Sverre reprodujo su mensaje con tanta precisión como pudo.
– Ya me temía que sería algo así -dijo el Príncipe-. Acabas de descubrirle toda la operación a una persona ajena, Olsen. Si no tapamos esa fuga de inmediato, estamos acabados. ¿Lo entiendes?
Sverre Olsen no entendía nada.
El Príncipe parecía tranquilo mientras le explicaba que su móvil había estado por unos minutos en manos de la persona equivocada.
– Lo que oíste no fue un contestador, Olsen.
– Y entonces, ¿quién era?
– Digamos que era el enemigo.
– ¿La agencia Monitor? ¿Acaso hay alguien vigilando?
– La persona en cuestión va ahora camino de la policía. Y detenerla es cosa tuya.
– ¿Cosa mía? Yo sólo quiero mi dinero y…
– Cierra el pico, Olsen.
Y Olsen cerró el pico.
– Es por la causa. Tú eres un buen soldado, ¿no es cierto?
– Sí, pero…
– Y un buen soldado no deja rastro tras de sí, ¿verdad?
– Mi misión era simplemente hacer de mensajero entre el viejo y tú; eres tú el que…
– En especial cuando sobre ese soldado pesa una sentencia de tres años que, a causa de un error de forma, se convirtió en condicional.
Sverre oyó el ruido de su propia garganta al tragar saliva.
– ¿Y tú cómo lo sabes? -comenzó a preguntar.
– No te preocupes por eso. Sólo quiero que entiendas que tienes, como mínimo, tanto que perder como yo y el resto de la hermandad.
Sverre no respondió. No era necesario.
– Mira el lado positivo, Olsen. Así es la guerra. Y en la guerra no hay lugar para cobardes y traidores. Y piensa que la hermandad premia a sus soldados. Además de los diez mil, recibirás cuarenta mil más cuando hayas terminado el trabajo.
Sverre pensaba… en la ropa que iba a ponerse.
– ¿Dónde? -preguntó.
– En la plaza Schou, dentro de veinte minutos. Tráete todo lo que necesitas.
– ¿No bebes? -preguntó Rakel.
Harry miró a su alrededor. La última vez que habían bailado lo hicieron tan pegados, que seguro que provocaron la extrañeza de alguno que otro. Ahora se habían retirado a una mesa en lo más recóndito de la cantina.
– Lo he dejado -explicó Harry.
Ella asintió.
– Es una larga historia -añadió.
– No ando mal de tiempo -lo animó ella.
– Esta noche sólo me apetece oír historias divertidas -comentó él con una sonrisa evasiva-. Mejor hablemos de ti. ¿No tendrás una niñez de la que te apetezca hablar?
Harry confiaba en que le arrancaría unas risas, pero ella simplemente sonrió con desgana.
– Mi madre murió cuando yo tenía quince años pero, aparte de eso, me apetece hablar de casi todo.
– Vaya, lo siento.
– No hay nada que sentir. Era una mujer excepcional. Pero ¿no íbamos a hablar de cosas divertidas?
– ¿Tienes hermanos?
– No, sólo estamos mi padre y yo.
– ¿Así que tienes que ocuparte de él tú sola?
Rakel lo miró perpleja.
– Sé cómo te sientes -añadió Harry-. Yo también perdí a mi madre. Mi padre se sentó en una silla a mirar la pared durante años. Literalmente, tenía que darle de comer.
– Mi padre era propietario de una gran cadena de material de construcción que él mismo había fundado de la nada y que yo creía era lo más importante de su vida. Pero, cuando mi madre murió, perdió por completo el interés por su trabajo de un día para otro. Y vendió la empresa antes de que se fuese al traste por completo. Y apartó de su lado a todas las personas a las que conocía, yo incluida. Se convirtió en un hombre amargado y solitario.
Rakel Fauke hizo un gesto de resignación.
– Yo tenía mi propia vida que vivir. Había conocido a un hombre en Moscú y mi padre se sintió traicionado porque yo quería casarme con un ruso. Cuando me traje a Oleg a Noruega, las cosas se complicaron bastante entre nosotros.
Harry se levantó para volver enseguida con una margarita para ella y un refresco de cola.
– Es una pena que no nos conociéramos durante la carrera, Harry.
– Yo era un bobo entonces -confesó Harry-. Y estaba en contra de todos aquellos a los que no les gustaban los mismos discos y las mismas películas que a mí. Yo no le gustaba a nadie. Ni a mí mismo.
– Eso no me lo creo.
– Esa frase la he robado de una película. El tipo que la dijo se ligó a Mia Farrow. Quiero decir, en la película. Nunca he comprobado si funciona en la vida real.
– Bueno -comenzó Rakel mientras saboreaba su margarita-. Yo creo que es un buen principio. Pero ¿estás seguro de que no has robado también eso de que has robado la frase de una película?
