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– Harry Hole -se presentó.

– ¡Ajá! -respondió ella-. Por supuesto que eres tú. De delitos violentos, ¿no es cierto?

– Exacto.

– Cuando nos vimos, no sabía que tú eras el nuevo comisario del CNI. Si lo hubieras dicho…

– ¿Qué? -preguntó Harry.

Ella ladeó ligeramente la cabeza.

– Pues sí, ¿qué? -remató entre risas.

Su risa provocó que aquella palabra ridícula volviese a la mente de Harry: encantadora.

– Bueno, al menos te habría dicho que trabajamos en el mismo lugar -concluyó Rakel Fauke-. En condiciones normales, no suelo contarle a la gente dónde trabajo. Te hacen unas preguntas tan raras… A ti seguro que te pasa lo mismo.

– Y que lo digas -contestó Harry.

La mujer volvió a reír y Harry se preguntó qué era lo que había que hacer para que riese de ese modo constantemente.

– ¿Cómo es que no te he visto antes en el CNI? -le preguntó Rakel Fauke.

– El despacho de Harry está al fondo del pasillo -aclaró Kurt Meirik.

– Ya veo -asintió ella en tono comprensivo, sin dejar de sonreír con la mirada-. Así que el despacho al fondo del pasillo, ¿eh?

Harry asintió sombrío.

– Bueno, bueno -intervino Meirik-… íbamos al bar, Harry.

Harry aguardó una invitación que no llegó.

– Ya hablaremos -se despidió Meirik.

«Comprensible», se dijo Harry. Seguro que eran muchos los que esperaban aquella noche la palmadita en la espalda del jefe del CNI y de la comisario. Se colocó de espaldas a los altavoces, pero les lanzó una mirada furtiva mientras se alejaban. Ella lo había reconocido. Y recordaba que no se habían presentado la primera vez que se vieron. Apuró su copa de un trago; pero no le supo a nada.

«There's something else: the afterworld…»

Waaler cerró la puerta del coche tras de sí.

– Nadie ha hablado con Ayub, ni lo ha visto ni ha oído hablar siquiera de él -sintetizó-. Nos vamos.

– Muy bien -dijo Ellen antes de mirar el retrovisor y girar para apartarse de la acera.

– Veo que Prince está empezando a gustarte a ti también.

– ¿Tú crees?

– Por lo menos, has subido el volumen mientras yo estaba fuera.

– Ah.

Ellen recordó que tenía que llamar a Harry.

– ¿Hay algún problema?

Ellen miraba fijamente ante sí, escrutando el asfalto gris y húmedo, centelleando a la luz de las farolas.

– ¿Un problema? ¿Qué problema?

– No sé. Tienes una expresión…, como si hubiese ocurrido algo…

– No, no ha pasado nada, Tom.

– ¿Ha llamado alguien? ¡Oye! -gritó Tom dando un salto en su asiento y apoyando ambas manos en el salpicadero-. ¿Es que no has visto el coche o qué?

– Lo siento.

– ¿Quieres que conduzca yo?

– ¿Que conduzcas tú? ¿Por qué?

– Porque tú conduces como…

– ¿Como qué?

– Olvídalo. Te preguntaba si ha llamado alguien.

– No, Tom, no ha llamado nadie. Si alguien hubiera llamado, te lo habría dicho, ¿no?

Tenía que llamar a Harry.

Rápido.

– ¿Y entonces, por qué has apagado mi móvil?

– ¿Qué? -preguntó Ellen mirándolo aterrada.

– No quites la vista de la carretera, Gjelten. Te preguntaba que por qué…

– Te estoy diciendo que no ha llamado nadie. ¡Lo habrás apagado tú mismo!

Ellen había alzado la voz sin darse cuenta, hasta el punto de que a ella misma le sonó chillona.

– De acuerdo, Gjelten -la tranquilizó su colega-. Relájate. Sólo era una pregunta.

Ellen intentó seguir su consejo, respirar acompasadamente y pensar sólo en el tráfico que discurría ante su vehículo. Giró a la izquierda en la rotonda después de la calle Vahl. Era sábado por la noche, pero las calles de aquella parte de la ciudad estaban casi desiertas. Luz verde. A la derecha por la calle Jens Bjelke. A la izquierda bajando por la calle Tøyengata. Al aparcamiento de la comisaría. Durante todo el trayecto, no dejó de sentir la mirada inquisitiva y curiosa de Tom.

