Esa muchacha tenía un temperamento terrible, pensó Giles una vez que logró salir de los arbustos. Dios lo había salvado de casarse con una arpía. Bien, respiró aliviado, ya había pasado lo peor. Ahora podía retornar a Roma cuanto antes. Pese a la desagradable e indecorosa conducta de Philippa, él rezaría por su felicidad. Después de todo, si Dios había ideado un plan para Giles FitzHugh, seguramente también tenía otro para Philippa Meredith.
CAPÍTULO 01
– ¿Por qué no me lo dijiste? – preguntó Philippa a Cecily FitzHugh-. Nunca me sentí tan triste y furiosa. Somos amigas íntimas, Cecily. ¿Cómo pudiste ocultarme algo así? No sé si alguna vez podré perdonarte.
Los ojos grises de Cecily se llenaron de lágrimas.
– Yo no lo sabía -sollozó lastimosamente-. También fue una gran sorpresa para mí. Lo supe recién esta tarde, cuando mi hermano habló conmigo. Papá dijo que lo mantuvieron en secreto porque sabían que yo te contaría todo de inmediato; pensaban que le correspondía a Giles darte las explicaciones del caso. Philippa querida, ¡mi hermano es un ser monstruoso! íbamos a ser hermanas, y ahora tú te casarás con otro.
– ¿Con quién? -lloriqueó la muchacha-. No soy noble y, aunque se me considera una heredera, mis tierras están en el norte. Ahora, por culpa del egoísta de Giles, me he convertido en una solterona. Recuerda cuánto tiempo tardaron tus padres en encontrarte un buen partido. Muy pronto te casarás, Cecily, mientras que yo me iré marchitando poco a poco -suspiró con dramatismo-. Si Giles decidió dedicar su vida a Dios, tal vez yo deba hacer lo mismo. Mi tío Richard Bolton es el prior de St. Cuthberth's, cerca de Carlisle. Él debe de conocer algún convento al que yo pueda ingresar.
Cecily rió.
– ¿Tú quieres ser monja? No, querida Philippa, no. Amas demasiado la vida mundana como para tomar los hábitos. Tendrás que abandonar todas las cosas que tanto adoras: la ropa sofisticada, las joyas y la buena comida. Tendrás que ser obediente. Pobreza, castidad y obediencia son las reglas básicas del convento, y tú jamás podrías ser pobre ni dócil ni casta -aseguró Cecily risueña.
– Sí que podría. Mi tía Julia es monja y también dos hermanas de mi padre. ¿Qué pasará ahora que tu hermano me ha rechazado?
– Tu familia te conseguirá otro marido -opinó con pragmatismo.
– ¡No quiero otro marido! Quiero a Giles. Lo amo, nunca amaré a nadie más. Además, ¿quién querrá exiliarse en Cumbria? Hasta Giles me dijo que la idea de vivir en Friarsgate lo entristecía. Nunca entenderé por qué mi madre ha luchado durante toda su vida por esas malditas tierras. Es más, yo tampoco quiero vivir allí. Estaría demasiado lejos de la corte.
– Ahora lo dices porque estás desilusionada -la consoló Cecily. Luego cambió de tema-: Un mensajero partirá mañana con una carta de mi padre en donde le comunica a tu madre la decisión de Giles. ¿Deseas enviarle una carta?
– Si -contestó con firmeza, y se levantó de su silla-. Le pediré permiso a Su Majestad para retirarme y escribir la carta ya mismo.
Sin mirar atrás, Philippa atravesó la antecámara de la reina. Se parecía mucho a su madre cuando tenía su edad. Tenía un porte esbelto y una cabellera caoba, pero los ojos eran color miel, como los de su padre.
AI acercarse a la reina, le hizo una reverencia y aguardó su permiso para hablar.
– ¿Qué sucede, mi niña? -preguntó Catalina con una sonrisa. -Su Majestad ya estará enterada de mi desgracia, supongo -comenzó Philippa.
– Sí, lo siento mucho.
La muchacha se mordió el labio; estaba a punto de llorar. Se esforzó por contenerse y continuó la conversación.
– Lord FitzHugh enviará un mensajero a mi casa mañana por la mañana. Me gustaría que llevara también una carta mía para mi mamá. Con el permiso de Su Majestad, me retiraré a mis aposentos para redactarla. -Hizo una reverencia, acompañada de una ligera sonrisa.
