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– O tal vez sigue teniendo un control absoluto -observó Halvorsen-. No ha cometido ningún error y nosotros seguimos sin tener la menor pista.

Y vaya si Halvorsen tenía razón. Ni una sola pista.

Mosken pudo justificar sus movimientos. Respondió al teléfono en Drammen cuando Halvorsen llamó aquella mañana para comprobar si estaba, puesto que los que debían vigilarlo no le habían visto el pelo en Oslo. Por supuesto que no tenían medio de saber si decía la verdad, si había conducido hasta Drammen después de que cerrasen Bjerke a las diez y media y llegó a las once y media. O si habría llegado allí a las tres y media de la madrugada y, por tanto, le habría dado tiempo de matar a Signe Juul.

Harry le había pedido a Halvorsen que llamase a los vecinos y les preguntase si habían visto u oído cuándo llegó Mosken, aunque no tenía grandes esperanzas en esas pesquisas. Y a Møller le había sugerido que hablase con el fiscal para conseguir una orden de registro de sus dos apartamentos. Harry sabía que sus argumentos no eran muy sólidos y, de hecho, el fiscal respondió que, antes de dar el visto bueno a dicha orden, quería ver algo que se pareciese al menos a un indicio.

Ninguna pista. Había llegado el momento de ponerse nervioso.

Harry cerró los ojos. El rostro de Even Juul seguía impreso en su retina. Hermético y gris. Allí sentado, hundido en el sillón de Irisveien con la correa del perro en la mano.

Las ruedas tocaron por fin el asfalto y Harry constató que, una vez más, él se encontraba entre los treinta millones de afortunados.

El oficial que el jefe de la policía de Viena había puesto a su disposición para hacer las veces de chófer, guía e intérprete aguardaba en la sala de llegadas con su traje oscuro, sus gafas de sol y su cuello de toro mientras sostenía en la mano un folio con el nombre de «mr. hole» escrito con un rotulador grueso.

El cuello de toro se presentó como «Fritz» (alguien tenía que llamarse así, pensó Harry) y condujo a Harry hasta un BMW de color azul oscuro que, un segundo más tarde, corría como un rayo en dirección noroeste por la autovía que conducía hasta el centro, dejando atrás las chimeneas de las fábricas que expulsaban un humo blanquecino y a los conductores civilizados que se cambiaban al carril de la derecha cuando Fritz aceleraba.

– Te alojarás en el hotel de los espías -le explicó Fritz.

– ¿El hotel de los espías?

– El viejo y honorable Imperial. Donde los agentes rusos y occidentales se alojaban para cambiarse de bando durante la Guerra Fría. Tu jefe debe de ser millonario.

Descendieron hasta Kärntner Ring y Fritz empezó a señalarle los edificios que iban apareciendo en su trayecto.

– Eso que ves a la derecha, sobresaliendo entre los tejados de las casas, es la torre de la catedral de San Esteban -aclaró-. Imponente, ¿verdad? Y éste es el hotel. Te esperaré aquí mientras te registras.

El recepcionista del Imperial sonrió al ver la expresión de asombro de Harry ante una recepción tan fastuosa.

– Hemos invertido cuarenta millones de chelines para reconstruirlo con exactamente el mismo aspecto que tenía antes de la guerra. Quedó casi totalmente destruido por los bombardeos de 1944 y, hace sólo unos años, estaba bastante deteriorado.

Cuando Harry salió del ascensor en la tercera planta, sintió como si estuviese pisando un bamboleante fondo cenagoso: tan gruesa y suave era la moqueta. La habitación no era especialmente amplia, pero tenía una gran cama con baldaquín que también parecía tener cien años de antigüedad, como mínimo. Abrió la ventana e inspiró el aroma a dulces procedente de la pastelería que había al otro lado de la calle.

– Helena Mayer vive en Lazarettegasse -le dijo Fritz cuando Harry bajó y volvió a sentarse en el coche. Le pitó a un vehículo que cambió de carril sin utilizar el intermitente.

– Es viuda y tiene dos hijos mayores. Trabajó como maestra después de la guerra hasta su jubilación.

– ¿Has hablado con ella?

– No, pero leí el archivo con sus datos personales.

La dirección de Lazarettegasse estaba en una zona residencial que seguramente habría conocido mejores tiempos. Ahora, en cambio, la pintura de los muros que flanqueaban la amplia escalinata estaba descascarillada y el eco de sus pasos se mezclaba con los ruidos de una gotera.

Helena Mayer los aguardaba sonriente en la puerta del cuarto piso. Tenía los ojos vivos de color castaño y lamentó que tuviesen que subir tantos peldaños.

El apartamento tenía demasiados muebles y estaba lleno de todos esos objetos decorativos que la gente suele reunir a lo largo de toda una vida.

– Siéntense -los invitó-. Yo hablaré alemán, pero tú puedes hablar en inglés, porque lo entiendo bastante bien -le dijo a Harry.

La mujer fue a buscar una bandeja con café.

– Es Strudel -explicó, al tiempo que señalaba el pastel.

– ¡Ñam! -exclamó Fritz sirviéndose un trozo.

– Así que conocías a Gudbrand Johansen -comenzó Harry.

– Claro que sí. Bueno, aunque él insistía en que lo llamáramos Urías. Al principio creímos que se había vuelto un poco raro, por culpa de las heridas.

– ¿Qué clase de heridas?

– En la cabeza. Y también en la pierna, claro. Faltó poco para que el doctor Brockhard tuviese que amputársela.

– Pero se recuperó y fue destinado a Oslo el verano de 1944, ¿no es así?

– Sí, claro, se suponía que tenía que ir a Oslo.

– ¿Qué quiere decir con que se suponía?

– Pues que desapareció. Y, en cualquier caso, no se presentó en Oslo, ¿no?

– No, por lo que nosotros sabemos. ¿Conocías bien a Gudbrand Johansen?

– Muy bien. Era un tipo extrovertido y un excelente narrador de cuentos. Creo que todas las enfermeras estuvieron enamoradas de él.

La mujer soltó una risa clara y sonora.

– Yo también. Pero él no me quería a mí.

– ¿No?

– Oh, bueno, yo era muy guapa, ¿sabes? No era ése el motivo. Urías quería a otra mujer.

– ¿Ah, sí?

– Sí, y ella también se llamaba Helena.

– ¿Y qué Helena es ésa?

La anciana frunció el entrecejo.

– Pues Helena Lang. Eso fue lo que originó la tragedia, que ellos dos se querían.

– ¿Qué tragedia?

La mujer miró perpleja a Harry, después a Fritz y luego otra vez a Harry.

– ¿No es por eso por lo que habéis venido? -preguntó la mujer-. ¿Por ese asesinato?

Capítulo 86

SLOTTSPARKEN

14 de Mayo de 2000

Era domingo, la gente caminaba más despacio que otros días y el anciano recorría Slottsparken a su paso. Se detuvo a la altura de la garita de la Guardia Real. Los árboles tenían ese claro color verde que tanto le gustaba. Todos, menos uno. El alto roble que se erguía en el centro del parque nunca alcanzaría un verde más intenso que el que ahora tenía. Ya empezaba a apreciarse la diferencia. A medida que el árbol se fue despertando del sopor invernal, el flujo vital de su tronco empezó a circular y a difundir el veneno por la red de sus venas. Y a aquellas alturas, había atacado ya a todas y cada una de las hojas, provocando una hipertrofia que, en el transcurso de una o dos semanas, haría que las hojas se ajasen, se tornasen ocres y cayesen al suelo hasta que, al final, el árbol muriese.