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– ¿Crees que tiene algo que ver con el caso Brandhaug? -preguntó Halvorsen.

– No lo sé, pero ahora es más importante aún hablar con Aune.

– ¿Por qué?

– Porque esto se parece cada vez más a la obra de un loco. Y por eso necesitamos un guía.

Aune era un hombre grande por varias razones. Era obeso, medía casi dos metros y estaba considerado como el psicólogo más competente del país, dentro de su campo, que no eran los trastornos de personalidad. Pese a todo, Aune era un hombre sabio y había ayudado a Harry en otros casos.

A juzgar por su semblante, era un hombre abierto y amable, y Harry solía decirse que Aune era, en el fondo, demasiado humano, demasiado vulnerable, demasiado «normal» para resultar ileso después de combatir en el campo de batalla que es el alma humana. En una ocasión en que le preguntó, Aune contestó que por supuesto que no salía ileso. Pero ¿quién lo hacía?

Ahora estaba concentrado y escuchaba atento la exposición de Harry. Sobre la muerte por arma blanca de Hallgrim Dale, sobre el asesinato de Ellen Gjelten y sobre el atentado contra Bernt Brandhaug. Harry le habló además de Even Juul, según el cual debían buscar a un excombatiente del frente, una teoría que probablemente se presentaba como la más sólida pues Brandhaug fue asesinado el día después de que sus declaraciones aparecieran en el diario Dagbladet. Y, para concluir, lo puso al corriente de la desaparición de Signe Juul.

Aune quedó pensativo. Gruñía mientras movía la cabeza para afirmar o negar.

– Por desgracia, me temo que no podré ayudaros gran cosa -se lamentó-. Lo único que puede serme útil para averiguar algo es el mensaje del espejo. Me recuerda a una tarjeta de visita, gesto bastante común entre los asesinos en serie, sobre todo después de cometer varios asesinatos, cuando ya empiezan a sentirse seguros. Llegados a ese punto, desean elevar el nivel de tensión desafiando a la policía.

– ¿Crees que nos enfrentamos a un hombre enfermo, Aune?

– El concepto de «enfermo» es relativo. Todos estamos enfermos, la cuestión radica simplemente en el nivel de funcionalidad de cada uno en relación con las normas que la sociedad establece para una conducta aceptable. Ningún acto es, en sí, síntoma de una enfermedad; hay que tener en cuenta el contexto en el cual se ejecuta ese acto. Por ejemplo, la mayoría de las personas están equipadas con un control de impulsos alojado en el cerebro medio, que intenta evitar que asesinemos a nuestros prójimos. Ésa es sólo una de las características evolutivas de que estamos dotados para proteger a nuestra especie. Pero, con el entrenamiento oportuno y suficiente, podemos aprender a vencer dicha inhibición, que terminará por debilitarse. Como entre los soldados, por ejemplo. Si tú y yo, de repente, empezamos a matar gente, es muy probable que estemos enfermos. Pero podríamos decir lo mismo, o no necesariamente, si fuéramos asesinos a sueldo… u oficiales de policía, si me apuras.

– En otras palabras, si nos las estamos viendo con un soldado, y con uno que, por ejemplo, combatió en alguno de los bandos durante la guerra, su umbral de aceptación del asesinato será mucho más bajo que el de otra persona, suponiendo que ambas estén psíquicamente sanas, ¿es correcto?

– Sí y no. Un soldado está entrenado para matar en una situación bélica y para anular la inhibición tiene que sentir que el acto de matar se produce en el mismo contexto.

– ¿Así que necesita sentir que sigue combatiendo en una contienda?

– Dicho de una forma sencilla, sí. Pero, de ser ésa la situación, puede seguir matando sin estar enfermo en el sentido clínico de la palabra. O, al menos, no más que un soldado normal cualquiera. Es decir, no se trata más que de una percepción de la realidad divergente y, en ese caso, el diagnóstico puede aplicarse a todo el mundo.

– ¿Cómo? -preguntó Halvorsen-. ¿Quién debe decidir lo que es cierto y real, moral o inmoral? ¿Los psicólogos? ¿Los jueces? ¿Los políticos?

