Выбрать главу

—No me apetece.

Silencio entre los dos hasta que Eric lo rompe de nuevo.

—¿Sabes?, una vez una preciosa mujer a la que adoro me comentó que su madre le había dicho que cantar era lo único que amansaba a las fieras y...

—¿Me estás llamando animal?

Sorprendido, da un respingo.

—No..., ni mucho menos.

—Pues canta tú si quieres; a mí no me apetece.

Eric hace un gesto afirmativo y se muerde el labio. Finalmente, asegura con resignación:

—De acuerdo, pequeña, me callaré.

La tensión en el ambiente es palpable, y ninguno abre la boca durante lo que dura el trayecto. Cuando llegamos a nuestro destino, Frida y Andrés me abrazan encantados; en especial, Frida, que en cuanto puede me aparta de los hombres y cuchichea:

—Por fin, por fin... ¡Cuánto me alegra ver que estáis de nuevo juntos!

—No cantes victoria tan pronto, que lo tengo en cuarentena.

—¿Cuarentena?

Sonrío irónicamente.

—Lo tengo castigado sin sexo ni cariñitos.

—¿Cómo?

Tras mirar a Eric y contemplar su semblante ceñudo, musito:

—Él me castiga cuando hago algo mal, y a partir de ahora he decidido que voy a hacer lo mismo. Por lo tanto, lo he castigado sin sexo.

—Pero ¿sólo contigo o con todas las mujeres?

Esto me alerta.

No lo he concretado, pero estoy segura de que él me ha entendido que es con todas. ¡TODAS! Frida, al ver mi gesto, se ríe.

—Oye, y cuando él te ha castigado, ¿con qué lo hizo?

Pienso en sus castigos y me pongo roja como un tomate. Frida sigue riendo.

—No hace falta que me los cuentes. Ya sé por dónde vas.

Su cara de picaruela me hace sonreír.

—Vale..., te lo cuento porque contigo no me da vergüenza hablar de sexo. La primera vez que me castigó, me llevó a un club de intercambio de parejas y, tras calentarme y hacerme abrir de piernas para unos hombres, me obligó a regresar al hotel sin que nadie, ni siquiera él, me tocara. La siguiente vez me entregó a una mujer y...

—¡Oh, Diossssssssssss!, me encantan los castigos de Eric, pero creo que el tuyo es excesivamente cruel.

Viendo la expresión de Frida, al final yo sonrío de nuevo.

—Eso para que sepa con quién se las está jugando. Voy a ser su mayor pesadilla y se va a arrepentir de haberme hecho enfadar.

A la hora de la comida ha parado de llover y decidimos ir a uno de los restaurantes de Zahara. Como siempre, todo está buenísimo, y como no he desayunado tengo un hambre atroz. Me pongo morada a langostinos, a cazón en adobo y a chopitos. Eric me mira con sorpresa.

—¿No estabas a régimen?

—Sí —respondo, divertida—, pero hago dos. Con uno me quedo con hambre.

Mi comentario lo hace reír e inconscientemente se acerca a mí y me besa. Acepto su beso. ¡Oh, Dios!, lo necesitaba. Pero cuando se retira añado todo lo seria que puedo:

—Controle sus instintos, señor Zimmerman, y cumpla su castigo.

Su gesto se vuelve serio y asiente con acritud. Frida me mira y, ante su sonrisa, gesticulo.

El resto del día lo pasamos bien. Estar con Frida para mí es muy divertido y siento que Eric busca mis atenciones. Necesita que lo bese y lo toque tanto o más que yo, pero me reprimo. Aún estoy enfadada con él.

Por la noche, regresamos a la casa. Cuando llega la hora de dormir, hago de tripas corazón y, después de darle un tentador beso en los labios, me voy a mi habitación; pero antes de que pueda llegar, Eric me coge de la mano,

—¿Hasta cuándo va a durar esto?

Quiero decir que se acabó.

Quiero decir que ya no puedo más.

Pero mi orgullo me impide claudicar. Le guiño un ojo, me suelto de su mano y me meto en el dormitorio sin contestar.

Una vez dentro, mis instintos más básicos me gritan que abra la puerta y termine con la tontería del castigo que yo solita he impuesto, pero mi pundonor no me deja. Como la noche anterior, le oigo acercarse a la puerta. Sé que quiere entrar, pero al final vuelve a marcharse.

