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– ¿Qué es lo que te gusta de tu trabajo?

– No lo sé. ¿Te parece una respuesta anodina?

– No lo sé.

– No es que no haya reflexionado sobre por qué soy policía. Claro que lo he hecho. Pero sigo sin saberlo. Tal vez simplemente porque me gusta atrapar a los malos.

– Ya. ¿Y qué haces cuando no te dedicas a atrapar a los malos?

– Ver La Isla de los Famosos.

Ella volvió a reír. Y Harry sabía que sería capaz de decir cualquier estupidez con tal de hacerla reír de aquel modo. Hizo un esfuerzo para hablar con cierta seriedad de cuál era su situación existencial en aquel momento pero, una vez excluidos los detalles desagradables, no le quedó mucho que decir. Sin embargo, puesto que ella parecía interesada en seguir escuchándolo, añadió algo acerca de su padre y de su hermana Søs. ¿Por qué, cuando alguien le pedía que hablase de sí mismo, terminaba siempre hablando de Søs?

– Parece una chica estupenda -opinó ella.

– La mejor -aseguró Harry-. Y la más valiente. No le tiene miedo a nada. Un piloto de pruebas de la vida.

Harry le habló de una ocasión en que Søs presentó una oferta verbal para la compra de un apartamento en la calle Jacob Aall; había visto la fotografía en las páginas de anuncios inmobiliarios del diario Aftenposten. Sólo porque el papel pintado de la fotografía le recordaba al de su habitación de la infancia en Oppsal. Y se lo adjudicaron por dos millones de coronas, un precio récord alcanzado aquel verano para el metro cuadrado en Oslo.

Rakel Fauke se echó a reír de tal modo que salpicó de tequila la chaqueta de Harry.

– Lo mejor de Søs es que, cuando se estrella, simplemente se levanta, se sacude un poco el polvo y enseguida está lista para la siguiente misión suicida.

Rakel Fauke le limpió el cuello de la chaqueta con un pañuelo.

– ¿Y tú, Harry, qué haces tú cuando te estrellas?

– ¿Yo? Bueno. Pues me quedo tirado un tiempo. Hasta que me vuelvo a levantar. No hay otra alternativa, ¿no?

– Sí, hay algo de verdad en lo que dices -comentó Rakel.

Harry la miró a la cara para comprobar si estaba burlándose de él y, en efecto, la vio reír con la mirada. Aquella mujer irradiaba fuerza, pero Harry dudaba mucho de que fuese experta en el campo de los aterrizajes forzosos.

– Bien, ahora te toca a ti contarme algo -afirmó Harry.

Rakel no tenía ninguna hermana a la que recurrir, era hija única. Así que habló del trabajo.

– Pero nosotros no solemos atrapar a nadie -comentó-. La mayoría de los asuntos se resuelven amistosamente con llamadas telefónicas o en una recepción en alguna embajada.

Harry dejó ver una media sonrisa.

– ¿Cómo se arregló la cosa con el agente del Servicio Secreto al que le pegué un tiro? -dijo Harry-. ¿Por teléfono o en una recepción?

Ella lo miró reflexiva mientras metía la mano en el vaso para sacar un cubito de hielo. Lo sujetó entre dos dedos hasta que una gota de agua rodó despacio por su muñeca, bajo la fina pulsera de oro y hacia el codo.

– ¿Bailas, Harry?

– Si no recuerdo mal, acabo de invertir como mínimo diez minutos en explicar cómo lo detesto.

Ella volvió a ladear la cabeza.

– Quiero decir, ¿bailas conmigo?

– ¿Con esta música?

Una versión con flauta de Pan, superlenta, de Let It Be surgía de los altavoces como espeso almíbar.

– Sobrevivirás. Considéralo un calentamiento previo a la gran prueba del baile con Linda.

Rakel posó una mano sobre su hombro.

– Dime, ¿estamos flirteando? -preguntó Harry.

– ¿Cómo dices, comisario?

– Lo siento, pero no se me da muy bien interpretar ese tipo de señales ocultas, así que te pregunto si estamos flirteando.

– Jamás se me pasaría por la cabeza.

Harry le rodeó la cintura con el brazo y probó unos pasos de baile.

