Выбрать главу

Durante más de una hora las dos seguimos comprando regalitos y, cuando nuestras narices están rojas por el frío, Marta me propone ir a tomar algo. Acepto. Estoy muerta de frío, hambre y sed. Me dejo guiar por ella por las bonitas calles de Múnich.

—Te voy a llevar a un sitio muy especial. Otro día que salgamos te llevaré a comer al restaurante que hay en la Torre Olímpica. Es giratorio, y verás unas maravillosas vistas de Múnich.

Congelada, asiento mientras observo que allí todos los taxis son de color crema y la mayoría Mercedes-Benz. ¡Vaya lujazo! Pocos minutos después, cuando entramos en un enorme lugar, Marta indica con orgullo:

—Querida Judith, como buena muniquesa que soy, tengo el orgullo de decirte que estás en la Hofbräuhaus, la cervecería más antigua de mundo.

Entusiasmada, miro a mi alrededor. El lugar es precioso. Con solera. Observo los techos abovedados recubiertos de curiosas pinturas y los largos y grandes bancos de madera donde la gente se divierte bebiendo y comiendo.

—Ven, Jud, vamos a tomar algo —insiste Marta, cogiéndome del brazo.

Diez minutos después, estamos sentadas en uno de los bancos de madera junto a otras personas. Durante una hora hablamos y hablamos mientras disfruto de una estupenda cerveza Spatenbräu.

El hambre aprieta y decidimos pedir varias cosas y comer para después proseguir con nuestras compras. Dejo a Marta que elija, y pide leberkäs, que es embutido caliente, albóndigas de harina con carne picada y tocino, y una crujiente rosquilla salada en forma de ocho a la que se le pueden untar salsas. ¡Todo exquisito!

—Bueno, ¿qué te parece Múnich?

Una vez que mastico y trago un trozo de la crujiente rosquilla, respondo:

—Lo poco que he visto hasta ahora, majestuoso. Creo que es una ciudad muy señorial.

Marta sonríe.

—¿Sabías que a los de Múnich se nos conoce como los mediterráneos de Europa?

—No.

Ambas nos reímos.

—¿Has venido para quedarte con Eric?

¡Vaya, directa y al grano!, como a mí me gusta. Y dispuesta a ser sincera, digo:

—Sí. Somos como el fuego y el hielo, pero nos queremos y deseamos intentarlo.

Marta aplaude, feliz, y los que están a nuestro lado la miran extrañados. Pero sin importarle en absoluto las miradas de los otros, cuchichea:

—Me encanta. ¡Me encanta! Espero que mi hermanito aprenda que la vida es algo más que trabajo y seriedad. Creo que tú vas a abrirle los ojos en muchos sentidos, pero siento decirte que eso te va a traer más de un problema. Lo conozco muy bien.

—¿Problema?

—¡Ajá!

—Pues yo no quiero problemas. —Al decir eso me acuerdo de la canción de David de María e inevitablemente sonrío—. ¿Por qué crees que voy a tener problemas con Eric?

Marta se limpia los labios con una servilleta y contesta:

—Eric nunca ha vivido con nadie, excepto estos últimos años con Flyn. Se independizó muy pronto, y si hay algo que no soporta es que se inmiscuyan en su vida y en sus decisiones. Es más, me encantaría contemplar su cara cuando vea el árbol de Navidad rojo y las cintas de colores que has comprado. —Ambas nos reímos, y prosigue—: Conozco a ese cabezón muy bien y estoy segura de que vas a discutir con él. Por cierto, en lo referente a la educación de Flyn, es una cosa mala. Lo tiene sobreprotegido. Sólo le falta meterlo en una urna de cristal.

Eso me provoca risa.

—No te rías. Tú misma lo vas a comprobar. Y fíjate lo que te digo: mi hermano no aprobará el regalo que le has comprado a Flyn.

Miro hacia la bolsa que Marta está señalando y, sorprendida, pregunto:

—¿Que no aprobará el skateboard?

—No.

—¿Por qué? —inquiero al pensar en cómo me divierto con mi sobrina y su skate.

—Eric rápidamente valorará los peligros. Ya lo verás.

—Pero si le he comprado casco, rodilleras y coderas para que cuando se caiga no se haga daño...

—Da igual, Judith. En ese regalo, Eric sólo verá peligro y se lo prohibirá.

Media hora después salimos del local y nos dirigimos hacia la calle Maximilianstrasse, considerada la milla de oro de Múnich. Entramos en la tienda de D&G y aquí Marta se lanza a por unos vaqueros. Mientras ella se los prueba, rápidamente le compro una camiseta que he visto que le ha gustado. Visitamos infinidad de tiendas exclusivas, a cuál más cara, y cuando entramos en Armani, decido comprarle una camisa blanca con rayitas azules a Eric. Va a estar guapísimo.

Una vez que finalizamos las compras, regresamos a la plaza del ayuntamiento a recoger mi bonito árbol de Navidad. Marta se ríe. Yo también, aunque ya comienzo a dudar de si he hecho bien al comprarlo.

17

Una tormenta toma el cielo de Múnich y decidimos poner fin al día de compras. Cuando a las seis de la tarde Marta me deja en la casa, Eric no está. Simona me indica que ha ido a la oficina, pero que no tardará en llegar. Rápidamente subo las compras a la habitación y las escondo en el fondo del armario. No quiero que las vea. Pero antes de cambiarme miro por la ventana. Diluvia y recuerdo haber visto junto a los cubos de basura al perro abandonado.

Sin pensarlo dos veces, voy a la habitación de invitados y cojo una manta. Ya compraré otra. Bajo a la cocina, cojo un poco de estofado de la nevera, lo pongo en un recipiente de plástico, lo caliento en el microondas y salgo de la casa. Camino con gusto entre los árboles hasta llegar a la verja; la abro y me acerco a los cubos de basura.

Susto... —Le he bautizado con ese nombre—. Susto, ¿estás ahí?

La cabeza de un delgado galgo color canela y blanco aparece tras el cubo. Tiembla. Está asustado y, por su aspecto, debe de tener hambre y mucho..., mucho frío. El animal, receloso, no se acerca, y dejo el estofado en el suelo mientras lo animo a comer.

—Vamos, Susto, come. Está rico.

Pero el perro se esconde y, antes de que yo le pueda tocar, huye despavorido. Eso me entristece. Pobrecito. Qué miedo tiene a los humanos. Pero sé que va a volver. Ya son muchas las veces que lo he visto junto a los contenedores de basura, y dispuesta a hacer algo por él, con unas maderas y unas cajas, levanto una especie de improvisada caseta en un lateral. En el centro de la caja meto la manta que llevo y el estofado, y me voy. Espero que regrese y coma.

Ya en la casa, subo de nuevo a mi habitación, me cambio de ropa y regreso al salón con la caja del árbol de Navidad. Flyn está jugando con la PlayStation. Me siento a su lado y dejo la enorme y colorida caja ante mis piernas. Seguro que eso llamará su atención.

Durante más de veinte minutos lo observo jugar sin decir una sola palabra, mientras la puñetera música atronadora del videojuego me destroza los tímpanos. Al final, claudico y pregunto a voz en grito:

—¿Te apetece poner el árbol de Navidad conmigo?

Flyn me mira ¡por fin! Para la música. ¡Oh..., qué gusto! Después observa la caja.

—¿El árbol está ahí metido? —pregunta, sorprendido.

—Sí. Es desmontable, ¿qué te parece? —contesto, abriendo la tapa y sacando un trozo.

Su cara es un poema.

—No me gusta —afirma rápidamente.

Sonrío, o le doy un pescozón. Decido sonreír.

—He pensado en crear nuestro propio árbol de Navidad. Y para ser originales y tener algo que nadie tiene, lo decoraremos con deseos que leeremos cuando quitemos el árbol. Cada uno de nosotros escribirá cinco deseos. ¿Qué te parece?

Flyn pestañea. He logrado atraer su atención, y enseñándole un cuaderno, un par de bolígrafos y cinta de colores, añado:

—Montamos el árbol y luego en pequeños papelitos escribimos deseos. Los enrollamos y los atamos con la cinta de colores. ¿A que es una buena idea?

El pequeño mira el cuaderno. Después, me mira fijamente con sus ojazos oscuros y sisea: