– ¿Soy sospechoso de algo? -preguntó Mosken con una expresión que no denotaba más que cierta curiosidad.
– Estaría bien que te limitases a responder a las preguntas, Mosken.
– Como quieras. Estuve aquí.
– Vaya, qué rapidez.
– ¿Qué quieres decir?
– Pues que no has tenido que pensarlo mucho.
Mosken hizo un mohín de esos con los que la boca parodia el gesto de una sonrisa mientras que los ojos miran resignados.
– Cuando uno llega a mi edad, recuerda las noches que no pasa solo.
– Sindre Fauke me dio una lista de los noruegos que estuvieron en el campo de prácticas de Sennheim: Gudbrand Johansen, Hallgrim Dale, tú y el propio Fauke.
– Te olvidas de Daniel Gudeson.
– ¿Cómo? ¿Pero él no murió antes de que terminase la guerra?
– Sí.
– Entonces, ¿por qué lo nombras?
– Porque él también estaba con nosotros en Sennheim.
– Por lo que me dijo Fauke, había más noruegos en Sennheim, pero vosotros cuatro fuisteis los únicos supervivientes.
– Así es.
– Bien, en ese caso, ¿por qué mencionas precisamente a Gudeson?
Edvard Mosken miró a Harry fijamente antes de quedar con la mirada perdida.
– Porque él resistió tanto que creíamos que iba a sobrevivir. De hecho, creíamos que Daniel Gudeson era inmortal. No era una persona normal.
– ¿Sabías que Hallgrim Dale está muerto?
Mosken negó con un gesto.
– Pues no pareces muy sorprendido.
– ¿Por qué iba a estarlo? A estas alturas, me sorprende más oír que siguen vivos.
– ¿Y si te digo que murió asesinado?
– Bueno, eso es otra cosa. ¿Por qué me cuentas eso?
– ¿Qué sabes de Hallgrim Dale?
– Nada. La última vez que lo vi, fue en Leningrado. Entonces estaba conmocionado por la explosión de una granada.
– ¿No volvisteis juntos a Noruega?
– Ignoro cómo llegaron a casa Dale y los demás. A mí me hirieron el invierno de 1944 con una granada de mano que lanzó a la trinchera un caza ruso.
– ¿Un caza? ¿Desde un avión?
Mosken asintió sonriendo con amargura.
– Cuando desperté en la enfermería, estábamos en plena retirada. A finales del verano del cuarenta y cuatro, fui a parar a la enfermería del colegio de Sinsen, en Oslo. Después, llegó la rendición.
– De modo que, después de que te hirieran, no volviste a ver a ninguno de los demás, ¿no es así?
– Sólo a Sindre. Tres años después de la guerra.
– ¿Cuando ya habías cumplido tu condena?
– Sí. Fue un encuentro fortuito, en un restaurante.
– ¿Qué opinas tú de su deserción?
Mosken se encogió de hombros.
– Sus razones tendría. De todos modos, cambió de bando en un momento en el que aún no se sabía cuál sería el desenlace. Y eso es más de lo que puede decirse de la mayoría de los noruegos.
– ¿A qué te refieres?
– Era un dicho que teníamos durante la guerra: aquel que esperaba demasiado para elegir bando, elegía siempre el bando correcto. La Navidad de 1943 ya comprendimos que estábamos de retirada, pero no sospechamos la gravedad real de la situación. Así que, de todos modos, nadie podría tachar a Sindre de veleta. Como los que se habían quedado en casa a mirar y, de repente, les entraron las prisas por alistarse en la Resistencia los últimos meses de la guerra. Los llamábamos «Los santos de los últimos días». Algunos de ellos se cuentan hoy entre los que hablan en público sobre la heroica aportación de los noruegos en el bando correcto.
– ¿Tienes en mente a alguno en particular?
– Siempre es fácil pensar en alguno que otro que ha sido tocado después con la reluciente gloria de héroe. Pero eso carece de importancia.
– ¿Y qué me dices de Gudbrand Johansen? ¿Lo recuerdas?
– Por supuesto que sí. Él me salvó la vida al final. Él…
Mosken se mordió el labio inferior. Como si hubiese hablado más de lo debido, pensó Harry.
