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– En realidad, puedo dejarlo para el lunes -se le ocurrió decir por fin.

– Estupendo -dijo el colega levantándose de nuevo-. Pues nos vamos.

Waaler tenía uno de esos deportivos japoneses que a Ellen se le antojaban imitaciones baratas de Ferrari. Tenía unos asientos como cubos que aprisionaban los hombros del ocupante, y los altavoces parecían abarcar la mitad del vehículo. El motor emitía un mimoso ronroneo y las luces de las farolas envolvían el interior mientras ellos avanzaban por la calle Trondheimsveien. Una voz en falsete que ella había aprendido a reconocer surgió de los altavoces:

«… I only wanted to be some kind of a friend, I only wanted to see you hathing…»

Prince. El Príncipe.

– Puedes dejarme aquí -dijo Ellen intentando adoptar un tono de voz natural.

– Nada de eso -dijo Waaler mirando al retrovisor-. Servicio de puerta a puerta. ¿Adónde vamos?

Ellen reprimió el impulso de abrir la puerta y saltar a la calzada.

– Aquí a la izquierda -dijo señalando la calle.

«Ojalá estés en casa, Harry.»

– Calle Jens Bjelke -leyó Waaler en voz alta al tiempo que giraba.

La iluminación era más escasa allí que en las calles que habían dejado atrás, y las aceras estaban desiertas. Por el rabillo del ojo, Ellen veía deslizarse por el rostro de Tom pequeños haces de luz. ¿Sabría él que ella lo sabía? ¿Habría visto que tenía la mano en el bolso, aferrada al aerosol de gas que había comprado en Alemania y que le había enseñado el otoño pasado, cuando Tom le dijo que se ponía en peligro a sí misma y a sus colegas al negarse a llevar armas? ¿Y no le había insinuado discretamente en alguna ocasión que él podía procurarle un arma corta de fácil manejo que podría ocultar en cualquier parte del cuerpo, que no estuviese registrada y que, por tanto, nadie relacionaría con ella en caso de que ocurriese una «desgracia»? Ellen no lo interpretó de forma tan directa en aquella ocasión, pues pensó que era una de esas macabras bromas machistas con que solía dejarse caer y le quitó importancia.

– Detente junto a ese coche rojo.

– ¡Pero si el número cuatro está en la próxima manzana! -exclamó Tom.

¿Le habría dicho ella misma que vivía en el número cuatro? Tal vez. Y seguramente lo había olvidado. Se sintió transparente, como una medusa de cristal, sintió que él podía ver su corazón latiendo desbocado.

El motor ronroneaba en ralentí. Tom había detenido el coche. Ella buscaba febrilmente la manivela de la puerta. ¡Jodidos ingenieros de pacotilla estos japoneses! ¿Por qué no podían colocar en la puerta simplemente una manilla normal, fácil de distinguir?

– Nos vemos el lunes -oyó decir a Waaler a su espalda al mismo tiempo que encontraba la manilla, salía de golpe e inhalaba el tóxico aire invernal de Oslo como si hubiese emergido a la superficie después de haber estado mucho tiempo bajo las frías aguas.

Lo último que oyó antes de cerrar la pesada puerta del portal fue el suave sonido del motor engrasado del coche de Waaler, que seguía en ralentí.

Subió atropelladamente las escaleras, pisando fuerte en cada peldaño empuñando las llaves como si llevase una varita mágica. Y entró en el apartamento. Mientras marcaba el número del apartamento de Harry, rememoró palabra por palabra el mensaje de Sverre Olsen: «Soy Sverre Olsen. Sigo esperando los diez mil de comisión por la pipa para el viejo. Llámame a casa».

Y después, colgó.

