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Miró el reloj. Aquella tarde se hablaría mucho del asunto en torno a las mesas de la pizzería Herbert. Estaba sin blanca, pero esa semana había reparado la vieja aspiradora Wilfa y su madre tal vez estuviese dispuesta a prestarle cien coronas. ¡A la mierda con el Príncipe! ¡Podía irse al diablo! Ya habían pasado quince días desde la última vez que le prometió que le pagaría «dentro de un par de días». Entre tanto, un par de personas a las que Sverre les debía dinero empezaron a adoptar un tono desagradablemente amenazador. Y lo peor de todo: otros habían ido a ocupar su mesa en la pizzería. Ya había pasado bastante tiempo desde el ataque al Dennis Kebab.

Últimamente, cuando estaba en la pizzería, le entraban a veces unas ganas irresistibles de levantarse y de gritar que era él quien había matado a la policía en Grunerløkka. Que el chorro de sangre que brotó con el último golpe salió disparado hacia arriba como un geiser, que murió entre gritos. No había razón para confesar que no tenía ni idea de que fuese oficial de policía. Ni tampoco que la sangre casi lo hizo vomitar.

¡El Príncipe podía irse al diablo! ¡Él sí sabía que ella era madero!

Sverre se merecía esos cuarenta mil, nadie podía negarlo. Pero ¿qué podía hacer? Después de lo que había pasado, el Príncipe le había prohibido llamarlo. Como precaución hasta que la cosa se hubiera calmado un poco, dijo.

Las bisagras de la puerta de la verja chirriaban. Sverre se levantó, apagó la radio y salió al pasillo. Mientras subía las escaleras, oyó los pasos de su madre sobre la gravilla del camino. Ya en su habitación, oyó también el tintineo de las llaves en la cerradura. Mientras ella trajinaba abajo, él se quedó de pie en medio de la habitación mirándose en el espejo. Pasó una mano por la calva y sintió los milimétricos pinchos de pelo que le rozaban los dedos como un cepillo. Se había decidido. Aunque le dieran los cuarenta mil, buscaría un trabajo. Estaba harto de estar en casa sin hacer nada y, la verdad, también estaba hasta el gorro de «los amigos» de la pizzería. Harto de seguir a gente que no iba a ninguna parte. Había sacado el curso de Técnico Electricista en la escuela de formación profesional y se le daba bien arreglar aparatos. Había muchos electricistas que buscaban aprendices y ayudantes. En un par de semanas, el pelo le habría crecido lo suficiente como para que no se viese el tatuaje de «Sieg Heil» en el cogote.

Cierto, el pelo. De repente se acordó de la llamada que había recibido la noche anterior, el policía con acento de Trøndelag que le había preguntado si llevaba el cabello teñido de rojo. Cuando se despertó esa mañana, pensó que había sido un sueño, hasta que su madre le preguntó en el desayuno qué clase de gente era la que llamaba a una casa a las cuatro de la madrugada.

Sverre apartó la vista del espejo y se centró en las paredes de su habitación. La foto del Líder, los posters del concierto de Burrum, la bandera con la esvástica, las cruces de hierro y el póster de Blood & Honour, una imitación de los viejos carteles de propaganda de Joseph Goebbels. Por primera vez se dio cuenta de que le recordaba a la habitación de un niño. Si sustituyera el pendón de Resistencia Blanca por el del Manchester United y la foto de Heinrich Himmler por la de David Beckam, aquello parecería el dormitorio de un chico de catorce años.

– ¡Sverre! -gritó su madre.

Cerró los ojos.

No terminaba de irse. Nunca terminaba de irse.

– ¡Sí! -respondió tan alto que el grito le resonó en la cabeza.

– ¡Hay alguien aquí que quiere hablar contigo!

¿Allí mismo? ¿Alguien que quería hablar con él? Sverre abrió los ojos y observó indeciso su propia imagen en el espejo. Nadie iba nunca a su casa. Según creía, ni siquiera sabían que viviese allí. Sintió que se le aceleraba el corazón. ¿Sería el policía de Trøndelag otra vez?

Ya iba camino de la puerta cuando ésta se abrió.

– Buenos días, Olsen.

