«El cuarenta por ciento de los acentores comunes sobreviven -alcanzó a pensar-. Yo también acabaré sana y salva este invierno.»
Tanteó con los dedos sobre la nieve por ver si hallaba algo a lo que agarrarse. El segundo golpe la alcanzó cerca de la nuca.
«Ya falta poco para que termine -se dijo-. Pienso sobrevivir este invierno.»
Harry se detuvo ante la entrada de la casa de Rakel Fauke, en la calle Holmenkollveien. El claro resplandor de la luna le daba a su piel una apariencia irreal, cadavérica; incluso a la escasa luz del interior del coche se le veía el cansancio en los ojos.
– Bueno, pues ya está -dijo Rakel.
– Sí, ya está -repitió Harry.
– Me gustaría invitarte a entrar pero…
Harry se echó a reír.
– Supongo que Oleg no lo valoraría de forma positiva.
– Oleg lleva ya un buen rato durmiendo plácidamente, pensaba más bien en la canguro.
– ¿La canguro?
– Sí, es la hija de un oficial del CNI. No me malinterpretes, pero no soporto ese tipo de habladurías en el trabajo.
Harry clavó la mirada en el salpicadero. El cristal del indicador de velocidad se había resquebrajado, y tenía la firme sospecha de que el fusible de la bombilla del aceite se había fundido.
– ¿Oleg es tu hijo?
– Sí, ¿quién creías que era?
– Pensé que era tu pareja.
– ¿Qué pareja?
El encendedor lo habrían tirado por la ventana; o se lo habrían robado junto con la radio.
– Tuve a Oleg cuando vivía en Moscú -explicó-. Su padre y yo vivimos juntos durante diez años.
– ¿Qué pasó?
Ella se encogió de hombros.
– No pasó nada. Dejamos de querernos. Y yo regresé a Oslo.
– Así que eres…
– Una madre soltera. ¿Algún problema?
– Así que soltera. Simplemente soltera.
– Antes de que empezaras a trabajar con nosotros, alguien mencionó algo sobre ti y tu compañera de despacho en el grupo de delitos violentos.
– ¿Ellen? No. Sencillamente, nos llevábamos bien. Bueno, nos llevamos bien. Aún sigue ayudándome de vez en cuando.
– ¿A qué?
– Con el caso en el que estoy trabajando.
– Ah, sí, el caso.
Rakel volvió a mirar el reloj.
– ¿Te ayudo a abrir la puerta? -preguntó Harry.
Ella sonrió, negó con un gesto y le dio un empujón con el hombro. La puerta emitió un chirrido al abrirse.
Holmenkollåsen estaba silencioso, tan sólo se oía un leve rumor que surcaba las copas de los viejos abetos. Rakel puso un pie en la capa de nieve.
– Buenas noches, Harry.
– Una cosa más.
– ¿Sí?
– Cuando vine aquí por primera vez, ¿por qué no me preguntaste para qué buscaba a tu padre? Sólo querías saber si había algo que tú pudieses hacer por ayudarme.
– Deformación profesionaclass="underline" procuro no preguntar cuando el asunto no va conmigo.
– ¿Sigues sin sentir curiosidad?
– Yo siempre siento curiosidad. Es sólo que no pregunto. ¿Y bien?
– Estoy buscando a un antiguo soldado del frente oriental al que puede que tu padre conociese en la guerra. Este soldado ha comprado un rifle Märklin. Por cierto que tu padre no parecía estar amargado cuando hablé con él.
– Sí, parece que ese proyecto de escribir un libro lo ha despertado a la vida. Yo misma no salgo de mi asombro.
– Puede que llegue el día en que retoméis vuestra relación, ¿no?
– Puede -admitió ella.
Sus miradas se encontraron, quedaron como ancladas la una en la otra, sin poder liberarse.
– Dime, ¿estamos flirteando? -preguntó Rakel.
– Jamás se me pasaría por la cabeza.
Mucho después de haber aparcado en Bislett, en zona prohibida, aún podía recordar la sonrisa de sus ojos. Y aún la tenía presente cuando espantó al monstruo para que huyese otra vez bajo la cama, y se durmió sin percatarse de la lucecita roja del teléfono que parpadeaba indicándole que tenía un mensaje sin escuchar grabado en el contestador.
Sverre Olsen cerró la puerta, se quitó los zapatos e intentó deslizarse sin hacer ruido escaleras arriba. Se saltó el peldaño que crujía, pero sabía que era inúticlass="underline"
– ¿Sverre?
El grito venía de la puerta abierta del dormitorio.
– Sí, mamá.
– ¿Dónde has estado?
– Por ahí, mamá, dando una vuelta. Pero ya me acuesto.
Hizo oídos sordos a sus palabras, pues ya sabía cuáles eran. Caían como sucia aguanieve que desaparecía tan pronto como alcanzaba el suelo. Después cerró la puerta de su habitación y se quedó solo. Se tumbó en la cama y, mirando fijamente el techo, repasó lo sucedido. Era como una película. Cerró los ojos intentando erradicarlo de su mente, pero la película seguía pasando.
No tenía ni idea de quién era la mujer. El Príncipe había acudido a la plaza Schou, tal y como habían acordado, y lo había llevado en coche hasta la calle donde ella vivía. Habían aparcado de modo que la mujer no pudiese verlos desde la ventana de su apartamento y en cambio ellos sí pudieran verla salir. El Príncipe le había dicho que podía llevarles toda la noche y que se relajase, puso aquella maldita música de negro y bajó el respaldo de la silla. Pero después de sólo media hora, se abrió la puerta del portal y el Príncipe le dijo: «Es ella».
Sverre la persiguió a buen paso, pero no le dio alcance hasta que no salieron de la calle a oscuras y se encontraron entre un montón de gente. En un momento dado, la mujer se volvió, lo vio y lo miró a la cara; por un instante, tuvo el convencimiento de que lo había descubierto, de que ella había visto el bate que llevaba en la manga sobresalir por el cuello de la chaqueta. Sintió tanto miedo que no fue capaz de controlar el temblor de su cara. Pero después, cuando ella se encaminó hacia el Seven-Eleven, el miedo se convirtió en ira. Recordaba los detalles de la escena que transcurrió mientras estaban bajo la luz de la farola, en el camino peatonal, y, al mismo tiempo, no los recordaba. Sabía lo que había sucedido, pero era como si una parte de la historia se hubiese borrado, como en uno de esos concursos de la tele, de ese Roald Øyen, en los que te dan un fragmento de una imagen y tú tienes que adivinar lo que representa.
Volvió a abrir los ojos. Concentró la mirada en las placas de escayola del techo, abombadas por encima de la puerta. Cuando le pagaran su dinero, contrataría a un albañil para que les arreglase la fuga de agua de la que su madre llevaba quejándose tanto tiempo. Intentó pensar en la reparación del tejado, pero sabía que lo que pretendía era evitar pensar en otra cosa. Que algo no encajaba. Que esta vez había sido diferente. No como con el chino del Dennis Kebab. Aquella chica era una muchacha noruega normal y corriente. De cabello castaño y corto y ojos azules. Habría podido ser su hermana. Intentó repetirse las palabras que el Príncipe había grabado en su conciencia: que él era un soldado, que lo hacía por la causa.