Se volvió hacia Harry, que vio que Rakel estaba llorando. Las lágrimas rodaban por sus mejillas y se acumulaban bajo la barbilla. Pero ella no hizo el menor intento de contenerlas.
– Bueno… -dijo Harry.
Y eso fue cuanto tuvo tiempo de decir, antes de que ambos se fundiesen en un abrazo. Se abrazaron como si fueran salvavidas. Harry temblaba por la emoción. «Sólo esto -pensó-. Sólo esto es suficiente. Tenerla así.»
– ¡Mamá! -El grito vino del segundo piso-. ¿Donde está mi Gameboy?
– En uno de los cajones de la cómoda -gritó Rakel con voz trémula-. Empieza por arriba.
»Bésame -le dijo a Harry.
– Pero Oleg puede…
– La Gameboy no está en la cómoda…
Cuando Oleg bajó corriendo las escaleras con la Gameboy, que, finalmente, había encontrado en la caja de los juguetes, no se percató enseguida del ambiente que reinaba en la sala y se rió de la expresión de preocupación de Harry cuando le enseñó la nueva suma de puntos. Pero en cuanto Harry empezó a jugar para batir su nuevo récord, oyó la voz de Oleg:
– ¿Por qué tenéis esas caras tan raras?
Harry vio que a Rakel le costaba mantenerse seria.
– Es porque nos gustamos mucho -explicó Harry, suprimiendo tres líneas con una pieza larga y delgada al fondo a la derecha-. Y ese récord tuyo peligra muchísimo, perdedor.
Oleg se rió y le dio a Harry un manotazo en el hombro.
– Ni lo sueñes. Tú eres el perdedor.
Capítulo 83
APARTAMENTO DE HARRY
12 de Mayo de 2000
Harry no se sentía como un perdedor cuando, poco antes de medianoche, entró en su apartamento y vio parpadear la luz roja del contestador. Había llevado en brazos a Oleg a la cama y Rakel y él habían tomado té. Rakel le dijo que un día le contaría una historia muy larga. Cuando no estuviese tan cansada. Harry le contestó que necesitaba unas vacaciones y ella se mostró de acuerdo.
– Podemos ir los tres juntos -propuso-. Cuando se haya resuelto este caso.
Le acarició la cabeza.
– No te consiento que bromees con esas cosas, Hole.
– ¿Quién está bromeando?
– De todos modos, no tengo ganas de hablar de ello ahora. Será mejor que te vayas a tu casa, Hole.
Se besaron una vez más en la entrada, así que Harry aún tenía en los labios su sabor.
Se acercó sigiloso al contestador, descalzo y sin encender la luz, y pulsó el botón de reproducción de mensajes. La voz de Sindre Fauke llenó la oscuridad.
– Soy Fauke. He estado pensando. Si Daniel Gudeson es algo más que un espectro, sólo hay una persona en el mundo que pueda resolver el enigma, y es el soldado que estaba de guardia con él la Nochevieja en que se supone que le dispararon a Daniel. Gudbrand Johansen. Tienes que encontrar a Gudbrand Johansen, Hole.
Se oyó el clic del auricular al colgar, un bip y, cuando Harry pensaba que se había terminado, oyó que había otro mensaje:
– Aquí Halvorsen. Son las doce y media. Acaba de llamarme uno de los policías de vigilancia. Llevan mucho rato esperando ante el apartamento de Mosken, pero no ha vuelto a casa, así que probaron el número de Drammen, por si contestaba al teléfono. Tampoco contestó. Uno de los chicos fue a Bjerke, pero allí todo estaba cerrado y las luces apagadas. Les pedí que fuesen pacientes y envié una orden de búsqueda del coche de Mosken a través de la radio de la policía. Sólo quería que lo supieras. Nos vemos mañana.
Nuevo bip. Nuevo mensaje. Un récord para el contestador de Harry.
– Soy Halvorsen otra vez. Empiezo a volverme senil. Olvidé por completo la otra tarea. Parece que al final hemos tenido un poco de suerte. En el archivo de la SS en Colonia no había datos personales ni de Gudeson ni de Johansen. Me dijeron que debería llamar al archivo central de Wehrmacht, en Berlín. Allí encontré a un auténtico gruñón que me dijo que el número de noruegos participantes en las fuerzas regulares alemanas fue muy reducido. Cuando expliqué el asunto, no obstante, me prometió que lo comprobaría. Me devolvió la llamada al cabo de un rato. No había encontrado nada sobre Daniel Gudeson, pero sí varias copias de unos documentos pertenecientes a un tal Gudbrand Johansen, también noruego. Según esos documentos, Johansen fue trasladado en 1944 al Wehrmacht desde la Waffen-SS. Había una anotación según la cual habían enviado a Oslo las copias de los documentos originales en el verano de 1944, lo que, según nuestro hombre de Berlín, sólo puede significar que a Johansen lo destinaron allí. También encontró parte de la correspondencia mantenida con el médico que firmó la baja por enfermedad de Johansen. En Viena.
