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El anciano tenía la descripción recortada del libro.

El abrigo dejó de moverse, había terminado y su propietario bajaba ya la ladera en dirección a su coche. La mujer seguía junto al muro, se colocó bien la falda y encendió un cigarrillo que lucía en la oscuridad con cada calada. El viejo esperaba. La mujer aplastó el cigarrillo con el tacón y echó a andar por el camino embarrado que rodeaba el fuerte, para volver a «la oficina» situada en las calles próximas al Banco de Noruega.

El anciano se volvió hacia el asiento trasero, desde el que la mujer, amordazada, lo miraba fijamente, con el pavor pintado en el rostro y los mismos ojos aterrados que le había visto cada vez que despertaba de los efectos del éter de dietilo. La vio mover la boca bajo la mordaza.

– No tengas miedo, Signe -le recomendó inclinándose hacia ella y sujetando algo a su abrigo.

Signe intentó inclinar la cabeza para ver qué era, pero él la forzó a mantenerla derecha.

– Demos un paseo -propuso-. Como solíamos hacer.

Salió del coche, abrió la puerta trasera, la sacó de un tirón y la empujó para que caminase delante de él. Ella tropezó y cayó de rodillas sobre la gravilla que había entre la hierba, al borde de la calle, pero él agarró fuertemente la cuerda con la que le había atado las manos a la espalda, obligándola a levantarse. La colocó justo delante de uno de los focos, con la luz directamente orientada al rostro.

– Quédate completamente quieta; se me olvidó el vino. Ribeiros tinto, ¿te acuerdas, verdad? Totalmente quieta, de lo contrario…

La luz la cegaba y el anciano tuvo que acercarle el cuchillo a la cara para que lo viera. Y a pesar de la intensa luz, tenía las pupilas tan dilatadas que los ojos parecían negros. Él fue hasta el coche, siempre mirando a su alrededor. Pero no había nadie. Aguzó el oído, pero no oyó más que el zumbido uniforme de una ciudad. Abrió el maletero. Empujó la negra bolsa de basura a un lado y notó que el cadáver del perro había empezado a ponerse rígido. El acero del Märklin brillaba débilmente. Lo sacó del asiento del conductor. Bajó la ventanilla hasta la mitad y apoyó el rifle en el cristal. Al alzar la vista, divisó el bailoteo de la sombra gigantesca que el cuerpo de la mujer proyectaba sobre el muro del siglo xvi, ocre y amarillo. La sombra debía de verse incluso desde Nesodden. Muy hermoso.

Arrancó el coche con la mano derecha y aceleró el motor. Echó una ojeada a su alrededor una última vez, antes de localizar el blanco en la mira. Había una distancia de unos cincuenta metros y el abrigo de la mujer llenó la totalidad de la circunferencia de la lente. Ajustó la mira ligeramente a la derecha hasta que la cruz negra encontró lo que buscaba, el trozo de papel blanco. Expulsó el aire de los pulmones y apretó los dedos en el gatillo.

– Bienvenida -susurró.

Parte VIII. DE TI

Capítulo 85

VIENA

14 de Mayo de 2000

Harry se concedió tres segundos sólo para disfrutar de la sensación de frescor que le transmitía en la nuca y bajo los antebrazos la piel de los asientos del Tyrolean Air. Pero enseguida comenzó a reflexionar de nuevo.

A sus pies yacía el paisaje, una manta compuesta de retazos en verde y amarillo y el Danubio reluciendo al sol, como una herida purulenta de color ocre. La azafata acababa de informar de que estaban a punto de aterrizar en Schwechat, de modo que Harry se preparó para el descenso.

Nunca le había entusiasmado volar, pero en los últimos años había empezado a sentir miedo de verdad. Ellen le preguntó en una ocasión de qué tenía miedo. «De morir estrellándome contra el suelo. ¿De qué otra cosa se puede tener miedo?», le contestó él entonces. Ella le explicó que la probabilidad de morir en el trayecto de un vuelo era una entre treinta millones. Él le agradeció la información y le dijo que no volvería a tener miedo.