– Me siento como si estuviese perdiendo la virginidad -confesó Harry-. Pero supongo que es inevitable, algo por lo que todo hombre noruego debe pasar tarde o temprano.

– ¿De qué me hablas? -preguntó ella riendo.

– Pues de bailar con una colega en una fiesta del trabajo.

– Pero yo no te he obligado.

Harry sonrió. Podría haber sido cualquier música, podrían haber estado escuchando Pajaritos interpretada al revés con un ukelele: habría matado por aquel baile.

– A ver, ¿qué es eso que llevas ahí? -preguntó Rakel Fauke.

– Bueno, no es una pistola y estoy muy contento de verte. Pero…

Harry sacó el móvil del cinturón y la soltó un instante para dejarlo sobre el altavoz. Cuando volvía, ella lo aguardaba con los brazos abiertos.

– Espero que aquí no haya ladrones -dijo Harry.

Se trataba de un chiste viejísimo al que solían recurrir en la comisaría; ella debía de haberlo oído cientos de veces y, aun así, rió dulcemente junto a su oreja.

Ellen aguardó hasta que se agotaron las señales del móvil de Harry antes de colgar e intentarlo de nuevo. Estaba junto a la ventana, observando la calle. Ningún coche. Claro que no, estaba histérica. Y Tom estaría ahora camino de su casa y de su cama; o de otra cama.

Después del tercer intento, desistió de hablar con Harry y llamó a Kim, que respondió con voz somnolienta.

– Devolví el taxi a las siete esta tarde… Me he pasado veinte horas conduciendo.

– Voy a ducharme -dijo ella-. Sólo quería saber que estabas ahí.

– Pareces nerviosa.

– No es nada. Llegaré en tres cuartos de hora. Por cierto, tendré que hacer una llamada desde tu casa. Y me quedaré a dormir.

– Estupendo. ¿Te importaría pasarte por el Seven-Eleven de Markveien y comprar tabaco?

– Vale. Tomaré un taxi.

– ¿Por qué?

– Luego te lo explico.

– ¿Sabes que es sábado por la noche? Olvídate de que te contesten siquiera en la centralita de radiotaxi. Y no te llevará más de cuatro minutos llegar aquí a pie.

Ellen vaciló un instante.

– ¿Oye?

– Sí.

– ¿Tú me quieres?

Ellen oyó su dulce risa a través del auricular y se imaginó sus ojos adormilados y medio cerrados y su cuerpo delgado, casi escuálido, bajo el edredón, en el triste apartamento de la calle Helgesen. Tenía vistas a Akerselva. Kim lo tenía todo. Y, por un instante, Ellen casi se olvidó de Tom Waaler. Casi.

– ¡Sverre!

La madre de Sverre Olsen estaba en el rellano de la escalera y gritaba con toda la fuerza de sus pulmones, tal y como había hecho siempre, desde que Sverre tenía uso de razón.

– ¡Sverre! ¡Al teléfono!

Gritaba como si estuviese pidiendo ayuda, como si estuviese ahogándose o algo así.

– ¡Lo cogeré aquí arriba, mamá!

Bajó las piernas de la cama, descolgó el auricular y esperó hasta oír que su madre había colgado en la planta baja.

– ¿Hola?

– Soy yo.

Prince de música de fondo. Siempre Prince.

– Sí, ya lo suponía -respondió Sverre.

– ¿Y eso por qué?

Preguntó como un rayo. Tanto que Sverre se puso enseguida a la defensiva, exactamente igual que si fuese él quien le debiese dinero a Tom y no al contrario.

– Supongo que llamas porque recibiste mi mensaje, ¿no? -preguntó Sverre.

– Te llamo porque estoy mirando la lista de llamadas recibidas. Y veo que esta noche has hablado con alguien a las veinte y treinta y dos. ¿De qué mensaje me estás hablando?

– Te dejé un mensaje sobre la pasta, claro. Empiezo a andar apurado y me prometiste…

– ¿Con quién hablaste?

– ¿Cómo? Pues con la tía que tienes en el contestador. Bastante pava. ¿Es la nueva?

Sin respuesta. Tan sólo Prince, a un volumen muy bajo. «You sexy motherfucker…»

De repente, la música cesó.

– Repíteme exactamente lo que dijiste.

– Sólo dije que…

– ¡No! Repítelo exactamente. Palabra por palabra.