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—Tu padre es una excelente persona, pequeña. Tienes mucha suerte de que él sea así.

—Papá es la persona más buena que he conocido en mi vida —contesto después de tragar el rico trozo—. Incluso me ha dicho que comenzar mi nueva vida contigo en Navidades es algo bonito que no debo desaprovechar. Y tiene razón. Éste es nuestro comienzo y quiero disfrutarlo contigo.

Eric me ofrece de nuevo el sándwich y yo le doy otro mordisco. Cuando entiende el significado de lo que acabo de decir, añado, cerrándole la boca:

—Definitivamente, me quedo contigo en Alemania. Ya no te libras de mí.

La noticia le pilla tan de sorpresa que no sabe ni qué hacer, hasta que suelta el sándwich en la bandeja, coge mi cara con sus manos y dice cerca de mi boca:

—Eres lo mejor, lo más bonito y maravilloso que me ha pasado en la vida.

—¿En serio?

Eric sonríe, me da un beso en los labios y afirma:

—Sí, señorita Flores. —Y al ver las intenciones de mi mirada, puntualiza con voz ronca—: Hasta que no te acabes el caldo, el sándwich y el postre, no pienso satisfacer tus deseos.

—¿Todo el sándwich?

Mi alemán asiente y murmura en un tono de voz bajo, que me pone la carne de gallina:

—Todo.

—¿Y el plátano también?

—Por supuesto.

Su respuesta me hace sonreír.

Cojo el caldo y me lo bebo en tanto lo miro por encima de la taza. Lo tiento con mis ojos y veo la excitación en su mirada.

¡Dios, Dios! ¡Eric, cómo me excitas!

Una vez que acabo, sin hablar, dejo la taza y me como el sándwich. Bebo agua, y cuando cojo el plátano, se lo enseño, sonrío y lo dejo sobre la bandeja.

—De postre... te prefiero a ti.

Eric sonríe.

Me besa y yo le empujo hasta tumbarlo en la alfombra. Estamos frente a la chimenea encendida.

Solos...

Excitados...

Y con ganas de jugar.

Me siento a horcajadas sobre él. Su pene está duro ante mi contacto e insinuaciones y dispuesto a darme lo que quiero y necesito. Sus manos pasean por mis piernas, lenta y pausadamente, y se paran en mis muslos.

—Todavía no me creo que estés aquí, pequeña.

—Tócame y créelo —lo invito, mirándolo a los ojos.

La excitación sube segundo a segundo y decido quitarle la sudadera.

Desnudo de cintura para arriba, a mi merced y con una sonrisa triunfal en mi boca, poso mis manos en su estómago y lentamente las subo hacia su pecho. En el camino, me agacho y su boca va a mi encuentro. Nos besamos. Sus manos cogen las mías.

—Eric..., me pones como una moto.

Él sonríe. Yo sonrío.

—¿Quieres que te muestre cómo me pones tú a mí? —me pregunta hambriento y jadeante.

—Sí.

Eric asiente, agarra los calzoncillos que llevo puestos y, sin preámbulos, me los quita. Después, hace lo propio con la sudadera y me quedo totalmente desnuda sobre él. Sus manos van directas a mis pechos y susurra atrayéndome hacia éclass="underline"

—Dámelos.

Excitada, me agacho. Le ofrezco mi cuerpo, mis pechos. Él los besa con delicadeza, y luego se mete primero un pezón en la boca y, tras endurecerlo, se dedica a hacer lo mismo con el otro, mientras sus manos me aprietan contra él para que no me retire. Durante unos minutos disfruto de sus afrodisíacas caricias. Son colosales, calientes y morbosas, hasta que con sus fuertes manos me hace moverme, se desliza por debajo de mí y quedo sentada sobre su boca.

Mi estómago se encoge al sentir el calor de su aliento en el centro de mi deseo. ¡Oh, sí! Me agarra con sus fuertes manos por la cintura y sólo puedo escuchar mientras me deshago:

—Voy a saborearte. Relájate y disfruta.

Sentada sobre su boca, Eric cumple lo que promete y me hace disfrutar. Su ávida lengua, deseosa de mí, busca mi centro del placer como un exquisito manjar y me arranca gemidos incontrolados mientras yo cierro los ojos y me carbonizo segundo a segundo. Una y otra vez, con sus toques de lengua en mi ya inflamado clítoris, me lleva hasta el borde del clímax, pero no deja que culmine. Eso me vuelve loca y quiero protestar.

Imágenes morbosas pasean por mi mente mientras el hombre que me enloquece toma de mí todo lo que quiere, y yo se lo doy deseosa de más. Estar solos, en su despacho, ante la chimenea y desnudos es delicioso y placentero. Pero inexplicablemente una vocecita en mi cabeza susurra muy bajito que si fuéramos tres todo sería más morboso.

Alucinada, abro los ojos. ¿Qué hago pensando yo así? Eric ha conseguido meterme totalmente en su juego y ahora soy yo la que fantaseo con ello.

Suelto un gemido de placer mientras me siento perversa. Muy perversa. Y dejándome llevar por mis fantasías, digo:

—Quiero jugar, Eric..., jugar contigo a todo lo que quieras.

Sé que me escucha. Su azotito en mi trasero me lo confirma. Su boca se pasea por mis labios vaginales, sus dientes me mordisquean arrancándome oleadas de placer y, por fin, deja que culmine y llegue al clímax.

Cuando mi cuerpo se recupera de ese maravilloso ataque, Eric me vuelve a colocar sobre su pecho y, con una sonrisa triunfal, me pide con voz ronca, cargada de erotismo:

—Fóllame, Jud.

Noto mis mejillas arreboladas por el deseo que mi alemán me provoca. No es la chimenea la que me acalora, es Eric. Mi Eric. Mi alemán. Mi mandón. Mi cabezón. Mi Iceman.

Dispuesta a que él disfrute tanto como yo, me acomodo y agarro su pene. Su suavidad es exquisita. Lo miro con ojos de «relájate y disfruta» y, sin esperar ni un segundo más, lo introduzco en mi vagina.

Estoy húmeda, empapada, y siento cómo la punta de su maravilloso juguete llega hasta casi mi útero sin él moverse.

¡Dios, qué placer!

Muevo las caderas de izquierda a derecha en busca de más espacio, y luego me aprieto sobre él. Eric cierra los ojos y jadea. Este movimiento cimbreante le gusta. ¡Bien! Lo vuelvo a repetir mientras apoyo las manos en su pecho y le exijo:

—Mírame.

Mi voz. El tono exigente que utilizo en ese instante es lo que hace que Eric abra los ojos rápidamente y me mire. Mando yo. Él me ha pedido que tome la iniciativa y me siento poderosa. De pronto, varío el movimiento de mis caderas y, al dar un seco empujón hacia adelante, Eric jadea en alto y, gustoso, se contrae.

Pone sus manos en mis caderas. La fiera interna de mi Eric está despertando. Pero yo se las agarro y, entrelazando mis manos con las suyas, susurro:

—No..., tú no te muevas. Déjame a mí.

Está ansioso. Excitado. Caliente.

Su mirada me habla sola y sé lo que desea. Lo que piensa. Lo que ansía. De nuevo, muevo mis caderas con fuerza. Me clavo más en él, y Eric vuelve a jadear. Yo también.

—¡Dios, pequeña...!, me vuelves loco.

Una y otra vez repito los movimientos.

Lo llevo hasta lo más alto, pero no lo dejo culminar. Quiero que sienta lo que me ha hecho sentir minutos antes a mí, y su mirada se endurece. Yo sonrío. ¡Aisss..., cómo me pone esa cara de mala leche! Sus manos intentan sujetarme y las detengo otra vez mientras mis movimientos rápidos y circulares continúan llevándolo hasta donde yo quiero. Al éxtasis. Pero su placer es mi placer, y cuando veo que ambos vamos a morir de combustión, acelero mis acometidas hasta que un orgasmo maravilloso me toma por completo, y mi Iceman, enloquecido, se contrae y se deja llevar.

Gustosa tras lo hecho, me dejo caer sobre él y me abraza. Me encanta sentirle cerca. Nuestras respiraciones desacompasadas poco a poco se relajan.

—Te adoro, morenita —dice en mi oído.

Sus palabras, tan cargadas de amor, me enloquecen, y sólo puedo sonreír como una tonta mientras sus brazos se cierran sobre mi cintura y me aprietan.

Su calor y mi calor se funden al unísono, y levantando la cabeza, lo beso.

Permanecemos durante unos minutos tirados en la alfombra, hasta que Eric, al ver mi carne de gallina, me invita a levantarme. Ambos lo hacemos. Coge una manta oscura que hay sobre el sillón y me la echa por encima. Después, desnudo, se sienta y, sin soltarme, me hace que me siente sobre él y me retira el desordenado pelo de la cara.