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– Urías -murmuró ella.

– Eso. ¿Ese sí murió en el frente, no?

– Claro, de lo contrario, no sería una buena historia -explicó ella.

– Bien, pero aquí no va a morir nadie. Y, si no recuerdo mal, el rey David y Betsabé vivieron relativamente felices después.

Brandhaug se sentó a su lado en el sofá y le puso un dedo bajo ei mentón para que lo mirase.

– Dime, Rakel, ¿cómo es que sabes tanto de la Biblia?

– Buena formación -ironizó ella soltándose para quitarse el vestido.

Brandhaug tragó saliva y la miró perplejo. Era preciosa. Tenía la ropa interior blanca. Le había pedido específicamente que llevase ropa interior blanca. Resaltaría el matiz dorado de su piel. Era imposible advertir que hubiese pasado por un parto. El hecho de que así fuese, de saber que era fértil, que había amamantado a un niño con su pecho, la hacía más atractiva aún a los ojos de Bernt Brandhaug. Era perfecta.

– No tenemos prisa -aseguró posando una mano sobre su rodilla.

Pese a que su rostro no dejó traslucir ningún sentimiento, él notó que se ponía tensa.

– Haz lo que quieras -dijo Rakel encogiéndose de hombros.

– ¿No quieres ver la carta primero?

Señaló con la cabeza el sobre marrón con el sello de la embajada rusa, que estaba encima de la mesa. En la breve misiva del embajador Vladimir Aleksandrov a Rakel Fauke, éste le rogaba que ignorase la anterior citación de las autoridades rusas para tramitar el asunto de la custodia de Oleg Fauke Gosev. Se había aplazado la causa por tiempo indefinido, debido a las largas colas de los juzgados. No había sido tarea fácil. Brandhaug se vio obligado a recordarle a Aleksandrov un par de favores que la embajada rusa le debía. Además de prometerle un par de favores más, alguno totalmente al límite de lo que un consejero de Asuntos Exteriores noruego podía permitirse.

– Me fío de ti -replicó ella-. ¿Podríamos acabar con esto de una vez?

Apenas si parpadeó cuando él le pasó la mano por la mejilla, pero Brandhaug notó que le bailaba la cabeza, como si fuese una muñeca de trapo.

Brandhaug se frotó la mano escrutándola pensativo.

– No eres estúpida, Rakel -comenzó-. De modo que me figuro que comprendes que esto es algo provisional, que deben pasar aún seis meses hasta que la reclamación prescriba. Puedes recibir una nueva citación en cualquier momento, bastaría con una llamada mía.

Ella lo miró y, por fin, creyó ver algo de vida en sus ojos.

– Así que creo que lo que procede en este momento -prosiguió el consejero- es una disculpa.

La vio respirar con dificultad y sus ojos, antes muertos, se bañaron lentamente en llanto.

– ¿Y bien? -insistió.

– Perdón -dijo ella con voz apenas audible.

– Tienes que hablar más alto, Rakel.

– Perdón.

– Bueno, bueno, Rakel -dijo él al tiempo que le secaba una lágrima de la mejilla-. Esto irá muy bien. En cuanto me conozcas. Ése es mi deseo, que seamos amigos. ¿Lo comprendes, Rakel?

Ella asintió con un gesto.

– ¿Seguro?

Rakel volvió a asentir sin dejar de sollozar.

– Estupendo.

Brandhaug se levantó y se quitó el cinturón.

Hacía una noche inusualmente fría y el viejo se había metido en el saco de dormir. Estaba tumbado sobre una gruesa capa de ramas de abeto, pero el frío la traspasaba, ascendía desde la tierra penetrando su cuerpo. Se le habían entumecido las piernas y, a intervalos regulares, tenía que balancearse de un lado a otro para no perder la sensibilidad también en el torso.

Seguía habiendo luz en todas las ventanas de la casa; fuera, en cambio, era tal la oscuridad que apenas si veía con los binoculares. No obstante, aún conservaba la esperanza. Si el hombre volvía a casa aquella noche, llegaría en coche y la lámpara que había sobre el dintel de la puerta del garaje que daba al bosque estaba encendida. El anciano miró por los binoculares. Aquella lámpara no daba mucha luz; pese a todo, la puerta del garaje era lo suficientemente clara como para distinguir bien al sujeto cuando se colocase ante ella.

