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Con su lengua repasa primero mi labio superior, después el inferior y, cuando finaliza el morboso contacto con un mordisquito, soy yo la que se lanza sobre su boca y se la devora.

Calor.

Excitación.

Locura momentánea.

Durante varios minutos, nos besamos con auténtico frenesí mientras nos tocamos. Eric es tan caliente, tan activo en esa faceta, que siento que me voy a derretir, pero cuando con premura sube mi vestido y pone sus enormes manos en la cinturilla de mis medias digo:

Stop. —Mi orden lo hace parar, y antes de que siga, añado—: No quiero que me rompas ni las medias ni las bragas. Son nuevas y me costaron un pastón. Yo me las quitaré.

Sonríe, sonríe, sonríe... ¡Oh, Dios! Cuando sonríe mi corazón salta embravecido.

¡Que me rompa lo que quiera!

Eric da un paso hacia atrás. Soy consciente de que su deseo se intensifica por mí. Sin demora, pongo un pie en su pecho. Me desabrocha la bota sin apartar sus ojos de los míos y me la quita. Repito la misma acción con la otra pierna, y él con la otra bota.

¡Guau, qué morboso es mi Iceman!

Cuando las dos botas están en el suelo, me bajo de la mesa, da un paso hacia atrás, y yo me quito las medias. Las dejo sobre la mesa.

La respiración de Eric es tan irregular como la mía y, cuando se arrodilla ante mí, sin necesidad de que me pida lo que quiere, lo hago. Me acerco a él, acerca su cara a mis braguitas, cierra los ojos y murmura:

—No sabes cuánto te he echado de menos.

Yo también lo he echado de menos y, deseosa de sexo, poso mis manos en su pelo y se lo revuelvo, mientras él sin moverse restriega su mejilla por mi monte de Venus, hasta que con un dedo me baja las bragas, pasea su boca por mi tatuaje y le escucho murmurar:

—Pídeme lo que quieras, pequeña..., lo que quieras.

Sin dejar de repetir esta frase tan típica de él y que yo tatué en mí, me baja las bragas, me las quita, las deja sobre la mesa y, levantándose, me coge entre sus brazos, me sienta sobre la mesa, abre mis piernas, se baja el pantalón negro del chándal y, cuando clavo mis ojos en su erecto y tentador pene, susurra mientras me tumba:

—Me vuelve loco leer esa frase en tu cuerpo, pequeña. Me tiraría horas saboreándote, pero no hay tiempo para preámbulos, y por ello te voy a follar ahora mismo.

Y sin más, me acerca su enorme erección a la entrada de mi húmeda vagina y, de una sola y certera estocada, me penetra.

Sí..., sí..., sí...

¡Oh, sí!

Se oye el runrún de la gente tras la puerta cerrada, y Eric me posee. Lo miro. Me deleito.

—No más secretos entre tú y yo —musito.

Eric asiente. Me penetra.

—Quiero sinceridad en nuestra relación —insisto, jadeante.

—Por supuesto, pequeña. Prometido ahora y siempre.

La música llega hasta nosotros, pero yo sólo puedo disfrutar de lo que siento en este instante. Estoy siendo saciada una y otra vez con vigor por el hombre que más deseo en el mundo, y me encanta. Sus fuertes manos me tienen cogida por la cintura, me manejan, y yo, dichosa del momento, me dejo manejar.

Eric me oprime una y otra vez contra él mientras aprieta los dientes y oigo cómo el aire escapa a través de éstos. Mi cuerpo se abre para recibirlo y jadeo, dispuesta a abrirme más y más para él. De pronto, me levanta entre sus brazos y me apoya contra la pared.

¡Oh, Dios, sí!

Sus penetraciones se hacen cada vez más intensas. Más posesivas. Uno..., dos..., tres.... , siete..., ocho..., nueve... embestidas, y yo gimo de placer.

Sus manos, que me sujetan, me aprietan el culo. Me inmovilizan contra la pared y sólo puedo recibir gustosa una y otra vez su maravilloso y demoledor ataque. Éste es Eric. Ésta es nuestra manera de amarnos. Ésta es nuestra pasión.

Calor. Tengo un calor horrible cuando siento que un clímax asolador está a punto de hacerme gritar. Eric me mira y sonríe. Contengo mi grito, acerco mi boca a su oído y susurro como puedo:

—Ahora..., cariño..., dame más fuerte ahora.

