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– Entonces, recordarás el concierto de Raga Rockers en el festival Justivalen del ochenta y ocho, ¿no?

– Por supuesto. Estuve allí. En los jardines.

– ¡Yo también! ¿No fue fantástico? -dijo ella con una mirada de entusiasmo.

«¿Dónde? -se preguntó Harry-. ¿Dónde estabas?»

– Sí, estuvo bien.

Harry no recordaba gran cosa del concierto, pero de repente se acordó de todas aquellas niñas bien tan simpáticas que solían aparecer cada vez que tocaba Raga.

– Pero, si tú y yo estudiamos más o menos al mismo tiempo, seguro que tenemos amigos comunes, ¿no?

– Lo dudo. Yo era policía entonces y no solía andar mucho en el ambiente estudiantil.

Atravesaron en silencio la calle Industrigata.

– Puedes dejarme aquí -dijo ella.

– ¿Es aquí a donde vas?

– Sí, aquí está bien.

Giró para acercarse a la acera y ella se volvió hacia él. Un fino mechón de su cabello le caía sobre el rostro. Su mirada era dulce y valiente a un tiempo. Ojos castaños. De repente, de la forma más inesperada, se le ocurrió una idea descabellada: quería besarla.

– Gracias -dijo ella con una sonrisa.

Tiró de la manivela para abrir la puerta. Pero no pasó nada.

– Lo siento -se disculpó Harry inclinándose hacia ella e inspirando su aroma-. La cerradura…

Le dio a la puerta un buen empujón hasta que se abrió. Se sintió como si hubiese bebido.

– Bueno, puede que nos veamos otra vez -dijo ella.

– Sí, puede.

Sintió deseos de preguntarle adónde iba, dónde trabajaba, si le gustaba su trabajo, qué otras cosas le gustaban, si tenía novio, si querría ir a un concierto aunque no fuese de Raga. Pero, por suerte, era demasiado tarde: ella ya dirigía sus pasos de bailarina por la acera de Sporveisgata.

Harry suspiró. Hacía media hora que la había conocido y ni siquiera sabía cómo se llamaba. Tal vez se hubiese adelantado a la crisis de los cincuenta.

Miró el espejo retrovisor e hizo un giro totalmente contrario al reglamento. La calle Vibe estaba allí al lado.

Capítulo 41

CALLE VIBE, MAJORSTUA

3 de Marzo de 2000

Cuando Harry llegó jadeante a la cuarta planta, un hombre lo esperaba en el umbral de la puerta con una amplia sonrisa.

– Siento que haya tantos escalones -dijo al tiempo que le estrechaba la mano y se presentaba-. Sindre Fauke.

Sus ojos conservaban la juventud, pero el rostro parecía haber sufrido dos guerras mundiales. Como mínimo. Tenía peinado hacia atrás lo que quedaba de su cabello cano y, bajo el jersey de montaña, llevaba una camisa roja de leñador. Su apretón de manos fue firme y acogedor.

– Acabo de preparar café -le dijo-. Y ya sé lo que quieres.

Entraron en la sala de estar, que estaba decorada como un lugar de trabajo, con un escritorio en el que había un ordenador. Los papeles se apilaban por todas partes y los libros y periódicos se amontonaban cubriendo las mesas y el suelo, a lo largo de las paredes.

– Aún no he terminado de ordenar esto -le explicó a Harry al tiempo que le despejaba un sitio en el sofá.

Harry miró a su alrededor. No había ningún cuadro, tan sólo un almanaque de los supermercados RIMI, con fotografías de Nordmarka.

– Estoy trabajando en un proyecto bastante importante del que, espero, saldrá un libro. Una historia de la guerra.

– ¿No hay nadie que haya escrito ya ese libro?

Fauke rió de buena gana.

– Sí, puede decirse que sí. Aunque aún no lo han hecho como es debido. Y éste, en concreto, trata de mi guerra.

– Ah, muy bien. ¿Por qué lo haces?

Fauke se encogió de hombros.

– Aun a riesgo de sonar pretencioso, te diré que quienes estuvimos allí, tenemos la responsabilidad de transmitir nuestras experiencias a la posteridad antes de dejar este mundo. O al menos, así lo veo yo.

Fauke se fue a la cocina y le gritó desde allí:

– Even Juul me llamó y me avisó de que recibiría una visita. El Centro Nacional de Inteligencia, si no recuerdo mal.

