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Se quedó un rato tumbado para recuperar el ritmo normal de la respiración. Tenía la camisa pegada al cuerpo, a causa del sudor. Después, se puso boca abajo y miró de nuevo hacia la casa.

Era una casa grande de vigas negras. Llevaba allí tumbado desde aquella mañana y sabía que la esposa estaba sola en casa. Aun así, había luz en todas las ventanas, tanto en el primer piso como en la planta alta. La había visto encender las luces en cuanto empezó a anochecer y supuso que le daría miedo la oscuridad.

Él mismo también tenía miedo. Aunque no de la oscuridad, nunca la había temido. Él sentía miedo del tiempo que se le escapaba. Y de los dolores. Eran conocidos recientes y aún no había aprendido a controlarlos. Por otro lado, tampoco sabía si sería capaz. ¿Y el tiempo?

Intentó dejar de pensar en células que se dividían y se dividían y se dividían…

La luna apareció pálida en el cielo. Miró el reloj. Las siete y media. Pronto estaría demasiado oscuro y tendría que esperar hasta el día siguiente y, en ese caso, tendría que pasar la noche en aquella cabaña.

Contempló lo que había construido, dos ramas en forma de Y clavadas en la tierra a una altura de medio metro sobre la pendiente. En los ángulos de cada Y descansaba una rama de pino, sobre la que se apoyaban a su vez los extremos de otras tres ramas largas, también clavadas en la tierra. Sobre todo ello había extendido una gruesa capa de ramas de abeto. Obtuvo así una especie de tejadillo que lo protegía de la lluvia, le permitía conservar algo de calor y constituía cierto camuflaje contra los senderistas por si, contra todo pronóstico, se desviasen del camino. Había tardado algo menos de media hora en preparar su escondite.

Consideró ínfimo el riesgo de ser descubierto desde la carretera o desde alguna de las casas vecinas. Quien avistara el escondite entre los troncos de los árboles a una distancia de casi trescientos metros, debía poseer, sin duda, una excepcional agudeza visual. Para asegurarse aún más, cubrió casi toda la apertura con ramas de abeto y envolvió la escopeta con trapos para que el sol de la tarde no se reflejara en el acero.

Volvió a mirar el reloj. ¿Por qué demonios tardaba tanto ese hombre?

Bernt Brandhaug giró el vaso en la mano y volvió a mirar el reloj. ¿Por qué demonios tardaba tanto esa mujer?

Habían quedado a las siete y media y ya eran casi las ocho menos cuarto. Apuró la copa de un trago y se sirvió otro whisky de la botella que le habían subido a la habitación.

Jameson. Lo único bueno que alguna vez había venido de Irlanda. Se sirvió una vez más. Había tenido un día espantoso. El titular del diario Dagbladet hizo que el teléfono no dejase de sonar. Recibió el apoyo de varias personas pero, al final, llamó al director de noticias de Dagbladet, un viejo compañero de estudios, para dejarle claro que lo habían citado erróneamente. Con prometerles información interna sobre el fallo garrafal cometido por el ministro de Asuntos Exteriores durante la última reunión de la CEE, fue más que suficiente. El director pidió tiempo para reflexionar. Una hora después, le devolvió la llamada. Le explicó que la tal Natasja era nueva y que había admitido que pudo haber malinterpretado las palabras de Brandhaug. No iban a desmentirlo, pero tampoco abundarían en ello. Habían salvado los restos del naufragio.

Brandhaug dio un trago largo, saboreó el whisky apreciando su aroma crudo y al mismo tiempo suave, en la parte superior de las fosas nasales. Miró a su alrededor. ¿Cuántas noches había pasado allí? ¿Cuántas veces se había despertado en la cama extragrande y demasiado blanda con un ligero dolor de cabeza después de algunas copas de más? ¿Cuántas veces se había despertado pidiéndole a la mujer que tenía a su lado, cuando aún seguía allí, que tomase el ascensor hasta la sala de desayunos del segundo piso y que bajase las escaleras hasta la recepción, para que pareciera que venía de una reunión matinal y no de una de las habitaciones de huéspedes? Sólo por si acaso.