Harry respiraba acompasadamente mientras se esforzaba por no prestar atención a los sonidos cambiantes de los motores. ¿Por qué la edad acentuaba la angustia ante la muerte? ¿No debería ser al contrario? Signe Juul llegó a los setenta y nueve años: seguro que estaba muerta de pavor. Fue uno de los vigilantes del fuerte de Akershus quien la encontró. Un famoso millonario de Aker Brygge que no podía dormir los había llamado durante la guardia para avisarles de que uno de los focos del muro sur se había apagado y el vigilante de guardia mandó a mirar a uno de los vigilantes más jóvenes. Harry estuvo interrogándolo dos horas después y el joven le dijo que, al acercarse, vio que el cuerpo sin vida de una mujer estaba tendido sobre uno de los focos, tapando la luz. En un primer momento, el vigilante creyó que se trataba de una yonqui, pero cuando se acercó y vio que tenía el cabello gris y llevaba ropas anticuadas, supo que se trataba de una mujer mayor. Su siguiente pensamiento fue que se habría mareado, hasta que descubrió que tenía las manos atadas a la espalda. Cuando por fin se encontró a su lado, vio el agujero abierto en el abrigo.

– Se veía que tenía la columna destrozada -le aseguró a Harry-. ¡Joder, es que se veía!

Después, le contó que se apoyó con una mano en la roca, pues tenía ganas de vomitar, y que después, cuando llegó la policía y trasladó el cuerpo de la mujer, de modo que el muro volvió a quedar iluminado, vio lo que era la sustancia pegajosa que se le había adherido a la mano. Dijo aquello mostrándosela a Harry, como si fuese importante.

La policía científica ya había acudido al escenario del crimen y Weber se acercó a Harry mientras observaba los ojos somnolientos de Signe Juul y le dijo que en aquello no había sido Dios el juez, sino más bien el tipo «del piso de abajo».

El único testigo era un vigilante que había estado inspeccionando los almacenes. A las tres y cuarto se había cruzado con un coche que iba en dirección este, hacía Akershustranda. Pero, puesto que el vehículo lo deslumbró con las luces largas, no pudo ver ni el modelo ni el color.

Parecía que el piloto aceleraba. Harry se imaginó que intentaban ganar altura, porque seguramente el comandante acababa de descubrir los Alpes justo delante de la cabina. De pronto, sintió como si el Tyrolean Air se hubiese quedado sin aire bajo las alas y su estómago se desplazara hasta quedar debajo de las orejas. Lanzó un lamento involuntario cuando, un segundo después, volvían a subir como una pelota de goma. Los altavoces trajeron la voz del comandante, que, en alemán y en inglés, les advertía sobre unas turbulencias.

Aune había observado en una ocasión que una persona incapaz de sentir el miedo no podría sobrevivir un solo día. Harry se aferró a los brazos del asiento e intentó hallar consuelo en ese pronóstico.

Por cierto que había sido Aune quien, de forma indirecta, hizo que Harry se sentase en el primer vuelo a Viena pues, cuando vio toda la información sobre la mesa, dijo enseguida que el factor tiempo era decisivo.

– Si nos encontramos ante un asesino en serie, está a punto de perder el control -aseguró Aune-. No es como el clásico asesino en serie con móvil sexual que busca satisfacer sus deseos, pero la decepción es siempre la misma y la frustración lo lleva a aumentar la frecuencia. Este asesino no parece tener un móvil sexual, sino que tiene un plan enfermizo que llevar a cabo y, hasta el momento, se ha conducido de un modo cauto y racional. El hecho de que los asesinatos se hayan sucedido de forma tan seguida y de que corra grandes riesgos para subrayar el aspecto simbólico de su acción, como en el asesinato del fuerte de Akershus, que parecía una ejecución, indica que se siente invencible o que está perdiendo el control o quizá cayendo en la psicosis.