– Sí. Pero Juul me dijo que vivías en Holmenkollen.

– Even y yo no tenemos demasiado contacto y, como el traslado es sólo temporal, hasta que termine el libro, he mantenido el número de teléfono.

– En fin. Fui a la otra casa y allí conocí a tu hija. Ella me dio esta dirección.

– ¿De modo que estaba en casa? Bueno, tendrá algunos días libres.

«¿En qué trabajo los ha pedido?», estuvo a punto de preguntar Harry cuando cayó en la cuenta de que sonaría un tanto extraño.

Fauke volvió con una gran cafetera humeante y un par de tazas.

– ¿Solo? -preguntó mientras colocaba las tazas sobre la mesa.

– Sí, gracias.

– Mejor, porque no hay otra posibilidad -dijo el hombre riendo de tal modo que estuvo a punto de derramar el café mientras lo servía.

A Harry le resultaba sorprendente lo poco que Fauke se parecía a su hija. No tenía ni sus modales exquisitos al hablar o al comportarse ni tampoco ninguno de sus rasgos y sus tonos oscuros. Tan sólo se parecían en la frente. Amplia y despejada, con una gruesa vena roja que la atravesaba de un lado a otro.

– Tienes una casa muy grande -comentó.

– Bueno, un montón de mantenimiento y de trabajo para quitar la nieve -respondió Fauke antes de dar un sorbo a su café y chasquear la lengua satisfecho-. Oscura y triste, y lejos de todo. No soporto Holmenkollåsen. Además, allí sólo vive gente esnob. No es para un campesino como yo.

– ¿Y por qué no la vendes?

– Porque a mi hija le gusta. Ella se ha criado allí. Pero tú querías hablar de Sennheim, ¿no?

– ¿Tu hija vive allí sola?

Harry tenía que haberse mordido la lengua. Fauke tomó otro sorbo de café, lo mantuvo en la boca largo rato.

– Vive con un chico. Oleg.

Su mirada se tornó de pronto ausente y había dejado de sonreír.

Harry sacó rápidamente un par de conclusiones. Demasiado rápido quizá, pero, o mucho se equivocaba, o el tal Oleg era una de las razones de que Sindre Fauke viviese ahora en Majorstua. En cualquier caso, ya se había enterado, aquella mujer tenía pareja y, por tanto, no debía pensar más en ella. En realidad, tanto mejor.

– Lo cierto es, Fauke, que no puedo darte muchos detalles. Como comprenderás, estamos trabajando…

– Lo comprendo.

– Bien. Me gustaría que me hablases de los noruegos que estuvieron en Sennheim.

– ¡Uf! Eramos muchos, ¿sabes?

– Ya, bueno, de los que aún viven.

Fauke sonrió.

– No quisiera sonar macabro, pero eso facilita mucho las cosas. En el frente oriental, caíamos como moscas. Por término medio, al año moría un sesenta por ciento de mi pelotón.

– ¡Caramba! El mismo porcentaje de mortalidad que el acentor común…

– ¿Cómo?

– Lo siento. Continúa, por favor.

Algo abochornado, Harry clavó la mirada en el fondo de su taza.

– La cuestión es que la curva de aprendizaje en la guerra es muy pronunciada -explicó Fauke-. Si sobrevives los seis primeros meses, tus posibilidades de supervivencia se multiplican. No pisas las minas, mantienes la cabeza baja en la trinchera, te despiertas cuando oyes que alguien carga un rifle Mosin-Nagant. Y sabes que no hay lugar para héroes y que el miedo es tu mejor amigo. Después de seis meses, quedamos un pequeño grupo de noruegos supervivientes, y comprendimos que cabía la posibilidad de que sobreviviéramos a la guerra. Y la mayoría de nosotros estuvimos en Sennheim. A medida que avanzaba la guerra, iban trasladando el campo de prácticas hacia el interior de Alemania. O los voluntarios llegaban directamente de Noruega. Y aquellos que llegaban sin ningún tipo de entrenamiento…

Fauke meneó la cabeza.

– ¿Morían? -preguntó Harry.

– Ni siquiera teníamos fuerzas para aprendernos sus nombres cuando llegaban. ¿Para qué? Resulta difícil de entender, pero hasta 1944, llegaron voluntarios en tropel al frente oriental, es decir, mucho después de que los que estábamos allí hubiésemos comprendido ya cómo iba a terminar aquello. Creían que iban a salvar Noruega, pobrecillos.