Por la mañana, la madre de Eric llama por teléfono y le pide que regrese urgentemente a Alemania. La mujer que se encarga de cuidar a su sobrino en su ausencia ha decidido abandonar el trabajo sin previo aviso e irse a vivir con su familia a Viena. Eric se encuentra en una encrucijada: su sobrino o yo.

¿Qué debe hacer?

Durante horas observo cómo intenta solucionar el problema por teléfono. Habla con la mujer que cuidaba hasta ahora a su sobrino y discute. No entiende que no lo haya avisado con tiempo para buscar una sustituta. Después, habla con su hermana Marta y se desespera. Habla con su madre y vuelve a discutir. Le oigo hablar con el pequeño Flyn y siento su impotencia al dialogar con él. Por la tarde, al verlo agotado, tremendamente agobiado y sin saber qué hacer, se impone mi sentido común y accedo a acompañarlo a Alemania. Tiene que resolver un problema. Cuando se lo digo, cierra los ojos, pone su frente sobre la mía y me abraza.

Hablo con mi padre y quedo en regresar el día 31 para cenar con ellos. Mi padre se muestra conforme, pero me deja claro que, si al final, por lo que sea, decido quedarme este año en Alemania, lo entenderá. Esa tarde cogemos su jet privado en Jerez, y éste nos lleva hasta el aeropuerto Franz Josef Strauss Internacional de Múnich.

8

En Alemania ha caído una gran nevada y hace un frío de mil demonios. Al llegar nos espera un coche oscuro. Eric saluda al chófer y, tras presentármelo y saber que se llama Norbert, nos montamos en el vehículo.

Observo las calles nevadas y vacías mientras Eric habla por teléfono con su madre y promete ir a su casa mañana. Nadie juega con la nieve ni pasea de la mano. Cuando el coche, media hora después, se para ante una gran verja de color acero intuyo que ya hemos llegado. La verja se abre y veo junto a ella una pequeña casita. Eric me indica que ésa es la vivienda del matrimonio que trabaja en su casa. El coche continúa a través de un bonito y helado jardín. Pestañeo alucinada al contemplar el precioso y enorme caserón que aparece ante mí. Cuando el coche se para, Eric me ayuda a bajar y, al ver cómo miro a mi alrededor, dice:

—Bienvenida a casa.

Su voz, su gesto y cómo me mira hacen que se me ponga toda la carne de gallina. Me agarra de la mano con decisión y tira de mí. Lo sigo y, cuando una mujer de unos cincuenta años nos abre la puerta rápidamente, Eric la saluda y me la presenta:

—Judith, ella es Simona. Se ocupa de la casa junto con su marido.

La mujer sonríe, y yo hago lo mismo. Entramos en el enorme vestíbulo cuando llega hasta nosotros el hombre que nos ha recogido en el aeropuerto.

—Norbert es su marido —señala Eric.

Ni corta ni perezosa, les planto dos besazos en la cara que los dejan trastocados y digo en mi perfecto alemán:

—Estoy encantada de conoceros.

El matrimonio, alucinado por mi efusividad, intercambia una mirada.

—Lo mismo decimos, señorita.

Eric sonríe.

—Simona, Norbert, márchense a descansar. Es tarde.

—Subiremos antes el equipaje a su habitación, señor —indica Norbert.

Una vez que se marchan con nuestro equipaje, Eric me dedica una mirada burlona y cuchichea:

—En Alemania no somos tan besucones y los ha sorprendido.

—¡Vaya!, lo siento.

Con una candorosa sonrisa, clava sus bonitos ojos en mí y murmura mientras me toca el óvalo de la cara con delicadeza:

—No pasa nada, Jud. Estoy seguro de que tu manera de ser les va a gustar tanto como a mí.

Muevo la cabeza a modo de aprobación y doy un paso atrás para alejarme de él, o no respondo de mis actos.

Miro a mi alrededor en busca de una salida, y al ver la escalera doble por la que el matrimonio ha subido, susurro mientras él me coge de la mano:

—Impresionante.

—¿Te gusta? —pregunta, inquieto.

—¡Dios, Eric...! ¿Cómo no me va a gustar? Pero..., pero si esto es alucinante. Enorme. Precioso.