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– Es verdad, hasta ahora te has comportado mucho mejor que todas nosotras. Y ahora que los favoritos del rey han caído en desgracia gracias al cardenal Wolsey, no parece tan arriesgado que juguetees con algunos jóvenes de la corte.

– Empezando por el presumido sir Walter de Millicent. Ya le sacaré a esa arpía las ganas de hablar a mis espaldas. Lo más gracioso es que aunque esté furiosa con sir Walter, igual tendrá que casarse con él porque lo que más desea en el mundo es el prestigio que obtendrá con ese matrimonio.

– Pobre sir Walter -dijo la bondadosa Cecily-. Desposará a una bruja.

– No siento la menor pena por él. Está muy ocupado con las negociaciones de su alianza, pero ya verás cómo, pese a todo, sucumbirá a mis encantos. Para mí, sir Walter no es un hombre honorable. Él y Millicent son tal para cual. Les deseo toda la infelicidad del mundo.

– ¿No sientes piedad?

– No. Un hombre sin honor no vale nada. Dicen que mi padre era un caballero noble y gentil. También lo son mi tío lord Cambridge y mi padrastro Logan Hepburn. Y no me casaré con ningún hombre que no lo sea.

– Te has vuelto muy severa. -No. Siempre he sido así.

CAPÍTULO 02

– ¡Vamos, jovencitas! -vociferó lady Brentwood, la asistente de las doncellas-. El día de campo está por comenzar. Su Majestad permitió que paseen a gusto, siempre que dos de ustedes se turnen para acompañarla.

Las damas de honor salieron de sus aposentos riendo y parloteando como cotorras. Un día de campo junto al río era un programa maravilloso. Sobre todo porque en esas ocasiones, las formalidades de la corte solían dejarse de lado. Era un día hermoso. El cielo azul y la fresca brisa que mecía las flores prometían una jornada inolvidable. Como era muy temprano para ejecutar su plan, Philippa se ofreció a escoltar a la reina. Aún no había visto a sir Walter y quería aguardar hasta que se encontrara ligeramente ebrio.

– Estás muy bella, pequeña -dijo Catalina a Philippa-. Me traes bellos recuerdos de tu madre y de los años que pasamos juntas en el palacio cuando éramos niñas. -La hijita de la reina, a quien se le había permitido asistir a la fiesta, saltaba en el regazo de su madre-. María, mi amor, por favor, quédate quieta. A papá no le va a gustar verte así.

– Su Majestad, ¿le gustaría que lleve de paseo a la princesa? -preguntó Philippa con gentileza-. También puedo jugar con ella y entretenerla un rato. Siempre ayudé a mamá a cuidar a mis hermanos.

La reina asintió aliviada.

– Querida Philippa, ¿harías eso por mí? El embajador de Francia viene esta tarde a verla y le escribirá al rey Francisco sobre los progresos de nuestra princesita. Ahora que María está comprometida con el delfín, los franceses no le quitan los ojos de encima. Aunque yo preferiría que se casara con mi sobrino Carlos. Sí, mejor llévatela de aquí y trata de que no se ensucie.

– Sí, Su Majestad -dijo Philippa tras hacer una reverencia. Luego, tomó de la mano a la pequeña princesa-. Venga conmigo, Su Alteza. Vamos a pasear por los jardines y admirar las bellas vestimentas que lucen los invitados.

María Tudor, con sus tres años de edad, se deslizó de la falda de su madre y, respetuosamente, aceptó la mano que le tendía la señorita Meredith. Era una niña de mirada muy seria, bonita, de cabello caoba similar al de Philippa. Su vestido era una réplica en miniatura del de su madre.

– Tu vestido es bonito -reconoció. La princesa María tenía una inteligencia notable. Pese a su corta edad, podía sostener una conversación sencilla tanto en inglés como en latín.

– Gracias, Su Alteza.

Caminaron a la vera del río y la niña señaló las embarcaciones. -¡Vamos! -gritó exultante de alegría-. Quiero pasear en bote. Philippa sacudió la cabeza.

– ¿Su Alteza sabe nadar?

– No.

– Entonces no puede pasear en canoa. Para hacerlo es necesario saber nadar.

– ¿Y tú sabes nadar? -le preguntó escrutándola con su extraña mirada de adulta.

– Sí -respondió Philippa con una sonrisa. -¿Quién te enseñó?

– Un hombre llamado Patrick Leslie, conde de Glenkirk.

– ¿Dónde?

