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Harry miraba fijamente el fondo de su taza, mientras reflexionaba sobre el gran silencio que reinaba en algunos barrios residenciales de Oslo.

– No he venido para hablar de ti, señora Juul. ¿Recuerdas a un combatiente noruego que se llamaba Gudbrand Johansen?

Signe Juul dio un respingo, sobresaltada, y Harry comprendió que había dado en el blanco.

– ¿Qué es lo que quieres saber realmente? -preguntó ella con expresión severa.

– ¿Tu marido no te lo ha contado?

– Even nunca me cuenta nada.

– Bien. Estoy intentando recabar información sobre los combatientes noruegos que estuvieron en Sennheim antes de ser enviados al frente.

– Sennheim -repitió ella como para sus adentros-. Daniel estuvo allí.

– Sí, sé que estuviste prometida a Daniel Gudeson. Sindre Fauke me lo contó.

– ¿Quién es Sindre Fauke?

– Un viejo combatiente del frente y miembro de la Resistencia al que tu marido conoce. Fue Fauke quien me sugirió que hablase contigo sobre Gudbrand Johansen. Fauke desertó, así que no sabe qué fue de Gudbrand después. Pero otro combatiente, Edvard Mosken, me contó un episodio relacionado con una granada de mano que explosionó en la trinchera. Mosken no sabía exactamente lo que había pasado después, pero si Johansen sobrevivió, es normal suponer que terminase en el hospital de campaña.

Signe Juul chasqueó la lengua, Burre acudió y ella hundió la mano en el recio pelaje hirsuto del animal.

– Sí, recuerdo a Gudbrand Johansen -admitió al fin-. Daniel hablaba de él de vez en cuando en sus cartas, tanto en las que mandó desde Sennheim como en las notas que recibí en el hospital de campaña. Eran muy diferentes. Pero creo que, con el tiempo, Gudbrand Johansen llegó a ser para él como un hermano menor. -Calló un instante y sonrió-. ¡En compañía de Daniel, casi todos se convertían en hermanos menores!

– ¿Sabes lo que le pasó a Gudbrand?

– Lo trajeron al hospital de campaña donde yo trabajaba, como dijiste, cuando el frente estaba a punto de caer en manos rusas, en plena retirada. No nos llegaban las medicinas porque todas las carreteras estaban bloqueadas a causa del ingente tráfico en sentido contrario. Johansen estaba malherido, entre otras cosas tenía restos de metralla de granada en el muslo, justo encima de la rodilla. El pie estaba a punto de gangrenarse y corría el riesgo de que tuviésemos que amputar. Así que, en lugar de esperar a que llegasen las medicinas, que no llegaban nunca, lo enviamos al oeste, que era adonde iba todo el mundo. Lo último que vi de él fue su cara que me despedía desde un camión, con barba de semanas, asomando por una manta. La mitad de las ruedas se hundían en el lodo y el camión tardó una hora en pasar la primera curva antes de desaparecer de mi vista.

El perro apoyaba la cabeza en su regazo y la miraba con ojos tristones.

– ¿Y eso es lo último que viste o que has sabido de él?

La mujer se llevó la taza de fina porcelana a los labios, dio un brevísimo sorbo y volvió a dejarla en la mesa. La mano le temblaba, poco, pero le temblaba.

– Unos meses más tarde, recibí una postal suya en la que decía que tenía algunas de las pertenencias de Daniel, entre otras cosas, una gorra de un uniforme ruso que, según entendí, era una especie de trofeo de guerra. La carta era algo confusa, pero es normal al principio, cuando estás recuperándote después de haber sido herido en campaña…

– ¿La postal, la has…?

Ella negó con la cabeza, pues no la conservaba.

– ¿Recuerdas desde dónde la envió?

– No, sólo que el nombre me hizo pensar que se trataba de algún lugar en el campo y me dije que seguro que estaría bien allí.

Harry se levantó.

– ¿Cómo sabía ese Fauke de mí? -preguntó ella.

– Bueno… -Harry no sabía muy bien cómo responder, pero ella se le adelantó.

– Ya, todos los combatientes del frente han oído hablar de mí -dijo con una sonrisa-. La mujer que vendió su alma al diablo por una reducción de la pena. ¿Es eso lo que piensan?