– ¿Qué pasó con él?
– ¿Con Gudbrand? Que me aspen si lo sé. Aquella granada… En la trinchera estábamos Gudbrand, Hallgrim Dale y yo cuando apareció rodando por el hielo y fue a dar en el casco de Dale. Lo único que recuerdo es que, cuando estalló, Gudbrand era el que estaba más cerca. Cuando desperté del coma, nadie supo decirme qué les había ocurrido a Gudbrand ni a Dale.
– ¿Qué quieres decir? ¿Habían desaparecido?
Mosken volvió la vista hacia la ventana.
– Aquello ocurrió el mismo día en que los rusos emprendieron en serio su ofensiva; la situación era, cuando menos, caótica. La trinchera en cuestión había caído ya hacía tiempo en manos rusas cuando yo desperté, y el regimiento se había desplazado a otro lugar. Si Gudbrand hubiese sobrevivido, lo más probable es que hubiese ido a parar al hospital del regimiento de Nordland, en la región norte. Y lo mismo habría sido de Dale, si lo hubiesen herido. Yo creo que también debí de estar allí. Pero ya te digo, cuando desperté, me encontraba en otro lugar.
– Gudbrand Johansen no está en los registros del censo.
Mosken volvió a encogerse de hombros.
– Pues lo mataría aquella granada. Eso fue lo que supuse entonces.
– ¿Y nunca has intentado localizarlo?
Mosken negó con la cabeza.
Harry miró a su alrededor en busca de algo que pudiese indicar que Mosken tenía café en casa, una cafetera, una taza. Sobre la chimenea se veía la foto de una mujer, enmarcada en un portarretratos dorado.
– ¿Estás amargado por lo que te ocurrió a ti y a los demás combatientes del frente oriental después de la guerra?
– En lo que se refiere a las penas…, no. Soy realista. El juicio fue como fue por necesidades políticas. Yo había perdido una guerra. No me quejo.
De repente, Edvard Mosken se echó a reír como una urraca, sin que Harry comprendiese el porqué. Pero volvió a ponerse serio enseguida.
– Lo que más me dolió fue que me tachasen de traidor a la patria. Pero me consuela pensar que los que estuvimos allí sabemos que defendimos nuestra patria con la vida.
– Tus ideas políticas de entonces…
– ¿Quieres saber si son las mismas de hoy?
Harry asintió y Mosken respondió con una sonrisa amarga, antes de añadir:
– La respuesta es bien sencilla, comisario. No. Entonces estaba equivocado. Así de simple.
– ¿Y no has tenido después ningún contacto con entornos neo-nazis?
– ¡Dios me libre! ¡No! En Hokksund hubo algunas reuniones hace un par de años. Uno de esos idiotas me llamó entonces para preguntarme si quería acudir y hablarles de la guerra. Creo que se hacían llamar Blood and Honour. O algo así.
Mosken se inclinó sobre la mesa. En uno de los extremos había un montón de revistas cuidadosamente ordenadas y colocadas de forma que coincidían a la perfección con la esquina.
– ¿Qué es lo que busca el CNI exactamente? ¿Localizar a los neo-nazis? Porque, en ese caso, habéis venido al lugar equivocado.
Harry no estaba muy seguro de cuánto quería revelar por el momento. Pero su respuesta fue bastante sincera:
– La verdad es que no sé bien qué buscamos.
– Sí, ése es el CNI que yo conozco.
Volvió a reír con su risa de urraca, estentórea y desagradable.
Harry llegaría después a la conclusión de que debía de ser la combinación de aquella risa y el hecho de que no le hubiese puesto un café lo que determinó que formulase la siguiente pregunta en los términos en que lo hizo:
– ¿Cómo crees que han llevado tus hijos el hecho de tener un padre con un pasado nazi? ¿Crees que ha sido determinante para que Edvard Mosken hijo esté ahora en la cárcel condenado por tráfico de drogas?
Harry se arrepintió enseguida, en cuanto vio la rabia y el dolor aflorar a los ojos del viejo. Sabía que habría podido averiguar lo que quería sin asestarle un golpe tan bajo.