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«Ya está -se dijo Harry-. Está senil.» Pero la mujer no había terminado de hablar.

– Con san Pedro. Los Lang eran buenos católicos; pero Helena era el ángel de la familia. Ya le digo, aún se me llenan los ojos de lágrimas cuando lo pienso.

– ¿Recuerdas a Gudbrand Johansen? -volvió a preguntar Harry.

– Urías -corrigió Beatrice-. Sólo lo vi una vez. Un joven bien parecido y encantador aunque enfermo, por desgracia. ¿Quién podría creer que un muchacho tan educado y agradable sería capaz de matar a nadie? Sus sentimientos eran demasiado profundos, claro, también los de Helena; jamás logró olvidarlo, la pobre. La policía nunca lo encontró y, aunque a Helena jamás la acusaron de nada, André Brockhard convenció al consejo de administración del hospital para que la despidiese. Ella se fue a la ciudad y empezó a trabajar de voluntaria en las oficinas del arzobispado, hasta que la penuria económica de la familia la obligó a buscar un trabajo remunerado. Así que abrió un taller de costura. Al cabo de dos años, ya tenía catorce empleadas que cosían para ella a jornada completa. Su padre salió de la cárcel, pero no le dieron trabajo en ningún sitio, después del escándalo de los banqueros judíos. La señora Lang era la que peor llevaba la ruina de la familia. Murió, tras una larga enfermedad, en 1953, y el señor Lang murió ese mismo otoño, en un accidente de tráfico. Helena vendió el taller en 1953 y dejó el país sin avisar a nadie. Recuerdo el día, fue el quince de mayo, el día de la liberación de Austria.

Fritz vio la expresión intrigada de Harry y le explicó:

– Austria es un tanto especial. Aquí no celebramos el día en que Hitler capituló, sino el día en que los Aliados abandonaron el país.

Beatrice les habló de cómo había recibido la noticia de su muerte.

– No habíamos sabido nada de ella en más de veinte años cuando, un día, me llegó una carta con matasellos de París. Me contaba que estaba allí de vacaciones con su marido y su hija. Me dio la impresión de que era una especie de último viaje. No me decía dónde vivía, con quién se había casado ni qué enfermedad tenía. Tan sólo que ya no le quedaba mucho tiempo y que quería que encendiese una vela por ella en la catedral de San Esteban. Helena era una persona excepcional. No tenía más de siete años el día que entró en la cocina y, con una mirada profunda, me dijo que Dios había creado al hombre para amar.

Una lágrima rodó por la arrugada piel de la anciana.

– Jamás lo olvidaré. Siete años tenía. Creo que aquel día decidió cómo pensaba vivir su vida. Y aunque, desde luego, no resultó como ella había imaginado y pasó por muchas situaciones difíciles, estoy convencida de que mantuvo su creencia durante toda su vida: el hombre fue creado por Dios para amar. Así era ella, ni más ni menos.

– ¿Conservas esa carta? -quiso saber Harry.

La mujer se enjugó las lágrimas y asintió.

– La tengo en mi habitación. Si me permites que me quede aquí unos minutos con mis recuerdos…, luego podemos subir. Por cierto que ésta será la primera noche calurosa del año.

Permanecieron sentados en silencio, escuchando el rumor en las copas de los árboles y de las moscas que zumbaban al sol que ya se ponía detrás de la colina de Sophienalpe, mientras cada uno de ellos pensaba en sus difuntos.

Los insectos revoloteaban y bailaban a la luz de los rayos que caían bajo los árboles. Harry pensó en Ellen. Vio un pájaro que, juraría, era el mismo cuyas imágenes aparecían en el libro de aves.

– Subamos -dijo al fin Beatrice.

Tenía una habitación pequeña y sencilla, pero luminosa y agradable. La cama estaba contra una de las paredes, que estaba cubierta de fotografías grandes y pequeñas. Beatrice hojeó unos papeles que guardaba en un gran cajón de la cómoda.

– Tengo mi propio sistema, de modo que la encontraré -explicó.

«Por supuesto que sí», pensó Harry.

En ese momento, su mirada se posó sobre una de las fotografías con marco de plata.

– Aquí está la carta -dijo Beatrice.

Harry no respondió. Se quedó mirando la fotografía y no reaccionó hasta que no oyó la voz de la mujer justo a su espalda.

– Esa fotografía es de cuando Helena trabajaba en el hospital. Era muy hermosa, ¿verdad?

– Sí -admitió Harry-. Hay algo en ella que me resulta muy familiar.

– No me extraña -comentó Beatrice-. Llevan casi dos mil años representándola en todo tipo de iconos.

La noche resultó en verdad calurosa. Calurosa y húmeda. Harry no paraba de dar vueltas en la cama, acabó tirando al suelo la manta y retiró las sábanas mientras intentaba no pensar en nada y conciliar el sueño. Por un instante, reparó en el minibar, pero enseguida recordó que había sacado la llave del llavero y la había dejado en la recepción. Oyó voces en el pasillo y que alguien tironeaba de la puerta, así que se sentó de un salto en la cama, pero no entró nadie. De pronto, las voces estaban dentro, su cálido aliento contra la piel de Harry, y se oía un crepitar como de ropas al rasgarse, pero cuando abrió los ojos, vio destellos y comprendió que eran relámpagos.

Volvió a tronar, como explosiones remotas procedentes de distintos lugares de la ciudad. Volvió a dormirse y la besó, le quitó el camisón blanco y descubrió que su piel era blanca y fresca y áspera por el sudor y el miedo, y la abrazó mucho, mucho rato, hasta que ella entró en calor y despertó a la vida en sus brazos, como una flor filmada durante toda una primavera y representada después a un ritmo aceleradísimo.

Siguió besándola en el cuello, en la parte interior de los brazos, en el vientre, sin exigencias, sin importunarla, sólo consolándola, medio en sueños, como si fuese a desaparecer en cualquier momento. Y cuando, vacilante, ella lo siguió, pues creía que irían a un lugar seguro, continuó guiándola hasta que llegaron al interior de un paisaje que tampoco él conocía, y cuando él se dio la vuelta, ya era demasiado tarde y ella se arrojó en sus brazos y lo maldecía suplicándole y arañándole con la fuerza de sus manos hasta hacerle sangre.

Su propia respiración entrecortada lo despertó y se dio la vuelta en la cama para comprobar que seguía estando solo. Después, todo se mezcló en un torrente de truenos, sueño, ensoñaciones. Lo despertó a media noche el repiqueteo de la lluvia en la ventana. Se acercó y contempló las calles, donde el agua discurría por los bordillos de las aceras y un sombrero sin dueño bajaba llevado por el aire.

Cuando Harry despertó al oír el teléfono, lucía el sol y las calles estaban secas.

Miró el reloj de la mesilla. Faltaban dos horas para que saliese el vuelo a Oslo.

Capítulo 88

CALLE THERESE

15 de Mayo de 2000

Las paredes del despacho de Ståle Aune estaban pintadas de amarillo y las estanterías repletas de literatura científica y de dibujos de Aukrust.

– Siéntate, Harry -lo invitó el doctor Aune-. ¿Prefieres la silla o el diván?

Siempre lo recibía con las mismas palabras, y Harry respondió alzando la comisura del labio izquierdo con la misma sonrisa de siempre, una sonrisa de es-gracioso-pero-ya-lo-hemos-oído-antes. Cuando Harry lo llamó desde el aeropuerto de Gardermoen, Aune le respondió que podía recibirlo, aunque tenía poco tiempo, pues debía asistir a un seminario que se celebraba en Hamar y en el que el debía pronunciar la conferencia inaugural.

– La he titulado «Problemas relacionados con el diagnóstico del alcoholismo» -explicó Aune-. Pero no mencionaré tu nombre.

– ¿Por eso vas tan elegante? -quiso saber Harry.

– La ropa es uno de los aspectos externos que más nos identifican -respondió Aune pasándose la mano por la solapa de la chaqueta-. El tweed indica masculinidad y seguridad en uno mismo.

– ¿Y la pajarita? -preguntó Harry mientras sacaba el bolígrafo y el bloc de notas.

– Saber intelectual y arrogancia. Seriedad mezclada con algo de ironía respecto a uno mismo, si quieres. Más que suficiente para impresionar a mis colegas de segunda categoría, según he visto.