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– Es un aval -confirmó él-. Cuando tu padre comprendió que los créditos de los judíos iban a ser anulados y, por tanto, también los suyos, acudió a mí para pedirme que le avalase un crédito considerable para la refinanciación en Alemania. Algo a lo que yo, por desgracia, no tuve la suficiente entereza de negarme. Tu padre era un hombre orgulloso y, para que el aval no pareciese pura beneficencia, insistió en que la casa en la que tú y tu madre vivís ahora sirviese de garantía.

– ¿Por qué del aval y no del préstamo?

Brockhard la miró sorprendido.

– Buena pregunta. La respuesta es que el valor de la casa no era suficiente para cubrir el crédito que necesitaba tu padre.

– Pero la firma de André Brockhard sí era suficiente, ¿no?

El hombre sonrió y se pasó una mano por la nuca, robusta como la de un toro y cubierta de sudor por el calor del sol.

– Bueno, tengo alguna que otra propiedad en Viena.

Aquello era quedarse corto, cuando menos. Todos sabían que André Brockhard tenía grandes paquetes de acciones en las dos principales compañías industriales austríacas. Después de la Anschluss, la ocupación de Hitler en 1938, las compañías habían sustituido la producción de herramientas y maquinaria por la de armamento para las fuerzas del Eje, y Brockhard se había hecho multimillonario. Ahora, Helena acababa de enterarse de que también era propietario de la casa en la que ella vivía. Y sintió un nudo en el estómago.

– Pero no te preocupes, querida Helena -la animó Brockhard recuperando su tono cálido del principio-. No tengo intención de arrebatarle a tu madre la casa, como comprenderás.

El nudo que Helena tenía en el estómago seguía creciendo, pues comprendió que habría podido añadir: «ni tampoco pienso arrebatársela a mi futura nuera».

– ¡Venezia! -exclamó Brockhard.

Helena se volvió hacia la puerta del establo por donde el mozo salía de entre las sombras guiando un caballo de un intenso color blanco. Aunque por su mente cruzaba un torbellino de ideas, aquella visión la hizo olvidarlo todo por un instante. Era el caballo más hermoso que había visto en su vida, como si tuviese ante sí una creación sobrenatural.

– Un lipizzano -explicó Brockhard-. La raza mejor amaestrada del mundo. Importada de España en 1562. por Maximiliano II. Naturalmente, tú y tu madre habréis visto sus exhibiciones en el pueblo, en la Escuela Española de Equitación de Viena.

– Naturalmente.

– Es como un espectáculo de ballet, ¿verdad?

Helena asintió, sin poder apartar la vista del animal.

– Tienen vacaciones de verano hasta finales de agosto aquí en el parque. Por desgracia, nadie salvo los jinetes de la Escuela Española pueden montarlos. Un jinete inexperto podría hacerlos adquirir malas costumbres y echar por tierra años de entrenamiento.

El caballo estaba ensillado. Brockhard tomó las riendas y el mozo se hizo a un lado. El animal estaba totalmente inmóvil.

– Hay quien dice que es una crueldad enseñar a los caballos a danzar, que el animal sufre al tener que hacer cosas que van contra su naturaleza. Pero quienes así piensan, no han visto entrenar a estos caballos. Yo, en cambio, sí los he visto. Y, créeme, les encanta. ¿Sabes por qué?

Calló un instante durante el cual acarició el hocico del animal.

– Porque obedece al orden de la naturaleza. Dios, en su sabiduría, ha organizado el mundo de modo que las criaturas inferiores sean más felices cuando pueden servir y obedecer a las superiores. No hay más que observar la relación entre niños y adultos. O entre hombre y mujer. Incluso en los llamados países democráticos, los débiles ceden voluntariamente el poder a la elite, más fuerte e inteligente que ellos mismos. Así son las cosas. Y, puesto que todos somos criaturas de Dios, es responsabilidad de todo ser superior procurar que los inferiores se sometan.

– ¿Para que puedan ser felices?

– Exacto, Helena. Eres muy inteligente, para ser una… mujer tan joven.

Helena no habría sabido decir en cuál de las dos últimas palabras había puesto más énfasis.

