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Brandhaug cerró los ojos dispuesto a escuchar.

Dejaron de hablar sobre la última vez que se vieron, el murmullo de voces fue silenciándose poco a poco, se oyó el chasquido de la pata de una mesa. Aún no. Un papel que cruje, el clic de los bolígrafos -en reuniones importantes como aquélla, la mayoría de los jefes tomaban sus propias notas como referencia, ante la eventualidad de que después, si algo salía mal, empezasen a culparse unos a otros-. Alguien carraspeó, pero el sonido procedía del lado equivocado de la sala y, además, no había sonado como cuando uno se prepara para empezar a hablar. Alguien tomó aire.

– Bien, entonces, empezamos -declaró Bernt Brandhaug abriendo los ojos.

Todas las cabezas se volvieron hacia él. Siempre el mismo panorama. Una boca medio abierta, la del secretario del gabinete, una sonrisa forzada, la de la señora Størksen, que dio a entender que sabía lo que estaba sucediendo -pero, por lo demás, rostros vacíos que lo miraban sin sospechar que el asunto ya estaba zanjado.

– Bienvenidos a la primera reunión de coordinación. Nuestro trabajo consiste en lograr que cuatro de los hombres más importantes del mundo entren y salgan de Noruega más o menos vivos.

Vehementes susurros en torno a la mesa.

– El lunes, uno de noviembre, llegarán al país el líder de la OLP, Yasir Arafat, el primer ministro israelí, Edhu Barak, el primer ministro ruso, Vladimir Putin, y, finalmente, el broche de oro: a las seis y quince minutos, dentro de cincuenta y nueve días exactamente, aterrizará en Gardermoen, en el aeropuerto de Oslo, el presidente estadounidense a bordo del Airforce One. -Brandhaug paseó la mirada por cada uno de los rostros alrededor de la mesa, para detenerse por fin ante el único nuevo, Bjarne Møller-: Si es que no hay niebla, claro está -añadió con una carcajada mientras notaba satisfecho que también Møller, por un instante, olvidaba la tensión y sonreía.

Brandhaug le devolvió la sonrisa dejando ver sus fuertes dientes, que, tras la última sesión cosmética en el dentista, habían quedado más blancos.

– Aún ignoramos cuántas personas vendrán exactamente -prosiguió Brandhaug-. En Australia, el presidente se presentó con un séquito de dos mil personas; en Copenhague, eran mil setecientas.

Un rumor se extendió en torno a la mesa.

– Pero la experiencia me dice que una estimación de unas setecientas será más realista.

Brandhaug había dicho aquello con la certeza de que su «estimación» no tardaría en verse confirmada, puesto que una hora antes, había recibido un fax con la lista de las setecientas doce personas que acudirían.

– Algunos de ustedes se preguntarán sin duda qué hará el presidente con un séquito tan numeroso en una cumbre de tan sólo dos días. La respuesta es bien sencilla. Se trata de la consabida retórica del poder de toda la vida. Si mi aproximación es correcta, el kaiser Federico III llevaba consigo exactamente setecientos hombres cuando visitó Roma en 1468, con la idea de hacerle ver al Papa quién era el hombre más poderoso del mundo.

Más risas de los congregados alrededor de la mesa. Brandhaug le hizo un guiño a Anne Størksen. Había leído la frase en el diario vespertino Aftenposten. Con una palmada, añadió:

– No es necesario que os explique que dos meses es muy poco tiempo, pero sí que a partir de hoy celebraremos reuniones de coordinación todas las mañanas a las diez, en esta misma sala. Hasta que esos cuatro muchachos queden fuera de nuestra zona de responsabilidad, tendrán que dejar de lado todos los demás asuntos que tengan entre manos. Quedan prohibidas las vacaciones y los días de fiesta. Y también las bajas por enfermedad. ¿Alguna pregunta, antes de que sigamos adelante?

– Bueno, parece que… -comenzó el secretario del gabinete.

– Incluidas las depresiones -interrumpió Brandhaug provocando en Bjarne Møller una risa más sonora de lo que él habría deseado.

– Bueno, nosotros… -volvió a empezar el secretario.

