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—Es una idea horrible. Además, los árboles de Navidad son verdes, no rojos.

Las carnes se me encogen. ¡Qué poca imaginación! Si ese pequeño enano dice eso, ¿qué dirá su tío? Vuelve al juego y la música atruena de nuevo. Pero dispuesta a poner el árbol y disfrutar de ello, me levanto y con seguridad grito para que me oiga:

—Lo voy a poner aquí, junto a la ventana —digo mientras observo que sigue diluviando y espero que Susto haya regresado y esté comiendo en la caseta—. ¿Qué te parece?

No contesta. No me mira. Así pues, decido ponerme manos a la obra.

Pero la música chirriante me mata y opto por mitigarla como mejor puedo. Enciendo el iPod que llevo en el bolsillo de mi vaquero, me pongo los auriculares y, segundos después, tarareo:

Euphoria

An everlasting piece of art

A beating love within my heart.

We’re going up-up-up-up-up-up-up

Encantada con mi musiquita, me siento en el suelo, saco el árbol, lo desparramo a mi alrededor y miro las instrucciones. Soy la reina del bricolaje, por lo que en diez minutos ya está montado. Es una chulada. Rojo..., rojo brillante. Miro a Flyn. Él sigue jugando ante el televisor.

Cojo el bolígrafo y el cuaderno y comienzo a escribir pequeños deseos. Una vez que tengo varios, arranco las hojas y las corto con cuidado. Hago dibujitos navideños a su alrededor. Con algo me tengo que entretener. Cuando estoy satisfecha enrollo mis deseos y los ato con la cinta dorada. Así estoy durante más de una hora, hasta que de pronto veo unos pies a mi lado, levanto la cabeza y me encuentro con el cejo fruncido de mi Iceman.

¡Vaya tela!

Rápidamente me levanto y me quito los auriculares.

—¿Qué es eso? —dice mientras señala el árbol rojo.

Voy a responder cuando el enano de ojos achinados se acerca a su tío y, con el mismo gesto serio de él, responde:

—Según ella, un árbol de Navidad. Según yo, una caca.

—Que a ti te parezca una ¡caca! mi precioso árbol no significa que se lo tenga que parecer a él —contesto con cierta acritud. Después miro a Eric y añado—: Vale..., quizá no pegue con tu salón, pero lo he visto y no me he podido resistir. ¿A que es bonito?

—¿Por qué no me has llamado para consultármelo? —suelta mi alemán favorito.

—¿Para consultarlo? —repito, sorprendida.

—Sí. La compra del árbol.

¡Flipante!

¿Lo mando a la mierda, o lo insulto?

Al final, decido respirar antes de decir lo que pienso, pero, molesta, siseo:

—No he creído que tuviera que llamarte para comprar un árbol de Navidad.

Eric me mira..., me mira y se da cuenta de que me estoy enfadando, y para intentar aplacarme me coge la mano.

—Mira, Jud, la Navidad no es mi época preferida del año. No me gustan los árboles ni los ornamentos que en estas fechas todo el mundo se empeña en poner. Pero si querías un árbol, yo podía haber encargado un bonito abeto.

Los tres volvemos a mirar mi colorido árbol rojo y, antes de que Eric vuelva a decir algo, replico:

—Pues siento que no te guste el período navideño, pero a mí me encanta. Y por cierto, no me gusta que se talen abetos por el simple hecho de que sea Navidad. Son seres vivos que tardan muchos años en crecer para morir porque a los humanos nos gusta decorar nuestro salón con un abeto en Navidad. —Tío y sobrino se miran, y yo prosigo—: Sé que luego algunos de esos árboles son replantados. ¡Vale!, pero la mayoría de ellos terminan en el cubo de la basura, secos. ¡Me niego! Prefiero un árbol artificial, que lo uso y cuando no lo necesito lo guardo para el año siguiente. Al menos sé que mientras está guardado ni se muere ni se seca.

La comisura de los labios de Eric se arquea. Mi defensa de los abetos le hace gracia.

—¿De verdad que no te parece precioso y original tener este árbol? —pregunto aprovechando el momento.

Con su habitual sinceridad, levanta las cejas y responde:

—No.

—Es horrible —cuchichea Flyn.

Pero no me rindo. Obvio la respuesta del niño y, mimosa, miró a mi chicarrón.

—¿Ni siquiera te gusta si te digo que es nuestro árbol de los deseos?