Por la ventana de la escalera entraba el sol primaveral, de modo que, a contraluz, sólo vio en el umbral la silueta de un hombre. Pero al oír su voz, supo perfectamente quién era.

– ¿No te alegras de verme? -le preguntó el Príncipe cerrando la puerta tras de sí. Ya dentro, miró con curiosidad las paredes-. Vaya rincón que tienes aquí.

– ¿Cómo te ha dejado…?

– ¿Tu madre? Le enseñé esto -explicó el Príncipe al tiempo que agitaba en su mano una tarjeta con el escudo nacional en dorado sobre fondo celeste. En el dorso se leía POLICÍA.

– Joder -dijo Sverre tragando saliva-. ¿Es de verdad?

– ¿Quién sabe? Relájate, Olsen. Siéntate.

El Príncipe le señaló la cama y él se sentó a caballo en la silla del escritorio.

– ¿Qué haces aquí? -quiso saber Sverre.

– ¿Tú qué crees? -preguntó el Príncipe a su vez, con una amplia sonrisa-. Ha llegado la hora de ajustar cuentas, Olsen.

– ¿Ajustar cuentas?

Sverre no se había recobrado aún de la sorpresa. ¿Cómo sabía el Príncipe dónde vivía? Y aquella tarjeta de la policía… Al verlo ahora, Sverre se dio cuenta de que el Príncipe podría ser policía: el cabello pulcramente peinado, sus ojos tan fríos, el bronceado de solario y el dorso bien entrenado, la chaqueta corta de piel negra y suave y los vaqueros azules. ¡Qué raro que no se hubiese dado cuenta antes!

– Sí -dijo el Príncipe sin perder su sonrisa-. Ha llegado la hora de saldar cuentas.

Sacó un sobre del bolsillo interior y se lo tendió a Sverre.

– ¡Por fin! -exclamó Sverre con una sonrisa fugaz y nerviosa a un tiempo, mientras metía la mano en el sobre-. Pero ¿qué es esto? -preguntó al ver que lo que sacaba era una hoja de papel.

– Es una lista con los nombres de las ocho personas a las que el grupo de delitos violentos visitará en breve y de las que, con toda probabilidad, tomará una muestra de sangre para un análisis de ADN, y comprobará si coincide con los restos de piel que se encontraron en la gorra que te dejaste en el lugar del crimen.

– ¿Mi gorra? ¡Me dijiste que la habías encontrado en tu coche y que la habías quemado!

Sverre miraba aterrado al Príncipe, que negaba con gesto compasivo.

– Pues parece que lo que sucedió en realidad fue que, cuando volví al lugar del crimen, vi que había allí una pareja joven, muy asustada, que esperaba la llegada de la policía. La gorra debió de caérseme en la nieve a sólo unos metros del cuerpo.

Sverre se pasó las manos por la cabeza varias veces.

– Pareces aturdido, Olsen.

Sverre asintió con la cabeza e intentó sonreír, pero sus labios no parecían dispuestos a obedecerle.

– ¿Quieres que te lo explique?

Sverre asintió otra vez.

– Cuando un policía muere asesinado, se atribuye al caso la máxima prioridad hasta que se encuentra al asesino, sin importar lo que se tarde en conseguirlo. Esta norma no figura en ningún reglamento, pero el hecho es que nunca se cuestionan los recursos utilizados cuando la víctima es oficial de policía. Ese es el problema cuando se asesina a un policía: los investigadores nunca se rinden hasta haber encontrado…

Señaló a Sverre.

– … al culpable. Sólo era una cuestión de tiempo, así que me he permitido ayudar un poco a los investigadores para que la espera no sea tan larga.

– Pero…

– ¿Te preguntarás por qué he ayudado a la policía a encontrarte cuando es más que probable que me delates para que te reduzcan la pena?

Sverre tragó saliva. Intentó pensar, pero aquello era demasiado y su mente se atascó.

– Comprendo, es complicado, ¿verdad? -dijo el Príncipe pasando un dedo por la réplica de la Cruz de Hierro que colgaba de un clavo en la pared-. Por supuesto, te podía haber pegado un tiro justo después del asesinato. Pero entonces la policía se habría dado cuenta de que el objetivo de ese crimen no era otro que el de eliminar pistas, y habrían seguido la búsqueda.