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La joven de sonrosadas mejillas que estaba ante la fotocopiadora alzó la vista de repente y sonrió cuando Harry pasó por su lado, pero él no se molestó en devolverle la sonrisa. Sería una de las nuevas administrativas. Su perfume era tan intenso y dulzón que lo llenó de irritación. Miró el segundero del reloj.

Así que empezaban a irritarle los perfumes; en fin. ¿Qué era lo que le estaba ocurriendo? Ellen decía que carecía de impulsos naturales, eso que hace que la gente vuelva a levantarse casi siempre. Después de volver de Bangkok, se sentía tan hundido que sopesó la posibilidad de renunciar a subir de nuevo a la superficie. Todo era frío y oscuro y todas las impresiones que recibía eran como «dejarse caer». Como si se encontrase bajo el agua, a mucha profundidad. Y sentía una paz tan benefactora… Cuando la gente le hablaba, las palabras se le antojaban burbujas de aire que surgían de sus bocas para subir a toda prisa y desaparecer. «De modo que así se siente uno cuando se ahoga», se decía mientras esperaba. Pero nada sucedió. Tan sólo el vacío. De acuerdo. Se había librado.

Gracias a Ellen.

En efecto, durante las primeras semanas después de su vuelta a casa, ella fue quien lo animó cuando él empezó a pensar que debía tirar la toalla y marcharse. Y fue ella quien se ocupó de que no anduviese por los bares, quien le recomendaba que respirase hondo cuando llegaba tarde al trabajo y le decía si estaba o no en condiciones de enfrentarse a la jornada laboral. Quien lo había enviado a casa un par de veces sin reprocharle nunca nada. Le había llevado tiempo, pero Harry no tenía nada urgente que hacer. Y Ellen asintió satisfecha el primer viernes que ambos constataron que había pasado sobrio toda una semana, sin interrupción.

Al final, él le preguntó sin rodeos por qué una mujer como ella, con el título de la Escuela Superior de Policía y la licenciatura en derecho a su espalda y con todo un futuro de posibilidades ante sí, se había atado al cuello aquella piedra voluntariamente. ¿Acaso ignoraba que él no podría aportarle nada positivo a su carrera? ¿O tenía problemas para ganarse amigos normales, gente de éxito?

Ella le dirigió una mirada grave antes de responder que sólo lo hacía para sacar provecho de su experiencia, que él era el mejor investigador criminal del grupo de delitos violentos. Aquello no eran más que palabras, naturalmente, y, pese a todo, él se había sentido halagado al comprobar que ella se atrevía a elogiarlo. Además, Ellen ponía tanto entusiasmo y ambición en su trabajo de investigadora criminal que habría sido imposible no contagiarse. Los últimos seis meses, Harry empezó incluso a volver a hacer un buen trabajo. En algunos casos, muy bueno. Como el que había llevado a cabo con Sverre Olsen.

Y allí estaba, ante la puerta de Møller. Harry le hizo un gesto de pasada a un oficial de uniforme que fingió no verlo.

Pensó que si hubiese participado en La Isla de los Famosos, no habrían necesitado más de un día para percibir su karma negativo y mandarlo a casa tras la primera reunión del consejo. ¿Reunión del consejo? ¡Dios santo! Empezaba a pensar en los términos que solían emplear en los programas de mierda de la cadena TV3. Claro, así terminaba uno cuando se pasaba cinco horas al día ante el televisor. El asunto era que, mientras permaneciese encerrado en la ratonera de la calle Sofie, no podía estar sentado en el restaurante Schrøder.

Golpeó la puerta por dos veces, justo debajo de la placa en la que estaba grabado el nombre de Bjarne Møller, JG.

– ¡Adelante!

Harry echó un vistazo al reloj: 75 segundos.

