Tienes buena memoria, Helena. Eso está bien. Christopher debe estar con alguien que tenga buena cabeza. Puesto que él pierde la suya de vez en cuando. Por lo demás, es un buen chico, ya lo verás.

Helena sintió que el corazón empezaba a latirle con fuerza. Allí estaba pasando algo. El señor Brockhard le hablaba como a su futura nuera. Pero, en lugar de invadirle el miedo, fue la cólera lo que se impuso. Cuando volvió a tomar la palabra, ella pretendía hacerlo con voz amable, pero la furia se había adherido a su cuello como una soga, otorgándole un tono duro y metálico:

– No quisiera que hubiera malentendidos, Herr Brockhard.

Brockhard debió de notar el timbre de su voz, pues no quedaba ya, cuando le contestó, ni rastro del gesto cálido con que la había acogido al principio.

– En tal caso, hemos de aclarar esos malentendidos. Quiero que veas esto.

Sacó un documento que tenía en el bolsillo de la chaqueta roja, lo desdobló y se lo dio a leer.

«Bürgschaft», se leía en el encabezado del documento, que parecía un contrato. Helena ojeó el escrito sin comprender la mayoría de lo que allí se decía, salvo que mencionaba la casa de Wienerwald y que los nombres de su padre y de André Brockhard figuraban bajo sus respectivas firmas. La joven lo miró inquisitiva.

– Parece un aval -dijo al fin.