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– ¿En pocas palabras? -le preguntó el anciano con una voz que no había oído desde hacía cincuenta años, que surgió como el grito cavernoso y áspero de un hombre en cuyas cuerdas vocales resonaba la angustia.

– Bueno, verá, es una cuestión de…

– Se lo ruego, doctor. Yo ya he visto la muerte cara a cara.

Había pronunciado aquellas palabras reforzando la voz, había elegido unos términos que obligasen a su voz a sonar segura, tal y como deseaba que la oyera el doctor Buer. Tal y como deseaba oírla él mismo.

La mirada del doctor había huido de la mesa, deslizándose por el desgastado parqué hasta la calle, a través del sucio cristal de la ventana. Se había escondido allá fuera durante un instante antes de volver a encontrarse con la suya. Sus manos habían dado con un paño con el que limpiaba las gafas sin cesar.

– Ya sé que tú…

– Usted no sabe nada, doctor. -El anciano se oyó a sí mismo reír con una risa breve y seca-. No se lo tome a mal, se lo ruego, Buer, pero créame: usted no sabe nada.

Advirtió el desconcierto de Buer y, en aquel mismo instante, se dio cuenta de que el grifo del lavabo que había en la pared opuesta de la consulta goteaba persistente, un nuevo sonido, como si, de repente y de forma inexplicable, hubiese recuperado los sentidos de un joven de veinte años. Buer se puso por fin las gafas, tomó un papel, como si las palabras que iba a pronunciar estuviesen allí plasmadas, y carraspeó levemente, antes de declarar:

– Vas a morir.

El anciano habría preferido que lo tratase de «usted».

Se detuvo ante una aglomeración de gente y oyó las notas de una guitarra y una voz que entonaba una canción sin duda antigua para todos los demás, salvo para él. Ya la había escuchado antes, desde luego; seguro que hacía cerca de medio siglo, pero él lo sentía como si hubiese sido ayer. Y lo mismo le sucedía con todo: cuanto más lejano en el tiempo, más cercano y claro lo veía. Ahora era capaz de recordar cosas que no había rememorado desde hacía años o incluso nunca. Aquello que, hasta entonces, se había visto obligado a leer en sus diarios de la guerra, podía evocarlo ahora con tan sólo cerrar los ojos y verlo discurrir por su retina como una película.

– En cualquier caso, debe de quedarte al menos un año de vida.

Una primavera y un verano. Podía ver cada hoja amarillenta de los árboles del parque Studenterlunden como si le hubiesen puesto unas gafas nuevas, más potentes. Los mismos árboles de 1945, ¿o no eran los mismos? En aquella ocasión no los había visto con demasiada claridad; aquel día nada se veía claro. Rostros sonrientes, rostros iracundos, gritos que apenas llegaban a donde él se encontraba, la puerta del coche que se cerró, si él tenía o no lágrimas en los ojos, pues cuando recordó las banderas con que la gente corría por las aceras, las recordaba rojas y difusas. Sus vítores: ¡Ha vuelto el príncipe heredero!

Subió la pendiente hasta el palacio, donde un grupo de personas se habían reunido para ver el cambio de guardia. El eco de las órdenes de la guardia real y los chasquidos de las culatas de las escopetas y de los tacones de las botas resonaba contra el muro amarillento de la fachada. Una joven pareja japonesa abrazada en medio de la gente contemplaba risueña el espectáculo. Él cerró los ojos, intentó evocar el olor de los uniformes y del lubricante de armas. Naderías y decoración, allí no había nada que oliera como había olido su guerra.

Volvió a abrir los ojos. ¿Qué sabían ellos? ¿Qué sabían aquellos soldaditos vestidos de negro, simples figuras de desfile, de unos actos simbólicos que ellos eran demasiado inocentes para comprender y demasiado jóvenes para sentir? Pensó de nuevo en aquel día, en los jóvenes noruegos vestidos de soldados, o en los soldados suecos, como los llamaban. A sus ojos eran soldados de juguete que no sabían cómo llevar un uniforme y menos aún cómo tratar a un prisionero de guerra. Estaban asustados y mostraban una actitud brutal, y, con los pitillos entre los labios y con el aspecto atrevido que les prestaban las gorras ladeadas, se aferraban a sus recién adquiridas armas e intentaban sobreponerse al miedo apretando el cañón contra la espalda de los arrestados.