– Adelante, Meirik -gritó Brandhaug.

– ¿Qué?

El jefe del CNI alzó su cabeza poco poblada y miró a Brandhaug.

– Tú querías decir algo sobre la estimación del riesgo de amenazas del Centro Nacional de Inteligencia, ¿no? -preguntó Brandhaug.

– ¡Ah, eso! -recordó Meirik-. Sí, hemos traído unas copias.

Meirik era de Tromsø y hablaba en una curiosa e incoherente mezcla de su dialecto y el noruego estándar. Le hizo un gesto a una mujer que tenía a su lado. Brandhaug posó su mirada en ella. La mujer iba, constató, sin maquillar y llevaba una melena de color castaño oscuro, de corte recto, recogida con un pasador poco elegante. En cuanto al traje, una especie de saco azul de lana, era simplemente soso. Sin embargo, pese a que la mujer había adoptado la exagerada expresión que él tan a menudo había visto en las profesionales que temían que no se las tomara en serio, le gustó lo que veía. Tenía los ojos castaños y dulces, y los pómulos marcados le otorgaban un aspecto aristocrático, poco noruego. La había visto antes, pero con otro peinado. ¿Cómo se llamaba? Era un nombre bíblico, ¿Rakel, quizá? Tal vez acabara de separarse: el nuevo peinado podía ser indicio de ello. La mujer se inclinó sobre el maletín que había entre ella y Meirik y la mirada de Brandhaug buscó de forma mecánica el escote, pero la blusa estaba abotonada de modo que no podía mostrarle nada de interés. ¿Tendría hijos en edad escolar?¿Tendría algún reparo en pasar unas horas del día en una habitación de algún hotel céntrico? ¿Le excitaría el poder?

– Ofrécenos sólo un breve resumen, Meirik -dijo Brandhaug.

– Está bien.

– Antes, quisiera señalar… -intervino una vez más el secretario.

– Dejemos que Meirik termine, Bjørn; después, podrás decir todo lo que quieras.

Era la primera vez que Brandhaug llamaba al secretario por su nombre de pila.

– El CNI considera que existe peligro de atentado u otros daños -declaró Meirik.

Brandhaug sonrió. Por el rabillo del ojo, vio que la comisario jefe hacía lo mismo. Una joven inteligente, licenciada en derecho y con una hoja de servicios impecable. Tal vez debiera invitarlos a ella y a su marido a cenar trucha en casa alguna noche. Brandhaug y su mujer vivían en un espacioso chalé de madera en la frontera con Nordberg. No tenían más que ponerse los esquíes en la puerta del garaje. Bernt Brandhaug adoraba su casa. A su esposa le parecía demasiado oscura y decía que aquellos maderos tan negruzcos la asustaban y tampoco le gustaba verse rodeada de tanto bosque. Sí, una invitación a cenar. Sólidos maderos y truchas que hubiese pescado él mismo. Era la imagen adecuada.

– Me atrevo a recordarles que han sido cuatro los presidentes estadounidenses que han muerto víctimas de un atentado -continuó Meirik-. Abraham Lincoln, en 1865; James Garfield, en 1881; John F. Kennedy, en 1963, y… -Dirigió la mirada a la mujer de pómulos marcados, que le sopló el nombre-. ¡Ah, sí! William McKinley. En…

– En 1901 -completó Brandhaug al tiempo que esbozaba una cálida sonrisa y miraba el reloj.

– En fin. Sin embargo, ha habido muchos más atentados a lo largo de los años. Tanto Harry Truman como Gerald Ford y Ronald Reagan fueron víctimas de graves atentados mientras ocuparon el cargo.

Brandhaug se aclaró la garganta:

– Olvidas que el actual presidente fue víctima de espionaje hace unos años. O, al menos, su casa.

– Cierto. Pero no contamos ese tipo de incidentes, pues entonces habría muchos. Estoy en condiciones de asegurar que ningún presidente norteamericano de los últimos veinte años ha cumplido su legislatura sin que se hayan descubierto como mínimo diez intentos de atentado y se haya detenido a los responsables sin que el asunto llegara a los medios.