– Bueno -intervino Harry-. De todas formas, ellos son los que lo hacen.

– Exacto -confirmó Aune-. Pero si opinas que quienes tienen autoridad para juzgarte lo han hecho de forma injusta o arbitraria, perderán ante ti su autoridad moral. Por ejemplo, si alguien es encarcelado por pertenecer a un partido legal, buscará otro juez. O recurrirá a una instancia superior.

– Dios es mi juez -repitió Harry.

Aune asintió.

– ¿Qué crees que significa, Aune?

– Significa que quiere explicar sus actos. Que, a pesar de todo, necesita ser comprendido. Como sabes, es algo que le ocurre a la mayoría de la gente.

Harry se pasó por el restaurante Schrøder camino de la casa de Fauke. Reinaba el silencio habitual de las mañanas y Maja estaba sentada a la mesa que había bajo el televisor, leyendo el periódico y fumándose un cigarrillo. Harry le enseñó la foto de Edvard Mosken que Halvorsen había conseguido proporcionarle en un tiempo récord, según supo, a través de la Dirección General de Tráfico, que, hacía dos años, había expedido un permiso de conducir internacional a nombre de Mosken.

– Sí, creo haber visto esa jeta arrugada. Pero ¿acordarme de dónde y cuándo?…, no. Tiene que haber estado aquí unas cuantas veces para que me acuerde de su cara, pero un asiduo no es.

– ¿Crees que alguien más de aquí puede haber hablado con él?

– Haces unas preguntas muy difíciles, Harry.

– Alguien llamó desde vuestro teléfono público a las doce y media de la mañana del miércoles. No cuento con que te acuerdes, pero ¿puede haber sido esta persona?

Maja se encogió de hombros.

– Por supuesto, pero también pudo haber sido Papá Noel. Ya sabes cómo son las cosas, Harry.

Harry llamó a Halvorsen cuando iba camino de la calle Vibe para pedirle que localizara a Edvard Mosken.

– ¿Lo detengo?

– No, no. Sólo tienes que comprobar sus coartadas para el asesinato de Brandhaug y la desaparición de Signe Juul.

Sindre Fauke estaba pálido cuando le abrió la puerta a Harry.

– Un amigo se presentó ayer con una botella de whisky -explicó esbozando una sonrisa que degeneró en una mueca-. Ya no tengo cuerpo para esas cosas. ¡Quién pillara los sesenta…!

Se rió y fue a retirar del fuego la cafetera, que había empezado a silbar.

– Leí lo del asesinato de ese consejero de Asuntos Exteriores -gritó desde la cocina-. Decían que la policía no descarta que estuviese relacionado con sus declaraciones sobre los combatientes del frente. El diario VG dice que los neonazis están detrás de todo. ¿Vosotros lo creéis de verdad?

– Puede que VG lo crea. Nosotros no creemos nada y tampoco descartamos nada. ¿Qué tal va el libro?

– Algo lento, por ahora. Pero cuando lo termine, le abrirá los ojos a mucha gente. Por lo menos, eso es lo que me digo a mí mismo para sentirme capaz de poner la máquina en marcha en días como hoy.

Fauke dejó la cafetera en la mesa de la sala de estar y se derrumbó en el sillón. Había puesto un trapo frío alrededor de la cafetera, un viejo truco del frente, explicó con una sonrisa. Obviamente, esperaba que Harry le preguntase cómo funcionaba el truco, pero Harry tenía prisa.

– La esposa de Even Juul ha desaparecido -dijo.

– Vaya. ¿Se ha largado?

– No lo creo. ¿Tú la conoces?

– Pues la verdad es que nunca la he visto, pero conozco bien las controversias relativas a la boda de Juul. Que ella había sido enfermera en el frente y todo lo demás. ¿Qué ha pasado?

Harry le contó lo de la llamada telefónica y el numerito de la desaparición.

– No sabemos nada más. Esperaba que tú la conocieras y que pudieses darme alguna pista.

– Lo siento, pero…

Fauke hizo una pausa para tomar un sorbo de café. Daba la impresión de estar reflexionando sobre algo.