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– ¿Por qué no?

El jefe de grupo Bjarne Møller creía que sólo había pensado la pregunta y quedó tan sorprendido como los demás al oír su propia voz. Tragó saliva al notar que todos lo miraban y se esforzó por mantener la vista fija en Meirik, aunque no pudo evitar dirigirla a Brandhaug. El consejero de Exteriores le hizo un guiño reconfortante.

– Bueno, como usted sabe, es normal que los atentados cuya planificación se descubre se mantengan en secreto -observó Meirik al tiempo que se quitaba las gafas. Eran unas Horst Tappert, ese tipo de gafas que tanto proliferaban en los catálogos de pedidos por correo, que se oscurecen cuando las expones al sol-. Puesto que los atentados han resultado ser tan contagiosos como los suicidios. Y, además, los de nuestra profesión no tenemos el menor deseo de desvelar nuestros métodos de trabajo.

– ¿Cuáles son los planes de vigilancia? -interrumpió el secretario.

La mujer de los pómulos salientes le entregó un documento a Meirik, que volvió a ponerse las gafas antes de empezar a leer.

– El jueves llegarán ocho hombres del Servicio Secreto con los que comenzaremos a revisar los hoteles, las rutas, el control de seguridad de todos los que van a estar cerca del presidente y a instruir a todos los policías cuyos servicios vamos a utilizar. Además, traeremos refuerzos de Romerike, Asker y Bærum.

– Y ¿para qué van a usarse esos servicios? -preguntó el secretario de Estado.

– Principalmente, para vigilancia. En torno a la embajada de Estados Unidos, al hotel en el que se alojará el séquito del presidente, al aparcamiento…

– En definitiva, la vigilancia de todos los lugares en los que no se encontrará el presidente.

– De eso nos encargamos nosotros mismos, los del CNI. Y el Servicio Secreto, claro.

– Vaya, Kurt, yo creía que a vosotros no os gustaba montar guardia -observó Brandhaug con una leve sonrisa.

El recuerdo provocó una mueca forzada en Kurt Meirik. Durante la conferencia sobre las minas antipersona, celebrada en Oslo en 1997, el CNI se negó a prestar servicios de vigilancia remitiendo a su propia valoración del riesgo, donde se concluía que «la amenaza para la seguridad era entre media y baja». El segundo día de la conferencia, la Oficina de Inmigración advirtió al ministerio de Asuntos Exteriores que uno de los noruegos a los que el CNI había dado el visto bueno como chófer de la delegación croata era un musulmán bosnio que había llegado a Noruega en la década de los setenta y era ciudadano noruego desde hacía ya muchos años; pero en 1993, sus padres y cuatro de sus hermanos murieron ejecutados por los croatas en Mostar, en Bosnia-Hercegovina. Cuando revisaron el apartamento del sujeto, hallaron dos granadas de mano y una carta de despedida en la que explicaba los motivos de su suicidio. Ni que decir tiene que la prensa jamás tuvo la menor idea de aquel suceso, pero el fregado que generó salpicó a las más altas esferas del Gobierno y la continuidad de la carrera de Kurt Meirik estuvo pendiente de un hilo hasta que Bernt Brandhaug intervino personalmente. Todo se acalló después de que uno de los funcionarios responsables del control de seguridad firmase su propio despido. Brandhaug había olvidado el nombre del funcionario, pero la colaboración con Meirik se había desarrollado sin contratiempos desde entonces.

– ¡Bjørn! -gritó con una palmada-. Ahora sí que tenemos mucho interés en escuchar lo que tengas que decir. ¡Adelante!

La mirada de Brandhaug se deslizó fugaz hacia la ayudante de Meirik, pero no tan a la ligera que se le escapase el detalle de que también ella lo miraba. O más bien, ella dirigía la vista hacia él, pero sus ojos parecían inexpresivos y ausentes. Sopesó la posibilidad de sostenerle la mirada, de ver qué tipo de expresión surgía de ellos cuando ella descubriese que él se fijaba en ella, pero desdeñó la idea. ¿No era Rakel su nombre?

Capítulo 5

PARQUE SLOTTSPARKEN

5 de Octubre de 1999

– ¿Estás muerto?

El anciano abrió los ojos y contempló la silueta de la cabeza que lo observaba desde arriba, pero el rostro desapareció en un halo de luz blanca. ¿Era ella? ¿Había acudido para llevárselo ya?