– ¡Cerdo nazi! -decían mientras los golpeaban, como para obtener en un instante el perdón de sus pecados.

Respiró hondo, saboreó el cálido día otoñal pero, en ese mismo momento, apareció el dolor. Retrocedió un paso con pie vacilante. Agua en los pulmones. Dentro de doce meses, tal vez antes, la inflamación y el dolor harían salir el agua que luego se acumularía en los pulmones. Según decían, eso era lo peor.

«Vas a morir.»

Y entonces vino el ataque de tos, tan violento que quienes se hallaban a su lado se apartaron involuntariamente.

Capítulo 4

MINISTERIO DE ASUNTOS EXTERIORES, VICTORIA TERRASSE

5 de Octubre de 1999

El consejero de Asuntos Exteriores Bernt Brandhaug atravesó el pasillo a grandes zancadas. Hacía treinta segundos que había dejado su despacho y tardaría otros cuarenta y cinco en llegar a la sala de reuniones. Alzó los hombros bajo la chaqueta y sintió que la rellenaban más que de sobra y que los músculos de la espalda se tensaban contra el tejido. Latissimus dorsi -musculatura de la espalda-. Tenía sesenta años, pero no aparentaba más de cincuenta. No era él hombre que se preocupase por su aspecto, pero estaba convencido de que era un individuo agradable a la vista. Eso sí, sin haberse visto obligado a hacer mucho más que dedicarse al deporte que le gustaba, añadir un par de sesiones de rayos UVA en invierno y quitarse los cabellos grises que de vez en cuando crecían en sus pobladas cejas.

– ¡Hola, Lise! -saludó en voz alta al pasar ante la fotocopiadora.

La joven en prácticas dio un respingo y sólo tuvo tiempo de lanzarle una tímida sonrisa antes de que él desapareciese por la siguiente esquina. Lise acababa de terminar la carrera de derecho y era hija de un compañero de carrera. Había empezado a trabajar allí hacía menos de tres semanas. Y, desde aquel instante, supo que el consejero, el más alto funcionario de aquella casa, la conocía. ¿Podría aquel hombre seducirla? Probablemente. No es que fuese a ocurrir. Necesariamente.

Antes de llegar a la puerta abierta, oyó el murmullo de las voces. Miró el reloj: 75 segundos. Y entró. Lanzó una fugaz mirada por la sala y constató que habían acudido los representantes de todas las instancias convocadas.

– Vaya, de modo que tú eres Bjarne Møller, ¿me equivoco? -preguntó al tiempo que, con una amplia sonrisa, le tendía la mano a un hombre alto y delgado que estaba sentado junto a la comisario jefe Anne Størksen-. Y tú eres JG, ¿verdad, Møller? Tengo entendido que participas en la carrera de relevos de Holmenkollen, ¿no?

Aquél era uno de los trucos de Brandhaug: conseguir cierta información sobre las personas a las que veía por primera vez, algún dato que no figurase en sus currículos. Aquello los hacía sentirse inseguros. El hecho de haber usado las siglas JG -la abreviatura de uso interno para referirse al jefe de grupo- le había causado especial satisfacción. Brandhaug se sentó, le hizo un guiño a su viejo amigo Kurt Meirik, jefe del Centro Nacional de Inteligencia, y escrutó a los demás congregados en torno a la mesa.

Nadie sabía aún quién tomaría el mando, pues se trataba de una reunión de representantes del mismo nivel, al menos en teoría, procedentes del gabinete del primer ministro, el distrito policial de Oslo, el servicio secreto de Defensa, las tropas de la reserva militar y su propio gabinete del Ministerio de Asuntos Exteriores. La reunión la habían convocado desde el GPM -el gabinete del primer ministro-, pero no cabía duda de que serían el distrito policial de Oslo, representado por Anne Størksen y el Centro Nacional de Inteligencia, el CNI, con Kurt Meirik al frente, quienes, llegado el momento, asumirían la responsabilidad operacional. El secretario del gabinete del primer ministro parecía dispuesto a tomar las riendas.