—¿Árbol de los deseos? —pregunta Eric.

Yo asiento, y Flyn contesta mientras toca uno de los deseos que yo ya he colgado en el árboclass="underline"

—Ella quiere que escribamos cinco deseos, los colguemos y después de las Navidades los leamos para que se cumplan. Pero yo no quiero hacerlo. Ésas son cosas de chicas.

—Faltaría más que tú quisieras —susurro demasiado alto.

Eric me reprocha mi comentario con la mirada y, el pequeño, dispuesto a hacerse notar, grita:

—Además, los árboles de Navidad son verdes y se decoran con bolas. No son rojos ni se adornan con tontos deseos.

—Pues a mí me gusta rojo y decorarlo con deseos, mira por dónde —insisto.

Eric y Flyn se miran. En sus ojos veo que se comunican. ¡Malditos! Pero consciente de que quiero mi árbol ¡rojo! y lo mucho que voy a tener que bregar con estos dos gruñones, intento ser positiva.

—Venga, chicos, ¡es Navidad!, y una Navidad sin árbol ¡no es Navidad!

Eric me mira. Yo lo miro y le pongo morritos. Al final, sonríe.

¡Punto para España!

Flyn, mosqueado, se va a alejar cuando Eric lo agarra del brazo y dice, señalándole el cuaderno:

—Escribe cinco deseos, como Jud te ha pedido.

—No quiero.

—Flyn...

—¡Jolines, tío! No quiero.

Eric se agacha. Su cara queda frente a la del pequeño.

—Por favor, me haría mucha ilusión que lo hicieras. Esta Navidad es especial para todos y sería un buen comienzo con Jud en casa, ¿vale?

—Odio que ella me tenga que cuidar y mandar cosas.

—Flyn... —insiste Eric con dureza.

La batalla de miradas entre ambos es latente, pero al final la gana mi Iceman. El pequeño, furioso, coge el cuaderno, rasga una hoja y agarra uno de los bolis. Cuando se va a marchar, le digo:

—Flyn, toma la cinta verde para que los ates.

Sin mirarme, coge la cinta y se encamina hacia la mesita que hay frente a la tele, donde veo que comienza a escribir. Con disimulo me acerco a Eric y, poniéndome de puntillas, cuchicheo:

—Gracias.

Mi alemán me mira. Sonríe y me besa.

¡Punto para Alemania!

Durante un rato hablamos sobre el árbol y tengo que reír ante los comentarios que él hace. Es tan clásico para ciertas cosas que es imposible no reír. Segundos después, Flyn llega hasta nosotros, cuelga en el árbol los deseos que ha escrito y, sin mirarnos, regresa al sillón. Coge el mando de la Play, y la música chirriante comienza a sonar. Eric, que no me quita ojo, recoge el cuaderno del suelo y el bolígrafo, y pregunta cerca de mi oído:

—¿Puedo pedir cualquier deseo?

Sé por dónde va.

Sé lo que quiere decir y, melosa, murmuro acercándome más a éclass="underline"

—Sí, señor Zimmerman, pero recuerde que pasadas las Navidades los leeremos todos juntos.

Eric me observa durante unos instantes, y yo sólo pienso sexo..., sexo..., sexo. ¡Dios mío! Mirarlo me excita tanto que me estoy convirtiendo en una ¡esclava del sexo! Al final, mi morboso novio asiente, se aleja unos metros y sonríe.

¡Guau! Cómo me pone cuando me mira así. Esa mezcla de deseo, perdonavidas y mala leche ¡me encanta! Soy así de masoca.

Durante un rato, le veo escribir apoyado en la mesita del comedor. Deseo saber sus deseos, pero no me acerco. Debo aguantar hasta el día que he señalado para leerlos. Cuando acaba, los dobla y le doy la cinta plateada para que los ate. Tras colgarlos él mismo en el árbol, me mira con picardía y, acercándose a mí, mete algo dentro del bolsillo delantero de mi sudadera. Después, me besa en la punta de la nariz y apunta:

—No veo el momento de cumplir este deseo.

Divertida, sonrío. Calor.. .¡Dios, qué calor! Y poniéndome de puntillas le doy un beso en la boca mientras mi corazón va a tropecientos por hora. Tras un cómplice azotito en mi trasero que me hace saber lo mucho que me desea, Eric se sienta junto a su sobrino. Yo aprovecho, saco la pequeña caja que ha metido en mi bolsillo junto a un papel y leo: