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– Ya. ¿Cuánto tiempo?

– Unos meses. Seis como máximo.

– ¿Seis? -exclamó Harry.

– Será mejor que veas el lado positivo, Harry. No tienes familia de la que preocuparte, ningún…

– ¿Quiénes son el resto del equipo?

Meirik negó con la cabeza.

– No hay equipo. Vas tú solo, así será más verosímil. Y me informas directamente a mí.

Harry se frotó el mentón.

– ¿Por qué yo, Meirik? Dispones de todo un grupo de expertos en observación y en grupos de extrema derecha.

– Alguna vez tiene que ser la primera.

– ¿Y qué pasa con el rifle Märklin? Le hemos seguido la pista hasta dar con un viejo nazi y ahora estas amenazas firmadas con el «Heil Hitler»… ¿No sería mejor que siguiese trabajando en…?

– Harás lo que yo diga, Harry. -Meirik ya no tenía ganas de seguir sonriendo.

Había algo en todo aquello que no encajaba. Se lo olía, pero no entendía qué era ni cuál sería su origen. Se levantó. Meirik también.

– Te irás después del fin de semana -dijo Meirik tendiéndole la mano.

A Harry le pareció un gesto muy extraño y en el semblante de Meirik afloró una expresión de rubor, como si él también acabara de darse cuenta de lo raro que resultaba. Sin embargo, ya era demasiado tarde, la mano estaba en el aire, como desvalida, con los dedos algo separados, y Harry se la estrechó rápidamente para así acabar con aquella situación tan embarazosa lo antes posible.

Cuando Harry pasó junto a la recepción, Linda le gritó que había llegado un fax para él y que estaba en su buzón, así que Harry lo cogió al pasar. Era la lista de Halvorsen. Recorrió los nombres con la mirada mientras avanzaba por el pasillo y se esforzaba por comprender a qué parte de su ser le sería útil relacionarse con neonazis durante seis meses en un lugar insignificante del sur de Suecia. Desde luego, no a la parte que intentaba mantenerse sobria. Tampoco a la parte que estaba esperando la respuesta de Rakel a su invitación. Y decididamente, no era a la parte que quería encontrar al asesino de Ellen. En ese punto de su reflexión, y sin dejar de mirar la lista, se detuvo en seco.

Aquel último nombre…

No había razón para sorprenderse de que apareciesen viejos conocidos en la lista, pero esto era otra cosa. Aquel nombre había hecho resonar en su interior el mismo sonido que oía cuando limpiaba su Smith & Wesson 38 y volvía a juntar las piezas: ese suave clic que le decía que algo, claramente, encajaba.

Unos segundos después estaba en el despacho llamando a Halvorsen. Este tomó nota de sus preguntas y le prometió que lo llamaría en cuanto supiera algo.

Harry se echó hacia atrás en la silla. Podía oír los latidos de su corazón. Normalmente, no era su fuerte combinar pequeños fragmentos de información que, a simple vista, no tenían nada que ver entre sí. Aquello se debía sin duda a un arrebato de inspiración. Cuando Halvorsen llamó un cuarto de hora más tarde, Harry tenía la sensación de llevar horas esperando.

– Concuerda -declaró Halvorsen-. Una de las huellas de bota del escenario del crimen pertenecía a unas botas Combat del número cuarenta y cinco. Lo pudieron determinar porque la bota era prácticamente nueva.

– ¿Y sabes quién utiliza botas Combat?

– Por supuesto, están aprobadas por la OTAN, muchos de los oficiales de Steinkjer las encargaron expresamente. Y he visto que muchos hinchas ingleses también las usan.

– Correcto. Cabezas rapadas. Bootboys. Neonazis. ¿Encontraste alguna foto?

– Cuatro. Dos del Taller de la Cultura de Aker y dos de una manifestación celebrada ante la casa Blitz, en el noventa y dos.

– ¿Lleva gorro en alguna de ellas?

– Sí, en la del Taller de la Cultura de Aker.

– ¿Una gorra Combat?

– Déjame ver.

Harry oyó el crujido de la respiración de Halvorsen contra el micrófono. Mientras esperaba, elevó una plegaria por que la respuesta fuese la deseada.

– Parece una Verte -dijo Halvorsen al fin.