Harry no había mirado el reloj una sola vez desde que le presentaron a Rakel Fauke. Incluso se había dado una vuelta con Linda para saludar a algunos colegas. La conversación no fluía. Le preguntaban cuál era su rango y, una vez que había contestado, moría el diálogo. Probablemente se debía a una regla tácita del CNI: no preguntar demasiado. O simplemente les traía sin cuidado. Tanto mejor, porque él tampoco tenía ningún interés especial en ellos. Al cabo de un rato, estaba de vuelta junto al altavoz.

Había atisbado el rojo de la falda de Rakel Fauke un par de veces; por lo que pudo deducir, se dedicaba a circular por la sala sin detenersea hablar demasiado con nadie. Y aún no había bailado, de eso estaba seguro.

«¡Dios santo!, me estoy comportando como un adolescente», se recriminó.

Así que miró el reloj. Las nueve y media. Podía acercarse a ella, intercambiar unas palabras, por ver qué pasaba. Y, si no pasaba nada, siempre podía seguir su camino y quitarse de encima el baile que le había prometido a Linda antes de marcharse a casa. ¿Si no pasaba nada? Pero ¿qué se había creído? ¡Con una comisario que estaba prácticamente casada! Necesitaba un trago. No. Volvió a mirar el reloj. Sintió escalofríos ante la idea del baile al que se había comprometido. Debía irse a casa. Casi todos estaban ya bastante borrachos. Pero ni estando sobrios se darían cuenta de que el nuevo comisario del fondo del pasillo se había marchado. Podría simplemente salir por la puerta y tomar el ascensor. Incluso tenía el Escort que, fiel, lo aguardaba fuera. Y Linda parecía estar divirtiéndose en la pista de baile, donde se había aferrado a un joven oficial que la hacía dar vueltas con una sonrisa bobalicona.

– El concierto de Raga en el Justivalen fue más movido, ¿no crees? -preguntó Rakel Fauke.

Al oír tan cerca su voz grave, sintió que el corazón se le aceleraba en el pecho.

Tom estaba en el despacho de Ellen, junto a su silla.

– Siento haber sido un poco pesado antes, en el coche -se disculpó.

Ellen no lo había oído entrar y dio un respingo en la silla. Tenía el auricular en la mano, pero aún no había marcado el número.

– Bah, no te preocupes -dijo ella-. Soy yo que estoy un poco…, ya sabes.

– ¿Premenstrual?

Ellen alzó la vista como un rayo y supo enseguida que no era una broma: su colega pretendía realmente ser comprensivo.

– Es posible -mintió ella.

¿Por qué habría entrado Tom en su despacho así, sin más? Era algo que no solía hacer.

– Bueno, Gjelten, la guardia se ha terminado -dijo Tom al tiempoque señalaba el reloj de la pared, que indicaba las diez-. Tengo el coche abajo. Te llevo a casa.

– Gracias, pero antes tengo que hacer una llamada. Vete y no me esperes.

– ¿Una llamada privada?

– ¡Qué va! Es sólo…

– Bueno, entonces te espero aquí.

Waaler se dejó caer en el viejo sillón de Harry, que emitió un crujido de protesta. Sus miradas se encontraron. ¡Mierda! ¿Por qué no le habría dicho que sí, que era una conversación privada? Ahora ya era demasiado tarde. ¿Sospecharía que ella había descubierto algo? Ellen intentó leer su mirada, pero era como si su capacidad hubiese desaparecido a causa de los nervios. ¿Nervios? Sabía bien por qué nunca se había sentido cómoda con Tom Waaler. No era por su visión de las mujeres, las personas de otra raza, los jóvenes activistas y los homosexuales, ni por su tendencia a aprovechar cualquier razón plausible para recurrir a la violencia. De hecho, era capaz de nombrar en un momento a otros diez agentes de policía que superaban a Tom Waaler en ese tipo de actitudes. Pese a todo, había logrado detectar en ellos algún que otro rasgo positivo que le hacían posible relacionarse con ellos. Pero en el caso de Tom Waaler, había algo más, y ya sabía lo que era: le tenía miedo.