Eric intensifica sus acometidas, sabedor de cómo hacerlo. Se hunde hasta el fondo en mí mientras yo disfruto y exploto de exaltación. Eric me da lo que le pido. Es mi dueño. Mi amor. Mi sirviente. Él lo es todo para mí, y cuando el calor entre los dos parece que nos va a carbonizar, oigo salir de nuestras gargantas un hueco grito de liberación que acallamos con un beso.

Instantes después, se arquea sobre mí y yo le aprieto contra mi cuerpo, decidida a que no salga de él en toda la noche.

Cuando los estremecimientos del maravilloso orgasmo comienzan a desaparecer, nos miramos a los ojos y él murmura, aún con su pene en mi interior:

—No puedo vivir sin ti. ¿Qué me has hecho?

Eso me hace sonreír y, tras darle un candoroso beso en los labios, respondo:

—Te he hecho lo mismo que tú a mí. ¡Enamorarte!

Durante unos segundos, mi Iceman particular me mira con esa mirada tan suya, tan alemana y castigadora que me vuelve loca. Me encantaría estar en su mente y saber qué pasa por ella mientras me mira así. Al final, me da un beso en los labios y me suelta a regañadientes.

—Te follaría en cada rincón de este lugar, pero creo que debemos regresar con el resto del grupo.

Me muestro conforme animadamente. Veo las medias y las bragas sobre la mesa, y de prisa me las pongo, aunque antes Eric abre un cajón y saca servilletas de papel para limpiarnos.

—Vaya..., vaya, señor Zimmerman —apunto con gesto pícaro—, por lo que veo no es la primera vez que usted viene aquí a satisfacer sus necesidades.

Eric sonríe, y tras limpiarse y tirar el papel a una papelera, contesta en tanto se ajusta su pantalón negro:

—No se equivoca, señorita Flores. Este local es del padre de Björn y hemos visitado este cuartucho muchas veces para divertirnos y compartir ciertas compañías femeninas.

Su comentario me resulta gracioso, pero esos celos españoles tan característicos en mi personalidad me hacen dar un paso adelante. Eric me mira.

—Espero que a partir de ahora siempre cuentes conmigo —señalo, achinando los ojos.

Eric sonríe.

—No lo dudes, pequeña. Ya sabes que tú eres el centro de mi deseo.

Fuego...

Hablar tan claramente sobre sexo con Eric me enloquece. Él, consciente de ello, se acerca a mí y me coge por la cintura.

—Pronto abriré tus piernas para que otro te folle delante de mí, mientras yo beso tus labios y me bebo tus gemidos de placer. Sólo de pensarlo ya vuelvo a estar duro.

Roja..., debo de estar más roja que un tomate en rama. Sólo imaginar lo que acaba de decir me aviva y enloquece.

—¿Deseas que ocurra lo que he dicho?

Sin ningún atisbo de vergüenza, muevo la cabeza afirmativamente. Si mi padre me viera me desheredaría. Eric, divertido, sonríe y me besa con cariño.

—Lo haremos, te lo prometo. Pero ahora termina de vestirte, preciosa. Hay una mesa llena de gente esperándonos a pocos metros de aquí y, si tardamos más, comenzarán a sospechar.

Atizada por lo ocurrido y, por sus últimas proposiciones, termino de ponerme las medias. Después, Eric me ayuda a abrocharme las botas.

—¿Vuelvo a estar decente? —pregunto una vez vestida, mirándole.

Eric me mira de arriba abajo y, antes de abrir la puerta, susurra:

—Sí, cariño, aunque cuando lleguemos a casa te quiero totalmente indecente. —Su comentario me hace reír y, tras resoplar, indica—: Salgamos ya de esta habitación, o no voy a ser capaz de contenerme para no romperte esta vez tus preciadas medias y bragas nuevas.

Por la noche, cuando llegamos a casa y Eric acuesta a Flyn, cerramos la puerta de nuestra habitación y nos entregamos a lo que más nos gusta: sexo salvaje, morboso y caliente.

12

El sábado 29 de diciembre Eric me pide dedicarle el día entero a su sobrino. Sus ojos al decírmelo me indican lo inquieto que está por ello, pero yo asiento convencida de que es lo mejor para todos, en especial para Flyn. Eso sí, éste no desperdicia la oportunidad siempre que puede de hacerme ver que yo estoy de más. No se lo tomo en cuenta. Es un niño. Jugamos gran parte del día a la Wii y la Play, lo único que al crío parece motivarlo, y le demuestro que las chicas sabemos hacer más cosas de las que él cree.