– En un lago de las tierras de mi madre. También les enseñó a mis hermanas Banon y Bessie. Pensábamos que nuestro lago era muy frío, pero él nos dijo que los lagos ingleses eran tibios en comparación con los escoceses. Una vez estuve en Escocia, pero nunca me aventuré a nadar en sus gélidas aguas.

– Mi tía Meg es la reina de Escocia -anunció la pequeña María.

– Ya no -corrigió Philippa-. Luego de enviudar, su tía contrajo nuevas nupcias. Ahora solo es la madre del rey. Pero yo tuve la suerte de visitaría junto con mi madre cuando todavía era reina de Escocia. Su corte era espléndida.

– ¿Mejor que la de mi papá? -preguntó con un dejo de arrogancia.

– No hay en el mundo una corte como la del rey Enrique. Como usted bien sabe, su padre es el rey más distinguido y gallardo de toda la cristiandad.

– ¡Qué delicioso elogio! -dijo Enrique VIII acercándose a su hijita. Philippa, ruborizada, le hizo una reverencia.

– ¡Papá! -gritó María Tudor, riendo mientras él la tomaba en sus brazos y la acariciaba con ternura.

– ¿Y quién es la más bella princesa del mundo? -preguntó el rey a su hija, besando sus mejillas rosadas.

La niña reía con felicidad. El rey se dirigió a Philippa:

– Tú eres la hija de Rosamund Bolton, ¿o me equivoco, señorita?

El rostro de la joven era pura dulzura e inocencia.

– Lo soy, Su Majestad -respondió apartando la vista, como dictaba el protocolo. Además, a Enrique Tudor le molestaba muchísimo que lo miraran a los ojos.

El rey se acercó a la joven Meredith y le rozó la mejilla con un dedo.

– Eres tan bella como Rosamund a tu edad. Como sabrás, nos conocemos desde hace muchos años.

– Sí, Su Majestad, ella me lo ha contado todo -rió Philippa con nerviosismo.

– ¡Ah! -dijo Enrique con una sonrisa-. Entonces conoces toda la historia. En esa época yo era un muchachito lleno de malicia.

– Incluso le gustaba apostar a las cartas -respondió con picardía.

– ¡Ja, ja, ja! Es muy cierto, señorita Philippa. Y mi abuela recolectaba el dinero de las apuestas y las ponía religiosamente en la caja de los pobres en Westminster. Así fue como aprendí a no apostar. -Dejó a su hija en el suelo-, Me enteré de que el hijo menor de Renfrew ha decidido ordenarse sacerdote. Lo siento mucho.

A Philippa se le llenaron los ojos de lágrimas, pero se las secó de inmediato.

– Es la voluntad de Dios -afirmó la joven sin la menor convicción.

– Puedes contar con mi ayuda, señorita Philippa -murmuró Enrique Tudor-. Tu madre sigue siendo una de mis grandes amigas, aunque se haya casado con un escocés salvaje.

– Gracias, Su Majestad -contestó con una reverencia.

– También recuerdo a tu padre, pequeña. Era un buen hombre y, además, fue el más leal servidor de la Casa Tudor. Sus hijas cuentan con mi amistad eterna. No lo olvides, Philippa Meredith. Ahora, por favor, lleva a mi hija con su madre. Luego, regresa y únete a tus amigos, así te diviertes un poco, jovencita. ¡Es una orden del rey! -exclamó prodigándole una amplia sonrisa-. ¡Corre a divertirte! Es el último día de mayo, hay que disfrutarlo.

El rey la observó partir. ¿Cómo era posible que la hija de Rosamund Bolton hubiera crecido tanto? Tanto como para casarse y tener el corazón destrozado… "Había otras dos Meredith -recordó el monarca-, y su padrastro le había dado dos hermanos más". ¿Y él qué tenía? Una niña y una mujer demasiado vieja para parir los hijos varones que necesitaba. La reina había perdido una criatura hacía seis meses. Siempre ocurría lo mismo: cuando el embarazo llegaba a término, los bebés nacían muertos o sobrevivían al parto unos pocos días. María fue la única que pudo seguir con vida. Algo no estaba bien. Los médicos decían que la reina no podía tener más hijos. ¿Acaso Dios trataba de transmitirle algún mensaje? Observó a su esposa sentada en el trono, al otro lado del parque. Su piel otrora rozagante se veía macilenta; su cabellera brillante ahora lucía opaca. La reina pasaba cada vez más tiempo rezando de rodillas y cada vez menos tiempo cumpliendo sus deberes reales en la cama.