– ¿Estás muerto? -volvió a preguntar la cabeza con voz clara.

Él no respondió, pues no sabía si tenía los ojos abiertos o si sólo estaba soñando. O si, tal y como preguntaba la voz, ya estaba muerto.

– ¿Cómo te llamas?

La cabeza se desplazó y, en su lugar, vio las copas de los árboles y un cielo azul. Había estado soñando. Algo que había leído en un poema. «Los bombarderos alemanes han pasado ya.» Nordahl Grieg. Sobre el rey que huyó a Inglaterra. Las pupilas empezaron a habituarse de nuevo a la luz y recordó que se había tendido sobre el césped del parque de Slottsparken para descansar un poco. Y había debido de quedarse dormido. Sentado a su lado había un niño. Un par de ojos castaños lo contemplaban asomando entre un negro flequillo.

– Yo me llamo Ali -se presentó el pequeño.

¿Sería un niño paquistaní? El chico tenía una nariz curiosamente respingona.

– Ali significa Dios -continuó el niño-. ¿Qué significa tu nombre?

– Yo me llamo Daniel -respondió el anciano con una sonrisa-. Es un nombre bíblico que significa «Dios es mi juez».

El pequeño lo miró fijamente.

– ¿Así que tú eres Daniel?

– Así es -confirmó el hombre.

El niño seguía mirándolo, de modo que el anciano se sintió incómodo ante la idea de que tal vez creyese que era un vagabundo, puesto que estaba allí tendido sobre el césped totalmente vestido, con su abrigo de lana como manta, aunque estaba a pleno sol.

– ¿Dónde está tu madre? -preguntó para esquivar la persistente mirada del pequeño.

– Allí -dijo el niño al tiempo que se volvía para señalar.

Algo apartadas del lugar en que ellos se encontraban, había dos mujeres morenas y robustas sentadas en el césped; a su alrededor alborotaban cuatro niños.

– Pues entonces, yo soy tu juez -concluyó el chico.

– ¿Cómo?

– Ali es Dios, ¿verdad? Y Dios es juez de Daniel. Y yo me llamo Ali y tú te llamas…

Extendió la mano y le pellizcó la nariz a Ali. El niño chilló encantado. El anciano vio cómo las dos mujeres volvían la cabeza y una de ellas estaba ya levantándose cuando él soltó la nariz del pequeño.

– Ahí viene tu madre, Ali -dijo al tiempo que señalaba en dirección a la mujer que se les acercaba.

– ¡Mamá! -gritó el niño en urdu.

El viejo dedicó una sonrisa a la mujer, pero ella esquivó su mirada y, en cambio, miró con expresión severa a su hijo, que, finalmente, obedeció y se marchó trotando hacia ella. Cuando se volvieron, los ojos de la mujer pasaron sobre su figura como si fuera invisible. Sintió deseos de explicarle que no era un vagabundo, que él había participado en la construcción de aquella sociedad. Que él había pagado, había despilfarrado, había entregado cuanto tenía hasta que ya no quedó más que entregar salvo su puesto, su renuncia, su esperanza. Pero no tuvo fuerzas, estaba tan cansado que sólo quería llegar a casa. Descansar, y entonces ya vería. Era hora de que otros empezasen a pagar.

Mientras se alejaba, no oyó que el pequeño lo llamaba a gritos.

Capítulo 6

COMISARÍA GENERAL DE POLICÍA

Grønland, 10 de Octubre de 1999

Ellen Gjelten alzó la vista hacia el hombre que acababa de entrar por la puerta.

– Buenos días, Harry.

– ¡Joder!

Harry le propinó una patada a la papelera que había junto a su escritorio y la estrelló contra la pared contigua a la mesa de Ellen, desde donde salió despedida rodando mientras su contenido se esparcía sobre el suelo de linóleo: borradores desechados de informes (el caso de asesinato Ekeberg), un paquete de cigarrillos vacío (Camel, tax-free), un cartón de yogur con sabor a melón de la marca Go'morn, el diario Dagsavisen, una vieja entrada de cine (del cine Filmteateret, película Fear & Loathing in Las Vegas), un boleto de lotería sin rellenar, una piel de plátano, una revista de música (el número 69 de la revista MOJO, de febrero de 1999 con una foto del grupo Queen en la portada), una botella vacía de refresco de cola (de plástico, medio litro) y un post-it amarillo con un número de teléfono al que, durante un rato, había estado pensando si llamar o no.