– ¿Estás seguro? -insistió Harry sin intentar ocultar su decepción.

Halvorsen creía estar seguro y Harry lanzó una maldición.

– Pero las botas nos serán de ayuda, ¿no? -le recordó Halvorsen tímidamente.

– El asesino se habrá deshecho de ellas, a menos que sea idiota. Y el hecho de que patease las huellas que dejó sobre la nieve indica que no lo es.

Harry dudaba. Reconocía esa sensación, ese repentino convencimiento de saber quién era el autor del crimen, y sabía que esa sensación era peligrosa, porque uno dejaba de hacerle caso a la duda, a esas pequeñas voces que sugieren contradicciones, que la perspectiva no es perfecta. La duda era como un jarro de agua fría y uno no quiere un jarro de agua fría cuando siente que está a punto de atrapar a un asesino. Sí. Harry había estado seguro otras veces. Y se había equivocado.

Halvorsen seguía hablando.

– Los mandos de Steinkjer compraron las botas Combat directamente a Estados Unidos, así que no puede haber muchas tiendas que las vendan. Y las botas del asesino son casi nuevas…

Harry siguió a la perfección su razonamiento:

– ¡Muy bien, Halvorsen! Averigua quién las vende y empieza por las tiendas de accesorios militares. Después haces una ronda mostrando las fotos y preguntas si alguien recuerda haberle vendido un par de botas a ese tipo en los últimos meses.

– Harry, verás…

– Ya sé, antes he de obtener el visto bueno de Møller.

Harry sabía que las posibilidades de encontrar a un dependiente que recordase a todos los clientes a quienes les había vendido zapatos en los últimos meses eran mínimas. Claro está que las probabilidades mejoraban ligeramente si el cliente llevaba las palabras «Sieg Heil» tatuadas en el cogote, pero aun así… Tarde o temprano, Halvorsen tenía que aprender que el noventa por ciento del trabajo de la investigación de un asesinato consistía en buscar en el lugar equivocado. Después de colgar, Harry llamó a Møller. El jefe de grupo escuchó sus argumentos y cuando Harry terminó, se aclaró la garganta y le contestó:

– Me alegra oír que tú y Tom Waaler por fin estáis de acuerdo en algo.

– ¿Ah, sí?

– Me llamó hace media hora para pedirme casi lo mismo que tú. Le di permiso para interrogar aquí a Sverre Olsen.

– ¡Vaya, qué coincidencia!

– ¿Verdad?

Harry no sabía exactamente qué decir. Así que cuando Møller le preguntó si quería alguna otra cosa, murmuró un adiós y colgó. Miró por la ventana. El tráfico de la hora punta acababa de iniciarse en la calle Schweigaard. Centró su atención en un hombre con abrigo gris y sombrero anticuado y siguió su lento caminar hasta perderlo de vista. Harry notó que su pulso volvía a la normalidad. Klippan. Casi lo había olvidado, pero ahora volvió a su mente como una resaca paralizante. Pensó en llamar al número interno de Rakel, pero desechó la idea.

Entonces ocurrió algo extraño.

Un movimiento que observó en un lateral de su campo de visión lo hizo dirigir la vista hacia algo que había al otro lado de la ventana. Al principio no pudo distinguir lo que era, sólo que se acercaba a gran velocidad. Abrió la boca, pero la palabra, el grito, o lo que quiera que su cerebro intentase formular, no llegó nunca a traspasar sus labios. Sonó un golpe suave, el cristal de la ventana vibró ligeramente y se quedó mirando una mancha de humedad en cuyo centro aparecía adherida una pluma gris, meciéndose al viento primaveral. Se quedó sentado un momento. Luego cogió su chaqueta y se apresuró hacia el ascensor.

Capítulo 63

CALLE JENS BJELKE

2 de Mayo de 2000

Sverre Olsen subió el volumen de la radio. Hojeaba lentamente las páginas del último número de la revista de moda Kvinner & Kiær de su madre, mientras escuchaba al locutor dar la noticia de las cartas de amenazas recibidas por los líderes de la Organización Sindical. Las gotas caían sin cesar por el canalón que pasaba justo sobre la ventana del salón. Soltó una carcajada. Sonaba a uno de los planes de Roy Kvinset. Aunque esperaba que esta vez las cartas tuviesen menos faltas de ortografía.