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Pero ellos no lo habían comprendido aún. Al parecer, no comprendían nada. Bernt Brandhaug no figuraba en aquel plan y el anciano comprendía que el atentado hubiese desconcertado a la policía. Las declaraciones de Brandhaug en el diario Dagbladet no habían sido más que una de esas curiosas coincidencias y él había sufrido mucho leyéndolas. Por Dios santo, si él incluso estaba de acuerdo con Brandhaug, los perdedores deberían ser colgados, así lo mandaba la ley de la guerra.

Pero ¿qué se había hecho de todas las demás pistas que él les había suministrado? Ni siquiera habían sido capaces de relacionar la ejecución del fuerte de Akershus con la gran traición. Tal vez se les iluminase la mente la próxima vez que los cañones tronasen desde la muralla.

Miró a su alrededor en busca de un banco. Los dolores eran cada vez más frecuentes y no necesitaba acudir a la consulta de Buer para averiguar que la enfermedad se había extendido por todo su cuerpo, él lo sabía. Ya faltaba poco.

Se apoyó en un árbol. El abedul real. El gobierno y el rey huyen a Inglaterra. «Sobrevuelan bombarderos alemanes.» Aquel poema de Nordahl Grieg le producía náuseas. Aludía a la traición del rey como a una gloriosa retirada, a que abandonar a su pueblo en una situación tan grave fue un acto moral. Y a salvo en Londres, el rey no era más que otro de esos monarcas exiliados que daban discursos conmovedores ante las esposas de la clase alta que simpatizaban con su causa y sus ideas, en cenas de representación, mientras se aferraban a la esperanza de que su pequeño reino quisiera verlos regresar un día. Y luego todo pasó; llegó el momento de la acogida, cuando el barco en el que viajaba el príncipe heredero atracó en el muelle y la gente gritó hasta desgañifarse, para disimular la vergüenza, la propia y la de su rey.

El anciano cerró los ojos al sol. Gritos de órdenes, botas y fusiles AG3 restallaban en la gravilla. Novedad. Cambio de guardia.

Capítulo 87

VIENA

14 de Mayo de 2000

– ¿De modo que no lo sabíais? -preguntó Helena Mayer.

La mujer meneó la cabeza mientras Fritz se afanaba al teléfono para encontrar a alguien que se pusiese a buscar casos de asesinato prescritos o archivados.

– Seguro que lo encontramos -le susurró Fritz.

A Harry no le cabía la menor duda.

– De modo que la policía estaba totalmente segura de que Gudbrand Johansen asesinó a su propio médico -le preguntó Harry a la señora.

– Desde luego que sí. Christopher Brockhard vivía solo en uno de los apartamentos de la zona hospitalaria. La policía llegó a la conclusión de que Johansen rompió el cristal de la puerta de su casa y lo mató mientras dormía en su propia cama.

– ¿Cómo…?

La señora Mayer se pasó un dedo por la garganta, con un gesto dramático.

– Yo misma lo vi más tarde -explicó-. El corte era tan limpio que podría pensarse que era obra del propio doctor.

– Mmm. ¿Y por qué estaba tan segura la policía de que había sido Johansen?

La mujer se rió.

– Pues, verás, te lo explicaré: porque Johansen le había preguntado al vigilante cuál era el apartamento de Brockhard, y lo vio aparcar el coche ante el edificio y entrar por el portal. Después, vio cómo salía de allí a la carrera, ponía el coche en marcha y, a toda velocidad, tomaba la carretera hacia Viena. Al día siguiente, Johansen había desaparecido,y nadie sabía dónde estaba. Según las órdenes que tenía, debía estar en Oslo tres días después. La policía noruega lo esperaba, pero él nunca llegó a su país.

– Aparte del testimonio del vigilante, ¿recuerdas si la policía encontró otras pruebas?

– ¿Si lo recuerdo? ¡Estuvimos hablando de ese asesinato durante años! La sangre que hallaron en el cristal de la puerta de entrada coincidía con su grupo sanguíneo. Y las huellas que encontró la policía en el dormitorio de Brockhard eran las mismas que las que había en la mesilla de noche y la cama de Urías en el hospital. Además, tenían un móvil…

– ¿Ah, sí?

– Sí, ellos querían estar juntos, Gudbrand y Helena. Pero Christopher había decidido que Helena sería suya.

– ¿Estaban prometidos?

– No, no. Pero Christopher estaba loco por Helena, eso lo sabía todo el mundo. Helena procedía de una familia adinerada que se había arruinado cuando su padre fue encarcelado y un matrimonio con la familia Brockhard les daría a ella y a su madre la posibilidad de recuperarse económicamente. Y ya sabes cómo son esas cosas, una joven tiene ciertos deberes para con su familia. O al menos ella los tenía, en aquel entonces.

– ¿Sabes dónde se encuentra ahora Helena Lang?

– Pero, hombre de Dios, si no has probado el Strudel -exclamó la viuda.

Harry tomó un buen trozo y, mientras masticaba, asintió complaciente a la señora Mayer.

– No, no lo sé -admitió la señora-. Cuando se supo que Johansen y ella habían estado juntos la noche del asesinato, también se abrió una investigación sobre ella, pero no encontraron nada. Helena dejó su puesto en el hospital Rudolph II y se trasladó a Viena, donde abrió un taller de costura. Desde luego, hay que reconocer que era una mujer fuerte y emprendedora; yo solía cruzarme con ella por la calle de vez en cuando. Pero, a mediados de los cincuenta, vendió la tienda y, a partir de entonces, dejé de saber de ella. Alguien me dijo que se había ido a vivir al extranjero. Pero sé a quién podéis preguntarle. Si sigue con vida, claro. Beatrice Hoffmann trabajaba como asistenta en la casa de la familia Lang. Después del asesinato, ya no podían pagar sus servicios y sé que estuvo trabajando un tiempo en el hospital Rudolph II.

Fritz estaba de nuevo al teléfono.

En el marco de la ventana, una mosca zumbaba desesperada. Volaba siguiendo el dictado de su microscópico cerebro y no cesaba de darse contra el cristal, sin entender gran cosa. Harry se puso de pie.

– Un poco más de Strudel…

– La próxima vez, señora Mayer. Ahora tenemos bastante prisa.

– ¿Y eso por qué? -preguntó la mujer-. Eso sucedió hace más de medio siglo, así que no se os escapará de las manos.

– Bueno… -respondió Harry mientras estudiaba la negra mosca que revoloteaba al sol bajo las cortinas de encaje.

El teléfono de Fritz sonó mientras se dirigían a la comisaría, así que el oficial hizo un nada ortodoxo giro de ciento ochenta grados, de modo que todos los conductores que iban detrás empezaron a tocar el claxon a la vez.

– Beatrice Hoffman aún vive -declaró acelerando para pasar el semáforo-. Está en una residencia de ancianos en Mauerbachstrasse. Eso queda en Wienerwald.

El turbo del BMW lanzó un tenue silbido. Los edificios de la ciudad dieron paso a casas con entramado de vigas, cabañas y, finalmente, el verde y frondoso bosque donde la luz del atardecer jugueteaba entre las hojas creando una atmósfera mágica mientras ellos atravesaban a toda velocidad caminos flanqueados por hayas y castaños.

Una enfermera los guió hasta un gran jardín.

Beatrice Hoffmann estaba sentada en un banco, a la sombra de un nudoso y robusto roble. Protegía su rostro menudo y surcado de arrugas con un sombrero de paja. Fritz se dirigió a ella en alemán, para explicarle el motivo de su visita. La anciana asintió con una sonrisa.

– Tengo noventa años -declaró con voz temblorosa-. Y aún se me llenan los ojos de lágrimas cuando pienso en Fräulein Helena.

– ¿Aún vive? -preguntó Harry en su alemán del colegio-. ¿Sabes dónde está?

– ¿Qué dice? -preguntó a su vez la mujer, con una mano detrás de la oreja.

Y Fritz se lo explicó.

– Sí -dijo entonces la anciana-. Claro que sé dónde está Helena. Está ahí arriba.

La mujer señalaba la copa del árbol.