Capítulo 7

DESPACHO DE MØLLER

9 de Octubre de 1999

El inspector jefe Bjarne Møller estaba más tumbado que sentado en la silla y dejaba sobresalir sus largas piernas por entre las patas de la mesa. Tenía las manos cruzadas por detrás de la cabeza, claro ejemplo de lo que los antiguos estudiosos de las razas llamaban «cabeza alargada», y el auricular del teléfono sujeto entre la oreja y el hombro. Llevaba el pelo corto al modo que Hole había visto recientemente en el peinado que Kevin Costner lucía en la película El guardaespaldas. Møller no había visto El guardaespaldas. En realidad, llevaba quince años sin ir al cine. En efecto, el destino lo había provisto de demasiado sentido de la responsabilidad, de unos días demasiado cortos, de dos niños y de una esposa que lo entendían sólo a medias.

– Bien, quedamos en eso -aseguró Møller, concluyendo la conversación antes de mirar a Harry, del que lo separaba una mesa inundada de documentos, ceniceros a rebosar y vasos de papel.

La fotografía de dos pequeños pintados como indios salvajes marcaba una especie de centro lógico en medio del caos.

– ¡Vaya! Aquí estás, Harry.

– Así es, aquí estoy, jefe.

– Vengo del Ministerio de Asuntos Exteriores, donde hemos celebrado una reunión sobre la cumbre que tendrá lugar en noviembre aquí, en Oslo. Va a venir el presidente de Estados Unidos y…, bueno, tú también lees los periódicos, claro. ¿Un café, Harry?

Møller se había levantado y, con un par de pasos de gigante, había alcanzado un armario sobre el que descansaba un montón de papeles coronado por una cafetera eléctrica cuyo contenido había adquirido una consistencia viscosa.

– Gracias, jefe, pero…

Pero ya era demasiado tarde y Harry tomó la taza humeante que le ofrecía su superior.

– Deseo especialmente recibir la visita de la gente del Servicio Secreto, con quienes, estoy convencido, terminaremos por entablar una cordial relación a medida que los vayamos conociendo.

No había el menor rastro de ironía en las palabras de Møller. Y aquélla era tan sólo una de las cualidades que Harry valoraba en su jefe.

Møller encogió las rodillas hasta que se toparon con la parte inferior de la mesa. Harry se inclinó hacia atrás para alcanzar el paquete de Camel del bolsillo posterior del pantalón al tiempo que, con gesto inquisitivo dirigido a Møller, alzaba una ceja. Su jefe asintió y le tendió un cenicero repleto de colillas.

– Yo seré el responsable de la seguridad en las carreteras desde y hacia Gardermoen. Además del presidente, vendrá también Barak…

– ¿Barak? -interrumpió Harry.

– Sí, Edhu Barak. El primer ministro israelí.

– ¡Dios! ¿Acaso están preparando un nuevo y flamante acuerdo de Oslo?

Møller observaba descorazonado la nube de humo violáceo que ascendía hacia el techo.

– No me digas que no te has enterado, Harry, porque, en ese caso, mi preocupación por ti será mayor de lo que ya es. La semana pasada fue noticia de primera plana en todos los periódicos.

Harry se encogió de hombros.

– La información de la prensa es poco fiable. Le saco más partido a la cultura general. Una seria desventaja para la vida social. -Con cautela, Harry dio otro sorbo al café, pero desistió enseguida y lo dejó sobre la mesa-. Y para la vida amorosa -añadió.

– ¿Ah, sí?

Møller miró a Harry con expresión de no saber si alegrarse u horrorizarse ante la apostilla.

– Lógico. ¿A quién va a parecerle sexy un hombre en la treintena que se sabe la vida de todos los participantes de Supervivientes, pero que apenas si conoce el nombre de un solo ministro? Ni el del presidente de Israel.

– Es primer ministro, no presidente.

– ¿Entiendes lo que te quiero decir?

Møller se aguantaba la risa. Era muy propenso a la risa. Como lo era a sentir simpatía por aquel subordinado algo maltrecho cuyas grandes orejas sobresalían de la calva como las vistosas alas de un pajarillo. Y eso, a pesar de que Harry le había reportado a Møller más pesares que alegrías. En cuanto llegó al Centro Nacional de Inteligencia aprendió enseguida que la regla número uno para un funcionario público con pretensiones de hacer carrera era cubrirse las espaldas. Møller carraspeó dispuesto a formular las delicadas preguntas que había decidido hacer, aunque con cierto temor, y frunció el entrecejo para hacer ver a Harry que la preocupación era de naturaleza más profesional que amistosa.