Harry se sentó en la única silla del salón.
– El nombre del médico era Christopher Brockhard, del hospital Rudolph II. He hablado con la policía de Viena y resulta que sigue funcionando. Hasta me proporcionaron el nombre y número de teléfono de una veintena de personas que aún viven y que trabajaron allí durante la guerra.
«Los teutones dominan lo de llevar archivos», se dijo Harry.
– Así que empecé a llamar. ¡Joder, qué malo es mi alemán!
La risa de Halvorsen estalló en el altavoz.
– Llamé a ocho de ellos hasta que di con una enfermera que recordaba a Gudbrand Johansen. Era una señora de setenta y cinco años. Me aseguró que lo recordaba muy bien. Mañana te daré su número y dirección. Su nombre es Mayer, Helena Mayer.
Un nuevo bip siguió al silencio, pero, en esta ocasión, el reproductor de mensajes se detuvo.
Harry soñó con Rakel, con su rostro hundiéndose en su cuello, con sus manos, tan fuertes, con figuras del Tetris cayendo sin cesar. Hasta que la voz de Sindre Fauke lo despertó a media noche y lo obligó a buscar en la oscuridad el contorno de una persona: «Tienes que encontrar a Gudbrand Johansen»
Capítulo 84
FUERTE DE AKERSHUS
13 de Mayo de 2000
Eran las dos y media de la madrugada y el anciano había detenido el coche junto a una nave bastante baja, en la calle Akershusstranda. Aquella calle había sido en otro tiempo una de las arterias de la ciudad de Oslo pero, tras la apertura del túnel Fjellinjen, habían cerrado uno de los extremos y ya sólo la utilizaban los que trabajaban en el muelle durante el día. Y los clientes de las prostitutas, que buscaban un lugar recoleto para su «paseo», pues entre la calle y el mar no había más que un par de naves, y al otro lado estaba la fachada occidental del fuerte de Akershus. Ahora bien, alguien que mirara desde el muelle Aker Brygge con unos prismáticos potentes podría haber visto, con seguridad, lo mismo que el anciano: la espalda de un abrigo gris que daba un respingo cada vez que el hombre que lo llevaba empujaba las caderas hacia delante, y la cara de una mujer muy maquillada y drogada, que se dejaba embestir contra la pared occidental del fuerte, justo debajo de los cañones. A cada lado de los que así copulaban, había un foco que iluminaba la ladera de la montaña y el muro que se alzaba a su lado.
La fortaleza de Akershus. La parte interior del fuerte permanecía cerrada por la noche y, aunque hubiera conseguido entrar, el riesgo de ser descubierto en el mismo lugar de la ejecución era demasiado grande. Nadie sabía exactamente cuántas personas habían muerto fusiladas allí durante la guerra, pero quedaba una placa conmemorativa de los caídos de la Resistencia noruega. El anciano sabía que uno de ellos, como mínimo, era un vulgar delincuente que se había hecho merecedor del castigo, con independencia de en qué lado estuviera. Allí era donde habían fusilado a Vidkun Quisling y a los otros que fueron sentenciados a muerte en los juicios posteriores a la guerra. Quisling aguardó el cumplimento de la sentencia en la Torre de la Pólvora. El anciano se había preguntado a menudo si sería aquélla la torre que le había dado título a un libro en el que el autor describe con todo detalle los diferentes métodos de ejecución a lo largo de los siglos. La descripción de la ejecución por fusilamiento frente a un pelotón, ¿no sería, en realidad, un relato sobre la ejecución de Vidkun Quisling aquel día de otoño de 1945, cuando llevaron al traidor hasta la plaza para agujerear su cuerpo con balas de fusil? ¿Era cierto, como contaba el autor, que le habían puesto una capucha sobre la cabeza y que le habían sujetado un trozo de papel blanco en el lugar del corazón, para que hiciese de diana? ¿Gritaron la orden por cuatro veces antes de disparar? ¿Dispararían tan mal aquellos expertos tiradores que el médico tuvo que utilizar el estetoscopio para determinar que el condenado debía ser ejecutado otra vez hasta que, tras disparar cuatro o cinco veces más, fue la hemorragia de tantas heridas superficiales la que le causó la muerte?