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Una reunión en Larvik, le había dicho a su mujer. Y como siempre, cuando ella le preguntó, le dijo que no se acordaba del nombre del hotel en que iba a hospedarse, ¿sería el Rica? Ya la llamaría él si no se hacía demasiado tarde, le dijo. «Pero ya sabes cómo son esas cenas, querida.»

Bueno, su mujer no tenia de qué quejarse; le habia dado una vida mucho mejor de la que ella podía esperar con su procedencia social. Con él había visto mundo, había vivido en lujosas residencias diplomáticas, con un servicio doméstico completo, en algunas de las ciudades más bellas del mundo, había aprendido idiomas, había conocido a gente interesante. Y nunca tuvo que dar golpe. ¿Qué iba a hacer si se quedaba sola cuando en su vida había trabajado? Él representaba su medio de subsistencia, su familia, en resumen, todo lo que ella poseía. No, no estaba preocupado por lo que Elsa creyese o dejase de creer.

Aun así, era en ella en quien pensaba ahora. Que le gustaría estar allí con ella. Un cuerpo caliente y familiar contra la espalda, un brazo a su alrededor. Sí, un poco de calor después de todo ese frío.

Volvió a mirar el reloj. Podría decir que la cena había terminado pronto y que había decidido volver a casa. Ella se alegraría, pues odiaba estar sola por la noche en aquella casa tan grande.

Se quedó un rato escuchando los sonidos de la habitación contigua.

Luego se levantó resuelto y empezó a vestirse.

El anciano ha dejado de serlo. Y está bailando. Es un vals lento y ella tiene la cara apoyada en su cuello. Llevan bailando un buen rato, están sudorosos, su piel está tan ardiente que siente que se quema. Siente que ella sonríe. Él tiene ganas de seguir bailando, de bailar así, sólo abrazarla hasta que la casa haya sido pasto de las llamas, hasta que se haga de día, hasta que puedan abrir los ojos y ver que han llegado a otro lugar.

Ella murmura algo, pero la música está demasiado alta.

– ¿Qué? -pregunta él acercando el oído a sus labios.

– Tienes que despertar -le dice.

Entonces abre los ojos. Parpadea en la oscuridad antes de ver suspendido en el aire el vaho blanco y compacto de su respiración. No había oído el coche. Se dio la vuelta rápidamente, lanzó un suspiro mientras intentaba sacar el brazo de debajo de su cuerpo. Lo despertó el sonido de la puerta del garaje. Oyó cómo aceleraba el coche y le dio tiempo a ver cómo la oscuridad del garaje engullía un Volvo azul. Se le había dormido el brazo derecho. En unos segundos, el hombre saldría, quedaría iluminado por la luz de la lámpara del garaje, cerraría la puerta y luego…, sería demasiado tarde.

El anciano forcejeó desesperado con la cremallera del saco de dormir hasta que pudo sacar el brazo izquierdo. La adrenalina bullía en la sangre de sus venas, pero aún remoloneaba el sueño en su cuerpo, como una capa de algodón que amortiguase todos los sonidos, impidiéndole ver con claridad. Oyó el ruido de la puerta del coche al cerrarse.Ya había conseguido sacar ambos brazos del saco de dormir y, por suerte, las estrellas le proporcionaron la claridad suficiente para encontrar el fusil y colocarlo debidamente. ¡Rápido, rápido! Apoyó la mejilla contra la culata fría del fusil. Apuntó con la mira. Parpadeó, no veía nada. Con mano trémula, logró retirar el trapo en que había envuelto la mira para que la lente no se cubriese de escarcha. ¡Así! Puso otra vez la mejilla contra la culata. ¿Y ahora qué? El garaje se veía desenfocado, debía de haber tocado el regulador de distancia sin querer. Oyó el sonido de la puerta del garaje al cerrarse. Giró el regulador de distancia hasta que vio perfectamente al hombre. Era alto y fornido y llevaba un abrigo de lana de color negro. Estaba de espaldas. El viejo parpadeó dos veces. El sueño aún velaba sus ojos como una especie de neblina.