A Ellen le llevó una fracción de segundo comprender la situación. La quinta frase de la adivinanza de quién era el intermediario en el negocio del Märklin. Un policía. Tom Waaler. Naturalmente. Diez mil coronas de comisión para un imbécil como Olsen: debía de ser algo grande. El viejo. Un entorno obsesionado por las armas. Simpatizantes de la extrema derecha. El Príncipe que no tardaría en convertirse en comisario. Estaba más claro que el agua, tanto que, por un instante, le chocó que, pese a su capacidad para detectar lo que se les ocultaba a los demás, no se hubiese dado cuenta antes. Era consciente de que la paranoia se había apoderado de ella pero, mientras esperaba a que saliera del restaurante, no pudo evitar pensar que Tom Waaler tenía todas las posibilidades de ascender, de mover los hilos desde puestos cada vez más importantes, al abrigo de las alas del poder, y sólo los dioses sabían con quién se habría aliado ya en la comisaría. Pensándolo bien, había varios de los que jamás sospecharía que estuviesen implicados. Pero el único en el que estaba segura de que podía confiar al cien por cien, al cien por cien, era Harry.

Por fin daba la señal. No comunicaba. Jamás comunicaba. ¡Vamos, Harry!

Sabía además que sólo era cuestión de tiempo, hasta que Waaler hablase con Olsen y descubriese lo sucedido; y no le cabía la menor duda de que, a partir de ese momento, su vida correría peligro. Tenía que actuar con rapidez, pero no podía permitirse un solo paso en falso. Una voz interrumpió sus pensamientos:

– «Éste es el contestador automático de Hole. ¡Háblame!»

Pip.

– ¡Púdrete, Harry! Soy Ellen. Ya lo tenemos. Te llamo al móvil.

Sujetó el auricular con la barbilla mientras marcaba la H en la agenda del teléfono, que se le cayó al suelo con estrépito. Ellen lanzó una maldición hasta que, por fin, encontró el número de móvil de Harry. «Por suerte, él nunca se separa del móvil», pensó mientras lo marcaba.

Ellen Gjelten vivía en la tercera planta de un bloque recién reformado, en compañía de un pájaro carbonero domesticado llamado Helge. Los muros del apartamento tenían un grosor de medio metro y doble acristalamiento. Pese a todo, Ellen habría jurado que podía oír el persistente ronroneo de un coche en ralentí.

Rakel Fauke dejó oír su risa.

– Si le has prometido un baile a Linda, no te librarás de sacarle brillo a la pista.

– Bueno. La alternativa es largarse.

Se hizo una pausa durante la cual Harry cayó en la cuenta de que lo que acababa de decir podría malinterpretarse. De modo que se apresuró a preguntar:

– ¿Y cómo es que empezaste en el CNI?

– Fue por el ruso -explicó ella-. Me admitieron en un curso de ruso a cargo del Ministerio de Defensa y estuve en Moscú dos años, trabajando como intérprete. Kurt Meirik me reclutó entonces. Cuando terminé mis estudios de derecho, entré en el CNI, directamente en el nivel salarial treinta y cinco. Y creí que había puesto una pica en Flandes.

– ¿Y no fue así?

– ¿Estás loco? Mis compañeros de carrera ganan hoy tres veces más de lo que yo ganaré jamás.

– Podrías haberlo dejado y empezar a trabajar en lo mismo que ellos.

Rakel Fauke se encogió de hombros.

– Me gusta lo que hago. No se puede decir lo mismo de todos mis compañeros.

– Sí, hay algo de verdad en lo que dices.

Pausa.

«Hay algo de verdad en lo que dices.» ¿Acaso no era capaz de decir nada mejor?

– ¿Y qué tal tú, Harry? ¿A ti te gusta lo que haces?

Seguían mirando la pista de baile, pero Harry se había percatado de su mirada, de cómo lo estudiaba. Por su cabeza se cruzaban ideas de muy diversa índole. Que Rakel Fauke tenía pequeñas arrugas en torno a los ojos y la boca; que la cabaña de Mosken estaba lejos del lugar en el que habían encontrado los casquillos vacíos del Märklin; que, según el diario Dagbladet, el cuarenta por ciento de las mujeres noruegas del entorno urbano eran infieles; que tenía que preguntarle a la esposa de Even Juul si ella recordaba a tres soldados noruegos del regimiento Norge que habían resultado heridos o muertos por una granada de mano lanzada desde un caza, y que debería haberse comprado un traje de Dressmann durante la oferta de Año Nuevo que anunciaban en la cadena de televisión TV3. Pero ¿si le gustaba lo que hacía?

– A veces -respondió al fin.