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– Así es. Pero el miércoles me va bien.

Le pagó el traje con billetes de cien y, mientras los contaba, la joven le aseguró:

– Desde luego, se lleva usted un traje que le durará toda la vida.

La risa que provocó el comentario siguió resonando en los oídos de la joven mucho después de que el anciano se hubiese marchado.

Capítulo 40

HOLMENKOLLÅSEN

3 de Marzo de 2000

En la calle Holmenkollveien de Besserud, Harry encontró el número que buscaba y que correspondía a una gran casa pintada de marrón que surgía a la sombra de unos abetos gigantescos. Un camino de grava conducía hasta la casa y Harry lo siguió con el coche hasta llegar a la explanada, donde dio la vuelta completa con el fin de aparcar cuesta abajo para salir pero, cuando redujo a primera, el coche empezó a toser bruscamente y dejó de respirar. Harry lanzó una maldición e hizo girar la llave de encendido, pero el motor sólo respondió con un quejido.

Salió del coche y se encaminó a la casa cuando una mujer salía por la puerta. Al parecer, no lo había oído llegar y, al verlo, se detuvo en la escalinata con una sonrisa inquisitiva.

– Buenos días -dijo Harry señalando el coche-. No está del todo sano. Necesita… medicina.

– ¿Medicina? -preguntó la mujer con voz cálida y profunda.

– Sí, me temo que ha pillado esa gripe que hay ahora.

La mujer sonrió aún más. Tendría unos treinta años y llevaba un abrigo negro sencillo y elegante de esos que, según Harry intuyó, eran muy caros.

– Iba a salir -dijo la mujer-. ¿Venías aquí?

– Eso creo. ¿Vive aquí Sindre Fauke?

– Casi -respondió ella-. Pero llegas con varios meses de retraso. Mi padre se ha trasladado a vivir a la ciudad.

Harry se había acercado ya lo suficiente como para comprobar que era guapa. Y había algo en su modo relajado de expresarse, en su forma de mirarlo a los ojos, que le indicaba que era, además, una persona segura de sí misma. Una mujer profesionalmente activa, adivinó. Algún trabajo que exija un cerebro frío y racional. En el mundo inmobiliario, como subdirectora de banco, en la política o algo por el estilo. En cualquier caso, con buena posición económica, de eso estaba bastante seguro. No sólo por el abrigo y por las proporciones colosales de la casa de la que acababa de salir, sino por su porte y por sus pómulos salientes y aristocráticos. Bajó los peldaños colocando los pies uno tras otro, como si estuviese haciendo equilibrio sobre una cuerda, con ligereza. «Clases de ballet», pensó Harry.

– ¿Qué puedo hacer por ti?

La pronunciación de las consonantes era definida, el tono de su voz, con énfasis en la primera persona, era tan marcado que parecía teatral.

– Soy de la policía -dijo él al tiempo que buscaba en sus bolsillos la identificación.

Pero ella le hizo una seña, acompañada de una sonrisa, indicándole que no era necesario.

– Me gustaría hablar con tu padre.

Harry notó irritado que empezaba a hablar con más solemnidad de la que solía.

– ¿Por qué?

– Estamos buscando a alguien y espero que tu padre pueda ayudarnos a encontrarlo.

– ¿A quién buscan?

– Me temo que ése es un dato que no puedo revelar.

– De acuerdo -asintió la joven, como si lo hubiese estado sometiendo a una prueba que Harry pareció superar.

– Pero, por lo que me has dicho, ya no vive aquí… -dijo Harry haciéndose sombra con la mano.

Las manos de la mujer eran delicadas. «Clases de piano», pensó Harry. Y tenía arrugas en torno a los ojos, así que tal vez tuviese más de treinta, después de todo.

– Pues no, ya no vive aquí -confirmó la mujer-. Se ha mudado a Majorstuen; la dirección es calle Vibe 18. Si no lo encuentras allí, búscalo en la biblioteca de la universidad.

La biblioteca de la universidad. Pronunció aquellas palabras con total claridad, sin omitir una sola sílaba.

– Calle Vibe número 18. Entiendo.