Ambos rieron y empezaron a hablar de buenas y malas películas, de buenos y malos conciertos en los que habían estado, y, a medida que hablaban, Harry comprendió que tenía que modificar bastante su primera impresión de Rakel Fauke. Por ejemplo, era una mujer que había dado la vuelta al mundo sola a la edad de veinte años; a la misma edad, las únicas experiencias de la vida adulta de que Harry podía presumir eran un viaje fracasado con Interrail y un incipiente problema con el alcohol.
Rakel miró el reloj.
– Ya son las once. Y me esperan en casa.
Harry sintió que se le rompía el corazón.
– A mí también -dijo mientras se levantaba.
– ¿Ah, sí?
– Sí, un monstruo que tengo bajo la cama. Deja que te lleve.
Ella sonrió:
– No es necesario.
– Está prácticamente de camino.
– ¿Tú también vives en Holmenkollen?
– Muy cerca. O bastante cerca. En Bislett.
Rakel se echó a reír.
– O sea, en el otro extremo de la ciudad. Entonces ya sé qué es lo que quieres.
Harry respondió con una sonrisa bobalicona. Ella le puso la mano en el hombro:
– Quieres que te ayude a poner el coche en marcha, ¿verdad?
– Parece que no está, Helge -dijo Ellen.
Estaba junto a la ventana con el abrigo puesto, mirando entre las cortinas. Abajo, la calle aparecía desierta; el taxi había desaparecido con tres chicas muy animadas. Helge no respondió. El pájaro, que tenía una sola ala, parpadeó un par de veces y se rascó el vientre con la pata.
Probó a llamar de nuevo al móvil de Harry, pero la misma voz femenina le repitió que el teléfono estaba apagado o fuera de cobertura.
Así que le puso la funda a la jaula, le dio a Helge las buenas noches, apagó la luz y salió cerrando la puerta tras de sí. La calle Jens Bjelke estaba prácticamente desierta y se apresuró hacia la de Thorvald Meyer, pues sabía que, los sábados por la noche, aquello era un hervidero de gente. Ante la puerta del bar Fru Hagen, saludó a un par de personas a las que reconoció de haber intercambiado con ellas unas frases alguna noche lluviosa mientras hacían la ronda por los bares de Grunerløkka. Recordó que le había prometido a Kim que compraría cigarrillos y dio la vuelta para bajar al Seven-Eleven de la calle Markveien. Vio otra cara que le resultaba vagamente familiar y le sonrió automáticamente al mirarla.
En el Seven-Eleven se quedó un rato intentando recordar si Kim fumaba Camel o Camel Light y, de repente, cayó en la cuenta de lo poco que llevaban juntos. Y de cuánto les quedaba por aprender el uno del otro. Y de que, por primera vez en su vida, aquello no la asustaba, sino que más bien la llenaba de alegría. Simplemente, se sentía feliz. La idea de que Kim la esperaba desnudo en la cama a tan sólo tres manzanas de donde ella se encontraba le hizo sentir un deseo intenso y dulzón. Se decidió por Camel, esperó paciente hasta que la atendieron y, ya en la calle, optó por tomar el atajo por Akerselva.
Le llamó la atención la escasa distancia que, en las grandes ciudades, podía haber entre un barrio abarrotado de gente y otro totalmente desierto. De repente, lo único que se oía era el río y el chapoteo de sus botas en la nieve. Y, cuando se dio cuenta de que no eran sus pasos los únicos que oía, ya era demasiado tarde para arrepentirse de haber tomado el atajo. Ahora, además, empezaba a oír también otra respiración, pesada y jadeante. «Tiene miedo y está enfadado», pensó, y, en ese mismo instante, supo que su vida corría peligro. No se volvió a mirar, sino que echó a correr. Los pasos que resonaban a su espalda la seguían al mismo ritmo. Intentó correr con calma y con movimientos eficaces, no caer presa del pánico y cansarse. «No corras como una mujer», se dijo al tiempo que echaba mano del aerosol de gas que llevaba en el bolsillo del abrigo, pero los pasos se acercaban inexorables a su espalda. Pensó que sólo con que llegase al triángulo de luz del camino peatonal, estaría a salvo. Pero ella sabía que no era cierto. En efecto, justo bajo el haz de luz de la farola, la alcanzó en el hombro el primer golpe, que la derribó de lado sobre la montaña de nieve. El segundo le paralizó el brazo y el aerosol cayó rodando de su mano lastimada. El tercero le trituró la rótula, pero el dolor bloqueó su grito, que aún esperaba mudo en el fondo de su garganta bombeando la sangre en sus venas hinchadas bajo la piel, pálida por el frío invernal. Lo vio levantar el bate a la luz amarillenta de la farola, ahora lo reconocía: era el mismo hombre al que había visto ante la puerta del Fru Hagen. Sin olvidar su condición de policía, tomó nota de que llevaba una chaqueta corta de color verde, botas negras y una gorra de soldado también de color negro. El primer golpe que recibió en la cabeza le paralizó el nervio óptico y la envolvió en negras tinieblas.