– Es importante saber cuál es nuestro lugar, tanto para unos como para otros. Si oponemos resistencia, nunca seremos felices a la larga.

Palmeó el cuello de Venezia mientras contemplaba los grandes ojos castaños del animal.

– Tú no eres de los que oponen resistencia, ¿verdad?

Helena sabía que era a ella a quien dirigía la pregunta, y cerró los ojos al tiempo que intentaba respirar hondo, con ritmo pausado. Comprendía que lo que dijese en aquel momento podía resultar decisivo para el resto de su vida, que no podía permitirse ceder a la ira del momento.

– ¿Verdad?

De repente, Venezia relinchó y cabeceó hacia un lado, de modo que Brockhard resbaló sobre la gravilla, perdió el equilibrio y quedó suspendido de las riendas bajo el cuello del caballo. El mozo acudió corriendo pero, antes de que llegase, Brockhard ya había conseguido ponerse de pie, con el rostro enrojecido y sudoroso por el esfuerzo, y despachó airado al muchacho. Helena no pudo contener una sonrisa que, probablemente, no le pasó desapercibida a Brockhard. El hombre alzó la fusta contra el caballo, pero se contuvo y la bajó de nuevo. Pronunció en silencio, con sus labios en forma de corazón, un par de palabras que divirtieron aún más a Helena. Y entonces se acercó hasta ella, con la mano solícita de nuevo en su espalda:

– Bien, ya hemos visto bastante y tienes un trabajo que atender, Helena. Permíteme que te acompañe hasta el coche.

Se detuvieron junto a la escalera mientras el chófer se sentaba al volante para conducir el vehículo hasta donde ellos estaban.

– Espero y cuento con que te veremos por aquí muy pronto, Helena -le dijo al tiempo que le estrechaba la mano-. Por cierto que mi esposa me pidió que te diese saludos para tu madre. Creo incluso que dijo que quería invitaros a cenar una noche de éstas. No recuerdo cuándo dijo, pero ya os avisará.

Helena aguardó a que el chófer le hubiese abierto la puerta, antes de preguntar:

– ¿Sabe usted por qué el caballo amaestrado estuvo a punto de derribarlo, Herr Brockhard? -La joven vio cómo la calidez de sus ojos volvía a enfriarse-. Porque lo miró directamente a los ojos, Herr Brockhard. Los caballos interpretan la mirada directa como un desafío, como un indicio de que no se los respeta, ni se respeta su rango en la manada. Puesto que no soporta la mirada directa, puede reaccionar rebelándose, por ejemplo. Y sin respeto, tampoco se dejan amaestrar, con independencia de cuan superior sea su especie, Herr Brockhard. Cualquier domador de animales puede decírselo, señor. Hay especies para las que resulta intolerable que no se las respete. En el altiplano de Argentina hay una especie de caballo salvaje que se arroja por el precipicio más cercano antes de consentir que la monte un ser humano. Adiós, Herr Brockhard.

Helena volvió a sentarse en el asiento trasero del Mercedes y respiró temblorosa cuando la puerta del coche se cerró suavemente. Mientras recorrían el paseo del parque Lamzer, cerró los ojos y recreó la figura petrificada de André Brockhard perdiéndose a sus espaldas, en la polvareda.

Capítulo 34

VIENA

28 de Junio de 1944

– Buenas noches, meine Herrschaften. [17]

El pequeño y escuálido maître hizo una profunda reverencia mientras Helena pellizcaba en el brazo a Urías, que no pudo evitar reírse. No habían dejado de reír en todo el camino desde el hospital, a causa del caos que habían originado. En efecto, al comprobar que Urías era un pésimo conductor, Helena le exigió que detuviese el coche cada vez que se encontrasen con otro vehículo en la angosta carretera hacia Hauptstrasse.

Pero, en lugar de seguir su sugerencia, Urías se puso a tocar la bocina, con lo que los coches con que se iban cruzando se apartaban a un lado de la carretera, cuando no se detenían totalmente. Por suerte, no eran muchos los vehículos que aún circulaban por Viena, así que lograron llegar sanos y salvos a Weihburggasse, en el centro, antes de las siete y media.

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[17] Señores (señor y señorita)