Quería esperar a que el hombre se diese la vuelta, hasta estar seguro al cien por cien de que era la persona que buscaba. Sus dedos se curvaron alrededor del gatillo, presionándolo ligeramente. Habría sido más fácil con un arma como aquella con la que había practicado durante años, entonces habría tenido dominado el punto del gatillo y todos los movimientos habrían sido automáticos. Se concentraba en respirar. Matar a una persona no era difícil. No si te has entrenado para ello. Durante el comienzo de la batalla de Gettysburgo en 1863, dos compañías novatas se enfrentaron a una distancia de cincuenta metros y se dispararon varias veces sin que nadie resultase alcanzado, no porque fueran malos tiradores, sino porque apuntaban por encima de las cabezas de los contrarios. Simplemente, no fueron capaces de traspasar el umbral que representa matar a otro ser humano. Pero, después de la primera vez…

El hombre que estaba delante del garaje se dio la vuelta. Al verlo con los binoculares, daba la impresión de que miraba directamente al anciano. Era él, sin duda. Su dorso abarcaba casi la totalidad de la cruz de la mira. La neblina se disipaba ya de la cabeza del anciano. Contuvo la respiración y apretó el gatillo, despacio, con calma. Tenía que acertar al primer disparo, porque fuera del círculo de luz que bañaba la entrada del garaje, la oscuridad era total. El tiempo se detuvo. Bernt Brandhaug era hombre muerto. El anciano sintió que su cabeza estaba ya totalmente despejada.

Y la sensación de que algo no iba bien cruzó su mente una milésima de segundo antes de comprender lo que pasaba. El gatillo se había detenido. El anciano apretó más fuerte, pero el gatillo se resistía. ¡El seguro! El viejo sabía que era demasiado tarde. Encontró el seguro con el dedo pulgar y lo empujó hacia arriba. Apuntó con la mira al lugar iluminado y ya vacío. Brandhaug había desaparecido, iba camino de la puerta de entrada, situada al otro lado de la casa, que daba a la carretera.

El anciano parpadeó. Los latidos de su corazón le lastimaban las costillas. Soltó el aire de sus pulmones doloridos. Se había dormido. Volvió a parpadear. El entorno parecía envuelto en una fina niebla. Había fallado. Golpeó la tierra con los nudillos desnudos. No se dio cuenta de que estaba llorando hasta que la primera lágrima caliente le cayó en el dorso de la mano.

Capítulo 73

KLIPPAN, SUECIA

11 de Mayo de 2000

Harry se despertó.

Tardó un segundo en darse cuenta de dónde estaba. Cuando entró en el piso aquella tarde, lo primero que pensó fue que le sería imposible dormir allí. Tan sólo una delgada pared y un cristal sencillo separaban el dormitorio del tráfico de la calle. Pero, tras la hora de cierre del supermercado ICA que había en la acera de enfrente, el lugar quedó totalmente muerto. Apenas si pasaban ya coches y la gente desapareció por completo.

Se calentó en el horno una pizza Grandiosa que había comprado en el ICA. Se le ocurrió que resultaba extraño encontrarse en Suecia comiendo pizza noruega. Después, encendió el televisor lleno de polvo que había en un rincón, sobre una caja de cervezas. Algo le pasaba al aparato, porque todas las personas aparecían con la cara verdosa.

Se quedó viendo el documental de una chica que elaboraba una historia personal a partir de las cartas que su hermano le había enviado durante su viaje por todo el mundo mientras ella se hacía mayor, en los años setenta. El ambiente de los sin techo de París, un kibbutz en Israel, un viaje en tren por la India, al borde de la desesperación en Copenhague… El documental tenía un formato sencillo: fragmentos de película y muchas fotos, comentarios y un relato curiosamente melancólico. Pensó que, seguramente, habría soñado con todo ello, porque se despertó con la imagen de los personajes y los lugares aún impresa en la retina.

El sonido que lo despertó procedía del abrigo que había colgado en la silla de la cocina. Los penetrantes silbidos retumbaban entre las paredes de la habitación vacía. Había puesto la estufa al máximo y, aun así, tenía frío bajo el fino edredón. Puso los pies en el suelo helado y sacó el móvil del bolsillo interior del abrigo.