– Tienes mi permiso, pequeña. No olvides enviarle a tu madre mis mejores deseos y dile que si podemos colaborar en la búsqueda de un nuevo candidato, lo haremos con gran placer. Aunque sé que a tu madre le gusta resolver las cosas a su manera -dijo la reina recordando viejos tiempos.
– Gracias, Su Majestad.
Philippa volvió a hacer una reverencia y se encaminó deprisa al cuarto de las doncellas donde, si tenía suerte, podría estar sola con sus perturbados pensamientos y concentrarse en escribirle a Rosamund. Pero no fue así. En el dormitorio se encontró con una de las jóvenes que más detestaba, acicalándose para reunirse con las doncellas de la reina.
– ¡Oh, pobre Philippa! -se lamentó con falsa preocupación-. Según me dijeron, el hijo del conde de Renfrew te ha abandonado. ¡Qué pena!
– No necesito tus condolencias, Millicent Langholme. Y, además, preferiría que no te inmiscuyeras en este asunto -respondió furiosa.
– Tu madre tendrá algunas dificultades para encontrarte un marido decente. ¿Es cierto que Giles FitzHugh quiere ser sacerdote? Jamás lo hubiese imaginado de un hombre como él. Seguro que lo hizo para no casarse contigo; es la única explicación posible -dijo con una risita ahogada. Luego acarició sus faldas de terciopelo y se arregló con cuidado la cofia.
Philippa nunca deseó tanto darle un golpe a alguien como en ese momento. Pero su situación ya era muy penosa, y no quería causar otra desgracia a su familia por atacar a una dama de la reina.
– No dudo de la vocación de Giles. Estoy segura de que es sincero. -De pronto, notó que estaba defendiendo al hombre que la había abandonado, cuando, en realidad, deseaba con todas sus fuerzas aporrear hasta el cansancio a ese santurrón-. Más vate que te apresures, Millicent. La reina te está buscando.
Al comprobar que sus maldades no lograban irritar a Philippa, Millicent se retiró sin añadir palabra. La joven heredera abrió el cofre donde guardaba sus pertenencias, tomó la pluma y el tintero y se sentó sobre su cama. Cuando terminó la carta, se la entregó a un paje para que se la diera al mensajero del conde de Renfrew, que partiría a la mañana siguiente.
Unos días más tarde, al leer la misiva de su hija, Rosamund se enfureció.
– Maybel, tráeme la carta de lord FitzHugh. ¡Deprisa! Justo cuando pensaba que estaba todo encarrilado, aparecen nuevas dificultades.
– ¿Qué sucede? -le preguntó Maybel mientras le entregaba la carta-. ¿Qué dice el conde?
– ¡Un momento, por favor! -respondió Rosamund, levantando con delicadeza su mano-. ¡Por el amor de Dios! -Ojeó rápidamente el pergamino y luego lo apartó-. Giles FitzHugh decidió dedicar su vida al sacerdocio. Ya no habrá boda. ¡Pobre diablo! Bueno, la verdad es que nunca me gustó ese muchacho.
Maybel lanzó un chillido escandalizada.
– El conde pide disculpas -continuó la dama de Friarsgate- y dice que siempre considerará a Philippa como una hija. Se ofrece a encontrarle marido. Hay que enviar a alguien a Otterly en busca de Tom. Sigue siendo más hábil que yo para estos asuntos, pese a haber estado alejado de la corte tantos años. ¡Pobre Philippa! Había depositado todas sus esperanzas en ese joven.
– ¡Sacerdote! -se lamentó Maybel-. ¡Un hombre tan apuesto! Es una lástima. Y ahora nuestra pequeña, con quince años ya cumplidos, se siente abandonada y sufre penas de amor. Ese muchacho egoísta debió avisarle antes.
– Estoy de acuerdo contigo. -Tomó de nuevo la carta de su hija y la releyó sin dejar de sacudir la cabeza. Cuando terminó, la colocó junto a la otra-. Philippa dice que no le queda más remedio que convertirse en monja. Quiere que le pregunte al tío Richard si conoce algún buen convento.
– ¡Puras tonterías! La niña está alterada, y no es para menos. Pero no me la imagino tomando los hábitos, aunque ella opine lo contrario.
– Yo tampoco, Maybel -rió Rosamund-. Mi hija valora demasiado la buena vida como para retirarse a un convento. Dile a Edmund que vaya hoy mismo a Otterly en busca de Tom, y asegúrate de que atiendan al mensajero del conde como es debido.