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—Fuerte..., fuerte, Eric.

Pero él no me hace caso. No quiere dañarme. Va poco a poco, y cuando está totalmente dentro de mí, se agacha sobre mi espalda y, abrazándome con amor, susurra en mi oído:

—¡Dios, pequeña, qué apretada estás!

Me acomodo a la nueva situación, dichosa del placer que siento, mientras él entra y sale de mí y yo jadeo. Ardo. Me quemo. Me entrego al gustoso placer del sexo anal y lo disfruto. Me siento perversa. Practicar sexo caliente con Eric me vuelve perversa. Loca. Desinhibida. Estoy a cuatro patas ante él, con el culo en pompa, desesperada porque me folle, porque me haga suya una y otra vez.

—Eric..., me gusta —aseguro mientras clavo mi trasero en su cuerpo, deseosa de más profundidad.

Durante varios minutos nuestro juego continúa. Él me penetra, me agarra por la cintura, y yo me muestro receptiva. Un..., dos..., tres... ¡Ardor! Cuatro..., cinco..., seis... ¡Placer! Siete..., ocho..., nueve... ¡Necesidad! Diez..., once..., doce... ¡Eric!

Pero mi Iceman ya no puede contenerse más y su lado salvaje le hace penetrarme con más profundidad, mientras mi cara cae sobre la cama. Un grito ahogado con el colchón sale de mi boca, y mi alemán sabe que mi placer ha culminado. Entonces, clava sus dedos en mis caderas y se lanza hacia mi dilatado trasero a un ataque infernal.

¡Oh, sí! ¡Oh, sí!

—Más..., más, Eric... —suplico, estimulada.

El placer que esto le ocasiona y el deseo que ve en mí lo vuelven loco y, cuando no puede más, un gutural gemido sale de su boca y cae contra mi cuerpo.

Así estamos unos segundos. Unidos, calientes y excitados. El sexo entre nosotros es electrizante y nos gusta. Instantes después, Eric sale de mi trasero y nos dejamos caer en la cama felices, cansados y sudorosos.

—¡Dios, pequeña!, me vas a matar de placer.

Su comentario me hace reír. Me abrazo a él, y él me abraza. Sin hablar, nuestro abrazo lo dice todo, mientras en el exterior llueve con fuerza. De pronto, se oye un trueno, y Eric se mueve.

—Vamos a lavarnos y a vestirnos, pequeña.

—¿Vestirnos?

—Ponernos algo de ropa. Un pijama, o algo así.

—¿Por qué? —pregunto, deseosa de seguir jugando con él.

Pero Eric parece tener prisa.

—Vamos, coge tu ropa interior de la mesilla —me exige.

Pienso en protestar, pero opto por hacerle caso. Cojo mi ropa interior y un pijama. Pero no me quiero vestir. ¡Vaya cortada de rollo!

Eric, al ver mi ceño fruncido, me besa animadamente mientras coge la joya anal y guarda el lubricante en la mesilla. Después, se levanta, y justo cuando me coge en brazos, la puerta de la habitación se abre de par en par. Flyn, con cara de sueño y su pijama de rayas, nos mira boquiabierto. Me tapo con mi ropa como puedo y gruño:

—Pero ¿tú no sabes llamar a la puerta?

El niño, por una vez, no sabe qué responder.

—Flyn, ahora volvemos —dice Eric.

Sin más, entramos en el baño. Una vez dentro lo miro en espera de una explicación por esa aparición y murmura cerca de mi boca:

—Desde pequeño le asustan los truenos, pero no le digas que te lo he dicho. —Me besa y cuando se separa prosigue—: Sabía que iba a venir a la cama cuando he oído el trueno. Siempre lo hace.

Ahora quien lo besa soy yo. ¡Dios, cómo me gusta su sabor! Y cuando abandono con pereza su boca, pregunto:

—¿Siempre va a tu cama?

—Siempre —asegura, divertido.

Su gesto me hace sonreír. ¡Qué lindo que es mi alemán!

Un nuevo trueno nos hace regresar a la realidad, y Eric me posa en el suelo. Deja la joya anal sobre la encimera del baño y se lava. Después, se seca, se pone los calzoncillos y dice antes de salir:

—No tardes, pequeña.

