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– ¿Diga?

Nadie contestó.

– ¿Diga?

Sólo oía la respiración de alguien.

– ¿Eres tú, Søs?

Era la única persona que, en ese momento, se le ocurrió que lo llamaría a media noche.

– ¿Pasa algo, se trata de Helge?

Tuvo sus dudas al dejar el pájaro al cuidado de Søs, pero ella se alegró tanto…, y le prometió que lo cuidaría muy bien. Pero no era Søs. Ella no respiraba así. Y además, ella le habría contestado.

– ¿Quién es?

No hubo respuesta.

Iba a colgar cuando escuchó un leve lamento. La respiración empezó a sonar trémula, como si la persona que había al otro lado del hilo telefónico estuviese a punto de romper a llorar. Harry se sentó en el sofá, que servía de cama. Por entre las finas cortinas azules se veía el luminoso del ICA.

Harry sacó un cigarrillo del paquete que había en la mesa del salón, junto al sofá, lo encendió y se tumbó. Dio una larga calada mientras escuchaba cómo la respiración se convertía en suaves sollozos.

– Venga, calma -dijo.

Un coche pasó por la calle. Seguramente un Volvo, se dijo Harry. Se tapó las piernas con el edredón y empezó a contar la historia de la chica del documental y de su hermano mayor, más o menos como la recordaba. Cuando terminó, ella había dejado de llorar. Al cabo de un rato, dijo adiós y se cortó la comunicación.

Cuando el móvil volvió a sonar, eran las ocho y ya era de día. Harry lo encontró debajo del edredón, entre las piernas. Era Meirik. Parecía nervioso.

– Vuelve a Oslo enseguida -ordenó-. Parece ser que alguien ha utilizado ese Märklin tuyo.

Parte VII. ABRIGO NEGRO

Capítulo 74

HOSPITAL RIKSHOSPITALET

11 de Mayo de 2000

Harry reconoció a Bernt Brandhaug enseguida. Miraba a Harry con los ojos muy abiertos y con una amplia sonrisa.

– ¿Por qué sonríe? -preguntó Harry.

– A mí no me lo preguntes -replicó Klemetsen-. Los músculos de la cara se tensan y la gente suele tener todo tipo de expresiones faciales. A veces, hay padres que no reconocen a sus propios hijos, de tanto como les cambia la cara.

La mesa de intervenciones quirúrgicas donde yacía el cadáver estaba en medio de la blanca sala de autopsias. Klemetsen retiró la sábana para que pudieran ver el resto del cuerpo. Halvorsen se volvió enseguida. Había rechazado la pomada contra olores que Harry le ofreció antes de entrar, aunque como la temperatura ambiente de la sala de autopsias número 4 del Instituto Forense del hospital era de doce grados, el hedor no era de los peores. Halvorsen no paraba de toser.

– Lo comprendo -convino Knut Klemetsen-. No es un espectáculo agradable.

Harry asintió con la cabeza. Klemetsen era un buen forense y un hombre compasivo.

Comprendía que Halvorsen era nuevo y no quería avergonzarlo. Brandhaug no tenía peor pinta que otros cadáveres. Por ejemplo, su aspecto no era más desagradable que el de los gemelos que habían permanecido bajo el agua una semana, ni que el del chico de dieciocho años que se había estrellado a doscientos por hora mientras intentaba escapar de la policía; o que el de la yonqui que hallaron sentada desnuda y sólo cubierta por un plumón al que había prendido fuego. Harry había visto de todo y Bernt Brandhaug no tenía posibilidades de ser incluido en su lista de los diez peores. Ahora bien, para haber recibido un tiro por la espalda, Bernt Brandhaug tenía una pinta catastrófica. El agujero de salida del pecho era tan grande que la mano de Harry cabría en él sin problemas.

– ¿Así que la bala le dio en la espalda? -preguntó Harry.

– En medio de los omoplatos, con una leve inclinación. Seccionó la columna vertebral al entrar y el esternón al salir. Como ves, algunas partes del esternón han desaparecido, hallaron restos en el asiento del coche.