– No lo sé -dijo Harry, que sentía ya la necesidad de marcharse.

Se encontraban a dos manzanas de la circunvalación pero, por la intensidad del silencio, podrían haber estado junto a un lago de montaña.

– ¿Sabes?, yo nunca vi a Daniel después de que me dijeran que había muerto.

Fijó la vista en el vacío.

– Recibí una felicitación suya de Año Nuevo por medio de uno de los oficiales sanitarios y, tres días más tarde, vi el nombre de Daniel en la lista de los caídos. No me lo creí y me negué a creerlo hasta que no hubiese visto el cuerpo, así que me llevaron a la fosa común del sector norte, donde quemaban los cadáveres. Descendí a la fosa pisando cuerpos sin vida, buscando de cadáver en cadáver, entre ojos hueros y carbonizados. Pero ninguno era el de Daniel. Me dijeron que me sería imposible reconocerlo, pero yo les dije que se equivocaban, que sí podría. Entonces me sugirieron que quizá lo habrían enterrado en una de las otras fosas. No lo sé, pero nunca llegué a verlo.

Harry carraspeó, y tan sumida estaba ella en sus recuerdos, que se sobresaltó.

– Gracias por el café, señora Juul.

La mujer lo acompañó hasta la entrada. Mientras se ponía el abrigo, Harry se esforzó por encontrar el rostro de la mujer entre los retratos que había en las paredes del pasillo, pero fue en vano.

– ¿Es preciso que Even lo sepa? -le preguntó cuando le abrió la puerta.

Harry la miró, sorprendido.

– Quiero decir, ¿tiene que saber que hemos hablado de esto? -explicó-. ¿De la guerra y… de Daniel?

– Bueno, no, si tú no quieres. Naturalmente.

– Se dará cuenta de que has estado aquí. Pero ¿no podemos decir simplemente que estuviste esperándolo y que, como tardaba, tuviste que marcharte para acudir a tiempo a otra cita?

Su mirada transmitía una súplica. Y algo más.

Harry no cayó en la cuenta de qué era hasta que llegó a la circunvalación y bajó la ventanilla para oír el rugido liberador y ensordecedor de los coches, que le vació la cabeza de tanto silencio. Era miedo. Signe Juul tenía miedo de algo.

Capítulo 70

CASA DE BRANDHAUG, NORDBERG

9 de Mayo de 2000

Bernt Brandhaug golpeó ligeramente el borde del vaso con el cuchillo y se tapó la boca con la servilleta mientras emitía un leve carraspeo. Una brevísima sonrisa se formó en sus labios, como si gozase de antemano de los elementos ingeniosos que contenía el discurso que iba a pronunciar ante sus invitados: la comisario jefe Størksen y su marido y Knut Meirik y su esposa.

– Queridos amigos y colegas -comenzó.

Por el rabillo del ojo vio cómo su mujer sonreía forzadamente a los otros, como diciendo: «Siento que tengamos que pasar por esto, pero es algo sobre lo que no tengo ningún control».

Aquella noche Brandhaug pensaba hablar de amistad y de corporativismo, de la importancia de la lealtad y de hacer acopio de buenos elementos como defensa contra el margen que la democracia suele dejar a la mediocridad, la fragmentación de responsabilidades y la incompetencia. Por supuesto, no podía esperarse que amas de casa y campesinos, democráticamente elegidos, comprendieran la complejidad de los asuntos de Estado de los que debían ocuparse.

– La democracia tiene en sí su propia recompensa -declaró Brandhaug con una expresión que había robado y hecho suya-. Pero eso no significa que la democracia no tenga un precio. Cuando convertimos en ministro de Economía a un metalistero…

De vez en cuando comprobaba si la comisario jefe estaba escuchando, añadía un comentario jocoso sobre el proceso de democratización de algunas antiguas colonias africanas, donde él mismo había sido embajador… Pero el discurso, el mismo que había pronunciado ya en varias ocasiones para auditorios diversos, no era capaz de entusiasmarlo lo bastante aquella noche. En efecto, sus pensamientos estaban en otro lugar, el mismo en el que se habían instalado, prácticamente, durante las últimas semanas: con Rakel Fauke.