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El camarero miró fugazmente el uniforme de Urías antes de comprobar el libro de reservas, con el entrecejo fruncido. Helena leía por encima de su hombro. La música de la orquesta apenas se superponía al bullicio de la conversación y las risas que se alzaban bajo las arañas de cristal suspendidas de las arcadas de los techos dorados sustentadas por blancas columnas corintias.

«Así que éste es el restaurante Drei Husaren», se dijo satisfecha. Era como si los tres peldaños de la entrada los hubiesen trasladado como por encanto de una ciudad en guerra a un mundo en que las bombas y demás contratiempos careciesen de importancia. Se decía que Richard Strauss y Arnold Schönberg habían sido clientes habituales de aquel establecimiento, puesto que aquél era el lugar donde se reunían los vieneses adinerados, cultos y tolerantes. Tan tolerantes que a su padre nunca se le había ocurrido llevar allí a la familia.

El encargado carraspeó. Helena notó que los galones de cabo de Urías no lo habían impresionado, aunque puede que sí lo hiciese el extraño nombre extranjero que tenía anotado en el libro de reservas.

– Su mesa está lista. Por aquí, si son tan amables -dijo el hombre al tiempo que tomaba dos cartas, les dedicaba una sonrisa insulsa y se adelantaba por el local, que estaba totalmente lleno.

– Señores -dijo el encargado indicándoles el lugar.

Urías miró a Helena con una sonrisa resignada. Les habían dado una mesa aún por preparar, situada junto a la puerta giratoria de la cocina.

– Su camarero vendrá enseguida -dijo el maître antes de esfumarse.

Helena miró a su alrededor y se echó a reír:

– ¡Mira! -exclamó-. Ésa era nuestra mesa.

Urías volvió a mirar. Y, en efecto: ante el escenario de la orquesta, un camarero se afanaba en recoger una mesa para dos que tenían preparada.

– Lo siento -se lamentó Urías-. Se me escapó poner el grado de «mayor» delante de mi nombre cuando llamé para reservar. Supongo que confié en que tu belleza compensaría mi falta de galones de oficial.

Ella le tomó la mano y, en ese preciso momento, la orquesta comenzó a entonar un csardas.

– Tocan para nosotros -dijo Urías.

– Es posible -dijo ella bajando la vista-. Y si no, no importa. La música que estás escuchando es música de gitanos. Es hermosa cuando son los gitanos quienes la interpretan. Pero ¿tú ves alguno por aquí?

Él movió la cabeza, pero sin apartar la vista de ella, estudiando su rostro como si fuese importante grabar en su retina cada rasgo, cada pliegue de su piel, cada cabello.

– Han desaparecido todos. Y los judíos también. ¿Tú crees que son ciertos los rumores?

– ¿Qué rumores?

– Sobre los campos de concentración.

Él se encogió de hombros.

– En tiempos de guerra, circulan todo tipo de rumores. Yo, por mi parte, me sentiría bastante seguro como prisionero de Hitler.

La orquesta empezó a entonar una pieza a tres voces en una lengua extranjera, y algunos de los huéspedes corearon la canción.

– ¿Qué es eso? -preguntó Urías.

– Un Verbunkos -aclaró Helena-. Una especie de canción militar, igual que la canción noruega que me cantaste en el tren. Los compusieron para reclutar jóvenes húngaros para las guerras de los Rákóczi. ¿De qué te ríes?

– De todas las cosas raras que sabes. ¿Entiendes lo que cantan?

– Un poco. ¡Deja de reír! -le recriminó ella con una sonrisa-. Beatrice es húngara y ella solía cantarme, así que aprendí alguna que otra palabra en húngaro. Trata de héroes olvidados y de ideales y cosas así.

– Olvidados -repitió él tomando su mano-. Igual que lo será un día esta guerra.

El camarero se había acercado a la mesa sin que ellos lo notasen, y carraspeó discretamente para que advirtiesen su presencia.

– ¿Desean pedir ya, meine Herrschaften?

– Sí -dijo Urías-. ¿Qué nos recomienda hoy?

– Hähnchen.

– ¿Pollo? Suena bien. Quizá pueda usted elegirnos un buen vino, ¿verdad Helena?

Los ojos de Helena recorrían la carta.

– ¿Por qué no figuran los precios?

– La guerra, Fräulein. Cambian de un día para otro.

– ¿Y cuánto cuesta el pollo?

– Cincuenta chelines.

Helena vio palidecer a Urías por el rabillo del ojo.

– Sopa gulasch -declaró la joven-. No hace mucho que hemos comido y tengo entendido que aquí son expertos en platos húngaros. ¿No quieres probarla, Urías? Cenar dos veces al día no es nada saludable.

– Yo… -comenzó Urías.

– Y un vino ligero -lo interrumpió Helena.

– ¿Dos sopas gulasch y un vino ligero? -preguntó el camarero enarcando una ceja.

– Creo que me ha entendido perfectamente, camarero -dijo Helena con una esplendorosa sonrisa.

Los dos jóvenes no dejaron de mirarse hasta que el camarero hubo desaparecido por la puerta de la cocina, y se echaron a reír.

– ¡Estás loca! -la acusó él entre risas.

– ¿Yo? ¡No he sido yo quien te ha invitado al Drei Elusaren con menos de cincuenta chelines en el bolsillo!

Urías sacó un pañuelo del bolsillo y se inclinó hacia ella.

– ¿Sabe usted una cosa, Fräulein Lang? -dijo mientras le secaba las lágrimas que le habían provocado tantas risas-. La amo. La amo sinceramente.

En ese preciso instante, sonó la alarma.

Cuando Helena evocaba aquella noche, se veía siempre obligada a preguntarse hasta qué punto la rememoraba como había sido, si las bombas cayeron tan seguidas como ella lo recordaba, si después, cuando entraron en la nave central de la catedral de San Esteban, todos se volvieron de verdad a mirar… Pero aunque la última noche que pasaron juntos en Viena quedase envuelta en un velo de irrealidad, su corazón se sentía reconfortado con su recuerdo en los fríos días de invierno. Y cuando pensaba en ese mismo instante de aquella noche de verano, había días que reía y días que lloraba, sin saber por qué.

Cuando sonó la alarma, el ruido cesó de inmediato. Por un segundo, todo el restaurante quedó como en una foto fija, todos quietos y en silencio, hasta que se oyeron las primeras maldiciones que retumbaron bajo los dorados techos del establecimiento.

– Hunde!

– Schesse! ¡Si no son más que las ocho!

Urías meneó la cabeza.

– Los ingleses deben de estar locos -comentó-. Ni siquiera ha anochecido aún.

De repente, todos los camareros corrían de una mesa a otra mientras el maître les gritaba las instrucciones.

– ¡Fíjate! -observó Helena-. Es posible que el restaurante quede en ruinas dentro de unos minutos, y lo único en lo que piensan es en cobrar las notas de todos los comensales antes de que se marchen.

Un hombre con un traje oscuro saltó al escenario, donde los miembros de la orquesta ya recogían sus instrumentos.

– ¡Escuchen! -dijo a voz en grito-. Rogamos a todos aquellos que hayan pagado que se dirijan al refugio más próximo, que se encuentra en el subterráneo de Weihburggasse 20. Por favor, vayan en silencio y presten atención. Cuando salgan, giren a la derecha y caminen unos doscientos metros calle abajo. Busquen a los hombres que llevan brazalete rojo, ellos les indicarán adonde tienen que dirigirse. Y tómenselo con calma, aún tienen tiempo hasta que lleguen los aviones.

En ese mismo instante se oyó el estruendo del primer bombardeo. El hombre que hablaba desde el escenario intentaba decir algo más, pero las voces y los gritos del restaurante ahogaron sus palabras y al final abandonó, se persignó, bajó del escenario y desapareció.