– Muy bien.

– Sí.

Harry asintió y siguió asintiendo, como uno de esos perros que los conductores llevan en la bandeja del coche. Ella sonreía con los labios apretados y alzó las cejas como para indicar que eso era todo, que la reunión había terminado puesto que no había más preguntas.

– Entiendo -repitió Harry.

La mujer tenía las cejas oscuras y totalmente simétricas. «Depiladas, seguro -se dijo Harry-. Depiladas, aunque no se note.»

– Tengo que irme ya -dijo la mujer-. Voy a perder el tranvía…

– Entiendo -dijo Harry por tercera vez, sin hacer amago de marcharse.

– Espero que lo encuentren. A mí padre, quiero decir.

– Seguro que sí.

– Buenos días.

La mujer echó a andar. La gravilla crujía bajo sus tacones.

– Verás, tengo un pequeño problema… -explicó Harry.

– Muchas gracias -dijo Harry.

– No hay de qué -contestó ella-. ¿Seguro que no es demasiado rodeo para ti?

– Desde luego que no. Como te dije, yo también iba en esa dirección -aseguró Harry mirando preocupado los finos y sin duda carísimos guantes de piel que se habían ensuciado con el barro de la parte trasera del Escort.

– La cuestión es si este coche aguantará hasta allí -le advirtió Harry.

– Sí, parece haber pasado muchas penalidades -convino ella, señalando el agujero que había bajo el salpicadero, donde un montón de cables de color rojo y amarillo sobresalía del lugar en que tendría que haber estado la radio.

– Me robaron -explicó Harry-. Por eso tampoco puedo cerrar la puerta, porque también dañaron la cerradura.

– ¿Así que ahora puede entrar cualquiera?

– Pues sí, es lo que ocurre cuando ya se es lo bastante viejo.

Ella rió.

– ¿Ah, sí?

Volvió a observarla fugazmente. Tal vez fuese una de esas mujeres cuyo aspecto no cambia con la edad, de las que aparentan treinta desde los veinte hasta los cincuenta. Le gustaba su perfil, la delicadeza de sus líneas. Su piel tenía un tono cálido y natural en lugar de ese moreno sin brillo que las mujeres de su edad solían adquirir en el solarium en el mes de febrero. Se había desabotonado el abrigo, de modo que ahora podía ver su cuello, largo y delgado. Miró sus manos, que reposaban en su regazo.

– Está en rojo -le advirtió ella con calma.

Harry dio un frenazo.

– Lo siento -se disculpó.

¿Qué estaba haciendo? ¿Mirarle las manos para ver si llevaba alianza? ¡Por Dios santo!

Miró a su alrededor y, de repente, se dio cuenta de dónde estaban.

– ¿Algún problema? -preguntó ella.

– No, qué va -respondió Harry. El semáforo cambió a verde y pisó el acelerador-. Es sólo que no tengo muy buenos recuerdos de este lugar.

– Yo tampoco -aseguró la mujer-. Hace unos años pasé por aquí en tren justo después de que un coche de la policía, que atravesó las vías del ferrocarril, se estrellase contra aquel muro de allí -dijo señalando el lugar-. Fue horrible. Uno de los agentes seguía colgado del poste de la valla, como un crucificado. Pasé varias noches sin poder conciliar el sueño, después de aquello. Decían que el policía que iba al volante estaba borracho.

– ¿Quién dijo tal cosa?

– Un compañero de estudios. De la Escuela Superior de Policía.

Pasaron la estación de Frøen. La de Vindern ya había quedado atrás; muy atrás, pensó Harry.

– ¿Así que estudiaste en la Escuela Superior de Policía? -le preguntó.

– ¡No! ¿Estás loco? -volvió a reír la mujer. A Harry le gustaba su risa-. Estudié derecho en la universidad.

– Yo también -afirmó Harry-. ¿Cuándo?

«Qué astuto eres, Hole», se felicitó.

– Terminé en el noventa y dos.

Harry sumaba y restaba años… Es decir, por lo menos, treinta.

– ¿Y tú?

– En el noventa -contestó Harry.