Se sirvió otra copa.

Con Rakel sería diferente. A ella no la mandaría a la sala de desayunos.

Llamaron suavemente a la puerta. Se levantó, echando un último vistazo a la exclusiva colcha amarilla y dorada, sintió un leve amago de angustia que se apresuró a desechar y recorrió los cuatro pasos que lo separaban de la puerta. Se miró en el espejo de la entrada, pasó la lengua por sus blancos incisivos, humedeció un dedo, se lo pasó por las cejas y, finalmente, abrió.

Ella estaba apoyada en la pared con el abrigo desabrochado. Debajo llevaba un vestido de lana. Le había pedido que se pusiera algo rojo. Observó sus párpados cargados y su sonrisa, un tanto irónica. Brandhaug estaba sorprendido, nunca la había visto así. Se diría que había bebido o que se había tomado alguna pastilla. Sus ojos lo miraban con apatía, apenas si reconoció su voz cuando la oyó murmurar que había estado a punto de equivocarse de puerta. La tomó del brazo, pero ella se soltó y entonces él la condujo al interior de la habitación empujándole suavemente la espalda. Ella se dejó caer pesadamente en el sofá.

– ¿Una copa? -preguntó Brandhaug.

– Por supuesto -farfulló Rakel-. A menos que prefieras que me desnude enseguida.

Brandhaug le sirvió una copa sin contestar. Adivinó lo que intentaba hacer. Pero se equivocaba si creía que podía arruinarle el placer asumiendo el papel de mujer comprada y pagada. Cierto que él habría preferido que hubiera adoptado el papel que solían elegir sus conquistas en Exteriores, el de la joven inocente que se deja seducir por los irresistibles encantos de su jefe, por su sensualidad masculina y por su seguridad en sí mismo. Pero lo más importante era que se doblegase a sus deseos.

Era demasiado viejo para creer que a las personas las movían razones románticas. La diferencia solía estribar en qué era lo que deseaban conseguir: poder, carrera profesional o la custodia de un hijo.

Nunca le había preocupado que lo que las deslumbrase fuera su condición de jefe, puesto que, en efecto, era jefe. Era el consejero de Exteriores Bernt Brandhaug. ¡Joder, había invertido los esfuerzos de toda una vida para serlo! El hecho de que Rakel hubiese consumido drogas y se le ofreciese como una prostituta, no cambiaba nada.

– Lo siento, pero necesito poseerte -dijo poniendo dos cubitos de hielo en su vaso-. Cuando me conozcas, comprenderás todo esto mucho mejor. Pero de todas formas, te daré algo así como una primera lección, una idea preliminar de lo que me mueve.

Hizo una pausa y le ofreció la copa.

– Hay hombres que se pasan la vida arrastrándose por el suelo y se contentan con las migas. Otros nos levantamos y caminamos erguidos hasta la mesa y encontramos allí el sitio que nos pertenece. Somos minoría, porque nuestras elecciones en la vida nos hacen a veces ser brutales, y esa brutalidad nos exige un esfuerzo de negación de nuestra educación socialdemócrata e igualitaria. Ahora bien, si he de elegir entre eso y arrastrarme, prefiero romper con una moral miope que no es capaz de individualizar los actos y considerarlos con perspectiva. Y, en fin, creo que en el fondo, me respetarás por ello.

Ella no contestó y se dedicó a su copa.

– Hole no suponía ningún problema para ti -observó ella-. Él y yo sólo somos buenos amigos.

– Creo que mientes -declaró Brandhaug mientras, vacilante, le llenaba el vaso que ella le acercó-. Y te quiero sola. No me malinterpretes: cuando te impuse la condición de que cortases inmediatamente toda relación con Hole, no fue tanto por celos como por cierto principio de pureza. En cualquier caso, no le vendrá mal una corta estancia en Suecia, o donde quiera que Meirik lo haya enviado.

Brandhaug soltó una risita.

– ¿Por qué me miras de esa forma, Rakel? Yo no soy el rey David y Hole…, ¿cómo dijiste que se llamaba aquel a quien el rey David hizo enviar a primera fila en el frente?