Se tumbó de espaldas. Todo estaba en silencio, oiría llegar el coche.

Esperaba no quedarse dormido. El repentino acceso de dolor le había mermado las fuerzas. Pero no, no iba a quedarse dormido. Nunca antes se había dormido en una guardia. Nunca. Saboreó el odio, intentando hallar en él algún calor. Éste era diferente, éste no era como el otro odio que ardía con una pequeña llama constante, ese otro odio que tantos años llevaba allí, consumiendo y limpiando la periferia de pensamientos insignificantes, creando así una perspectiva que le permitía verlo todo mucho mejor. El nuevo odio ardía con tanta intensidad que no estaba seguro de quién, si él o el odio, tenía el control. Sabía que no debía dejarse llevar, tenía que mantenerse frío.

Contempló el cielo estrellado entre los abetos. Todo estaba en silencio. Silencioso y frío. Iba a morir. Todos iban a morir. Era un pensamiento bueno, intentó retenerlo. Cerró los ojos.

Brandhaug miró fijamente la araña de cristal que colgaba del techo. Un rayo de luz azul del luminoso de Blaupunkt se reflejó en los prismas. Tan silencioso, tan frío.

– Ya puedes irte -dijo.

Lo dijo sin mirarla. Tan sólo oyó el ruido del edredón al retirarlo y notó cuándo se levantaba de la cama. Luego, el sonido de la ropa mientras se vestía. Ella no había dicho una sola palabra. Ni cuando él la tocaba ni cuando él le ordenó que lo tocase. Tan sólo le ofreció sus grandes ojos oscuros muy abiertos. Ensombrecidos por el miedo. O por el odio. Y por eso se había sentido tan mal que no…

Al principio intentó fingir que no pasaba nada, seguía esperando la sensación. Pensó en otras mujeres a las que había poseído, en todas las veces que había funcionado. Pero la sensación no se presentó y después de un rato, le pidió que dejase de tocarlo, no había razón para permitirle que siguiera humillándolo.

Ella obedeció como un robot. Procuraba cumplir con su parte del trato; nada más y nada menos. Aún faltaba medio año para que el caso de Oleg prescribiera. Tenía mucho tiempo. No valía la pena agobiarse, habría más días, más noches.

Volvió a empezar desde el principio; pero estaba claro que no debió haber tomado esas copas, lo entumecieron y lo dejaron insensible a las caricias, tanto a las de ella como a las suyas propias.

Luego le ordenó que se metiese en la bañera. Preparó dos copas. Agua caliente, jabón. Mantuvo largos monólogos sobre lo hermosa que era, pero ella no dijo nada. Tanto silencio. Tanto frío. Al final, el agua también terminó por enfriarse, la secó y la llevó de nuevo a la cama. Después del baño, su piel quedó seca y áspera. Ella empezó a temblar y entonces él notó su propia reacción. Por fin. Sus manos descendieron por su cuerpo, hacia abajo, más abajo. Hasta que se encontró una vez más con sus ojos. Grandes, oscuros, muertos. Clavados en el techo. Y la magia volvió a desaparecer. Sintió deseos de golpearla para hacer revivir sus ojos muertos, azotarla con la mano abierta, ver cómo se le enrojecía y se le inflamaba la piel.

La oyó guardar la carta en el bolso.

– La próxima vez beberemos menos -le dijo-. Y conste que también lo digo por ti.

Ella no contestó.

– La semana próxima, Rakel. En el mismo sitio, a la misma hora. ¿No lo olvidarás, verdad?

– ¿Cómo podría? -preguntó ella.

Se oyó la puerta y ya no estaba.

Él se levantó, se sirvió otra copa. Agua y Jameson, lo único bueno que… Bebió despacio. Y volvió a acostarse.

Era cerca de medianoche. Cerró los ojos, pero el sueño se resistía. Oyó desde la habitación contigua que alguien había encendido el televisor. Aunque no estaba seguro. Los gemidos parecían bastante reales. Una sirena de policía rompió el silencio. ¡Mierda! Se dio la vuelta, la cama era tan blanda que tenía la espalda molida. Siempre le costaba dormir en esa cama, no sólo por culpa de la cama, sino porque la habitación amarilla era y seguía siendo un lugar extraño.