Cuando me quedo sola, cojo la joyita y la meto bajo el chorro del agua para lavarla. Pienso en Susto. Pobrecillo. Con la que está cayendo, y él en la calle. Luego, me aseo, y una vez que me pongo el pijama, me miro en el espejo y, mientras peino mi alocado pelo, sonrío.

¡Vaya tela tiene la historia donde me estoy metiendo!

Pero segundos después, recuerdo que cuando yo era pequeña me pasaba igual que a Flyn. Me daban miedo los truenos, esos ruidos infernales que me hacían pensar que demonios feos y de uñas largas surcaban los cielos para llevarse a los niños. Fueron muchas noches durmiendo en la cama con mis padres, aunque al final mi madre, con paciencia y alguna ayuda extra, consiguió quitarme ese miedo.

Al salir del baño, Eric está tumbado en la cama charlando con Flyn. El pequeño, al verme, me sigue con la mirada; abro la mesilla y con disimulo dejo la joya anal. Después, cuando me meto en la cama, el enano gruñón pregunta a su tío:

—¿Ella tiene que dormir con nosotros?

Eric hace un gesto afirmativo, y yo murmuro, tapándome con el edredón:

—¡Oh, sí! Me dan miedo las tormentas, sobre todo los truenos. Por cierto, ¿os gustan los perros?

—No —contestan los dos al unísono.

Voy a decir algo cuando Flyn puntualiza:

—Son sucios, muerden, huelen mal y tienen pulgas.

Boquiabierta por lo que ha dicho, respondo:

—Estás equivocado, Flyn. Los perros no suelen morder y, por supuesto, no huelen mal ni tienen pulgas si están cuidados.

—Nunca hemos tenido animales en casa —explica Eric.

—Pues muy mal —cuchicheo, y veo que sonríe—. Tener animales en casa te da otra perspectiva de la vida, en especial a los niños. Y, sinceramente, creo que a vosotros dos os vendría muy bien una mascota.

—Ni hablar —se niega Eric.

—Me mordió el perro de Leo y me dolió —dice el niño.

—¿Te mordió un perro?

El crío asiente, se levanta la manga del pijama y me enseña una marca en el brazo. Archivo esa información en mi cabeza e imagino el pavor que debe de tener a los animales. He de quitárselo.

—No todos los perros muerden, Flyn —le indico con cariño.

—No quiero un perro —insiste.

Sin decir más, me tumbo de lado para mirar a Eric a los ojos. Flyn está en medio y rápidamente me da la espalda. ¡Faltaría más! Eric me pide disculpas con la mirada, y yo le guiño un ojo. Minutos después, mi chico apaga la luz y, aun en la oscuridad, sé que sonríe y me mira. Lo sé.

18

Es día 5 y hoy toca cena de Reyes en la casa de la madre de Eric. Durante estos días he visto que mi alemán trabaja desde casa, pero no habla de ir a la oficina. Quiero conocerla, pero prefiero que sea él quien me proponga ir.

Flyn sigue sin darme tregua. Todo lo que hago le molesta, y eso ocasiona que Eric y yo tengamos algún que otro roce. Eso sí, reconozco que es Eric quien da siempre su brazo a torcer para que la discusión no vaya a más. Sabe que el niño no lo está haciendo bien, e intenta entenderme.

Mi relación con Susto progresa muy adecuadamente. Ya no huye cuando me ve. Nos hemos hecho amigos. Se ha dado cuenta de que soy de fiar y deja que lo toque. Tiene una tos perruna que no me gusta y le he confeccionado una bufanda para el cuello. ¡Qué guapo está!

Susto es una maravilla. Tiene una cara de bueno que no puede con ella, y cada vez que salgo sin que Eric se dé cuenta a rehacerle la caseta y llevarle comida, el pobre me lo agradece como mejor sabe: con lametazos, movidas de rabito y piruetas.

Por la noche, cuando llegamos a la casa de Sonia, Marta, la hermana de Eric, nos recibe con una estupenda sonrisa.

—¡Qué bien!, ¡ya estáis aquí!

Eric tuerce el gesto. Este tipo de fiestecitas que organiza su madre no le van, pero sabe que no debe faltar. Lo hace por Flyn, no por él. Eric me presenta al resto de las personas que hay en el salón como su novia. Veo el orgullo en su mirada y en cómo me agarra con posesión.