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La gente se apresuraba hacia la salida, donde ya se agolpaba un montón de personas aterrorizadas. Una mujer gritaba en el guardarropa: «Mein regenschirm!», ¡mi paraguas!, pero no había nadie en el servicio de guardarropa. Un nuevo estruendo, más cerca en esta ocasión. Helena miró la mesa vecina abandonada, donde dos copas medio vacías tintineaban una contra otra debido a las vibraciones de la sala, emitiendo un sonido como un canto a dos voces. Dos mujeres jóvenes transportaban a un hombre muy borracho, grande como una morsa, hacia la puerta de salida. Llevaba la camisa por fuera y tenía una sonrisa bobalicona.

En no más de dos minutos, el local quedó totalmente vacío y una extraña calma se adueñó del lugar. Lo único que se oía era un leve sollozo procedente del guardarropa, donde la mujer había dejado de gritar pidiendo su paraguas y, rendida, apoyaba la frente sobre el mostrador. Los platos seguían medio vacíos sobre los manteles blancos, al igual que las botellas abiertas. Urías sostenía la mano de Helena. Un nuevo estruendo hizo vibrar las arañas de cristal despertando de su letargo a la mujer del guardarropa, que echó a correr entre gritos.

– Al fin solos -dijo Urías.

La tierra se estremeció bajo sus pies y un montón de partículas doradas llovieron del techo centelleando en el aire. Urías se levantó y le tendió el brazo.

– Nuestra mejor mesa acaba de quedar libre, Fräulein. Si me permite…

Ella tomó su brazo, se levantó y avanzó hacia el escenario. Apenas si percibió el penetrante silbido. El fragor de la explosión fue ensordecedor e hizo que el polvo quedara suspendido en el aire, como una tormenta de arena procedente de las paredes, abriendo incluso las ventanas que daban a la calle Weihburggasse. Se produjo un apagón.

Urías encendió las velas del candelabro que había en la mesa, acercó una silla, tomó una servilleta entre el pulgar y el índice, y la desplegó en el aire para después dejarla aterrizar en el regazo de Helena.

– Hähnchen und Prädikatswein? [18] -preguntó mientras retiraba discretamente los restos de cristal que había esparcidos sobre la mesa, los platos y el cabello de Helena.

Tal vez fuesen las velas y el polvo dorado que brillaba en el aire mientras fuera caía la noche, tal vez el aire refrescante que entraba por las ventanas abiertas ofreciéndoles un respiro en el caluroso estío. O tal vez fuese tan sólo su propio corazón, la sangre que parecía precipitarse por sus venas para vivir aquel instante con más intensidad. Porque ella lo recordaba con música, pero no era posible, pues la orquesta ya se había marchado. ¿Habría sido la música sólo un sueño?

Muchos años después, cuando estaba a punto de tener a su hija, cayó en la cuenta, por casualidad, de qué fue lo que la hizo pensar en aquella música imposible. Sobre la cuna recién comprada, el padre de su hija había colgado un juguete con bolas de cristal de distintos colores, y una noche en que lo vio agitarlo, ella reconoció enseguida la música. Y comprendió.

Habían sido las grandes arañas de cristal del restaurante Drei Husaren las que habían tocado para ellos. Un hermoso tañer como de campanas mientras ellos se mecían al ritmo de las sacudidas de la tierra y Urías entraba en la cocina y salía con una fuente de Salzburger Nockerl y tres botellas de Heuriger de la bodega, donde encontró a uno de los camareros sentado en un rincón con una botella en la mano. El hombre no hizo nada por detener a Urías, sino que, al contrario, asintió animándolo cuando él le mostró las botellas que había elegido.

Después, dejó sus cuarenta chelines bajo el candelabro y ambos salieron a la cálida noche de junio.

En Weihburgasse reinaba el más completo silencio, pero el aire estaba cargado del olor a humo, polvo y tierra.

– Demos un paseo -propuso Urías.

Sin que ninguno de los dos hiciese el menor comentario sobre hacia dónde irían, giraron a la derecha por la calle Kärntner y, de pronto, se vieron en una plaza de San Esteban totalmente desolada.

– ¡Dios santo! -exclamó Urías.

La enorme catedral que tenían ante sí se alzaba imponente en la madrugada.

– ¿Es la catedral de San Esteban? -preguntó atónito,

– Sí.

Helena miró hacia arriba y siguió con la vista la Südturm, la altísima aguja que se elevaba alta hacia un cielo donde empezaban a brillar las primeras estrellas.

Lo siguiente que recordaba Helena era la imagen de ellos dos dentro de la catedral, las caras pálidas de la gente que había buscado refugio allí, el sonido del llanto de los niños y de la música del órgano. Avanzaron hacia el altar, cogidos del brazo, ¿o tal vez también fuese aquello un sueño? ¿No había sucedido aquello, no la había abrazado y le había dicho de repente que ella tenía que ser suya, y que ella le había susurrado que «sí, sí, sí», mientras la gran nave de la iglesia se adueñaba de sus palabras y las elevaba hacia la amplia cúpula, hacia la imagen de la paloma y el crucificado, y que allí esas palabras se repetían una y otra vez hasta que parecía que tenían que ser ciertas? Hubiese ocurrido o no, aquellas palabras fueron más ciertas que las que había estado meditando desde su conversación con André Brockhard:

– No puedo irme contigo.

Eso también lo dijo, pero ¿cuándo? ¿dónde?

Ella se lo había dicho a su madre aquella misma tarde, que no se marcharía; pero no llegó a explicarle la razón. La mujer había intentado consolarla, pero Helena no soportaba su voz, su tono chillón y autosuficiente, y se encerró en el dormitorio. Entonces llegó Urías, llamó a la puerta y ella decidió dejar de pensar, abandonarse sin temor, sin imaginar nada más que un abismo infinito. Puede que él se hubiese percatado de ello en cuanto ella le abrió la puerta, tal vez hubiesen alcanzado un acuerdo tácito allí mismo, en el umbral, un acuerdo según el cual vivirían el resto de sus vidas de las horas que les quedaban hasta que partiese el tren.

– No puedo irme contigo.

El nombre de André Brockhard le había dejado un sabor a hiél en la lengua. Ella lo escupió. También le contó todo lo demás: el documento del aval, el riesgo que corría su madre de quedarse en la calle, la imposibilidad de su padre de volver a una vida decente, Beatrice, que no tenía ninguna familia a la que acudir. Sí, lo dijo todo, pero ¿cuándo? ¿Se lo había dicho allí, en la catedral? ¿O después, cuando recorrieron las calles hasta llegar a Filharmonikerstrasse, cuyas aceras aparecían cubiertas de cascotes y de vidrios rotos?

Las llamas rojizas que salían por las ventanas del viejo edificio de la pastelería les iluminaron el camino cuando entraron corriendo en la suntuosa recepción del hotel, ahora desierto y sumido en la oscuridad. Encendieron una cerilla, tomaron una llave cualquiera de las que colgaban en la pared y subieron a toda prisa las escaleras, cuya moqueta era tan gruesa que amortiguaba el menor ruido, y pudieron avanzar como espectros revoloteando por los pasillos en busca de la habitación 342. Una vez allí, fueron arrancándose la ropa abrazados, como si estuviese también en llamas, y luego, cuando el aliento de él le quemaba la piel, ella lo arañó hasta que brotó la sangre para, después, besarle las heridas. Helena repitió sus palabras hasta que empezaron a sonar como un conjuro: «No puedo irme contigo».

Cuando volvió a sonar la alarma, anunciando que el bombardeo había terminado por esta vez, vio que estaban abrazados sobre las sábanas ensangrentadas y no podía dejar de llorar.

Después, todo se confundió en un torbellino de cuerpos, sueño y ensoñaciones. No sabía cuándo habían estado haciendo el amor de verdad y cuándo había sido un sueño. La despertó a media noche el ruido de la lluvia y la intuición instintiva de que él se había marchado; se dirigió a la ventana y contempló la calle, que la lluvia limpiaba de los restos de tierra y cenizas.

El agua corría por las aceras y un paraguas abierto y sin dueño planeaba en dirección al Danubio. Volvió a la cama y se tumbó de nuevo. Cuando despertó, ya era de día, las calles estaban secas y él estaba a su lado conteniendo la respiración. Helena miró el reloj que había sobre la mesilla de noche. Aún faltaban dos horas para que saliera el tren. Le acarició la frente.

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[18] Pollo y Prädikatswein (tipo de vino alemán y austriáco)