– ¿En el asiento del coche?

– Sí, acababa de abrir la puerta del garaje, supongo que iba a trabajar y la bala lo atravesó a él, el parabrisas y la luna trasera, y se detuvo en el muro del garaje. Una pasada.

– ¿Qué clase de bala habrá sido? -preguntó Halvorsen, que ya parecía haberse recuperado.

– Esa pregunta tendrán que contestarla los expertos de balística -observó Klemetsen-. Pero sí puedo decirte que su efecto ha sido como el de algo intermedio entre una bala «dundun» y un taladro para túneles. Sólo cuando trabajé para la ONU en Croacia, en 1991, vi algo parecido.

– Una bala de Singapur -intervino Harry-. Encontraron los restos incrustados medio centímetro en la pared de hormigón. El casquillo que hallaron en el bosque era del mismo tipo que el que yo encontré en Siljan este invierno. Por eso me llamaron a mí enseguida. ¿Qué más nos puedes contar, Klemetsen?

No sabía mucho más. Les dijo que habían realizado la autopsia en presencia de oficiales de la KRIPOS, como dictaba la normativa. La causa de la muerte era obvia y sólo había dos aspectos dignos de mención. Había restos de alcohol en la sangre y se había encontrado secreción sexual debajo de la uña del dedo índice derecho.

– ¿De la esposa? -preguntó Halvorsen.

– Eso lo averiguará la científica -dijo Klemetsen mirando al joven oficial por encima de las gafas-. Si quiere. A menos que opinéis que es relevante para la investigación, quizá no sea necesario pedir esos análisis, por ahora.

Harry asintió.

Tomaron la calle Sognsvann, luego la de Peder Anker, hasta llegar al domicilio de Brandhaug.

– ¡Qué casa más fea! -exclamó Halvorsen.

Llamaron al timbre y tuvieron que aguardar un rato hasta que una mujer de unos cincuenta años y muy maquillada les abrió la puerta.

– ¿Elsa Brandhaug?

– Soy su hermana. ¿Quién la busca?

Harry mostró su tarjeta de identificación.

– ¿Más preguntas? -resopló la hermana con rabia contenida en la voz.

Harry afirmó con un gesto, aunque sospechaba cuál sería la reacción.

– ¡Os lo aseguro! Está totalmente agotada y no va a devolverle su marido el hecho de que vosotros…

– Perdón, pero no estamos pensando en su marido -la interrumpió Harry, educadamente-. Él está muerto. Pensamos en la próxima víctima, en evitar que alguien más tenga que pasar por lo que ella está pasando ahora.

La hermana se quedó boquiabierta, sin saber exactamente cómo continuar la frase. Harry la sacó del apuro preguntando si debían quitarse los zapatos antes de entrar.

La señora Brandhaug no parecía tan agotada como su hermana había dado a entender.

Estaba sentada en el sofá con la mirada perdida, pero a Harry no le pasó inadvertida la labor de punto que asomaba por debajo de uno de los cojines del sofá. Y no es que hubiese nada de extraño en dedicarse a tejer cuando acaban de asesinar a tu marido. Bien mirado, quizá fuese hasta normal. Algo familiar a lo que aferrarse cuando el resto del mundo se viene abajo a tu alrededor.

– Me marcho esta noche a casa de mi hermana -explicó la mujer.

– Tengo entendido que se te ha facilitado vigilancia policial -dijo Harry-. Por si acaso…

– Por si acaso vienen a por mí también -remató ella.

– ¿Crees que existe la posibilidad? -preguntó Halvorsen-. Y, de existir, ¿quiénes vendrán a por ti?

La mujer se encogió de hombros. Miró por la ventana, en dirección a la pálida luz del día que entraba en el salón.

– Sé que la KRIPOS ha estado haciéndote las mismas preguntas -dijo Harry-. Pero, entonces, no sabes si tu marido recibió amenazas después de lo que publicó ayer el Dagbladet, ¿no es así?