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Me mira. Lo miro. Me reta. Lo reto.

—Tío, tú dijiste que no se puede fumar, y ella y Marta lo estaban haciendo —insiste el pequeño monstruito.

—¡Que te calles, Flyn! —protesto ante la pasividad de Marta.

Con la mirada muy seria, mi chico, no latino, indica:

—Jud, no fumarás. No te lo voy a permitir.

¡Buenooooo, lo que acaba de decir!

El corazón me bombea la sangre a un ritmo que me hace presuponer que esto no va a terminar bien.

—Venga ya, hombre, no me jorobes. Ni que fueras mi padre y yo tuviera diez años.

—Jud..., ¡no me enfades!

Ese «¡no me enfades!» me hace sonreír.

En este instante mi sonrisa advierte como un gran cartel luminoso la palabra ¡CUIDADO!, y en tono de mofa, la miro y respondo ante la cara de incredulidad de Marta:

—Eric..., tú ya me has enfadado.

En este instante, aparece la madre de Eric y, al vernos a los tres ahí, pregunta:

—¿Qué ocurre? —De pronto, ve el paquete de cigarrillos en las manos de su hija y exclama—: ¡Oh, qué bien! Dame un cigarrito, cariño. Me muero por fumarme uno.

—¡Mamá! —protesta Eric.

Pero Sonia arruga el entrecejo y, mirando a su hijo, suelta:

—¡Ay, hijo!, un poquito de nicotina me relajará.

—¡Mamá! —protesta de nuevo Eric.

Una sonrisa escapa de mi boca cuando Sonia explica:

—La insoportable mujer de Vichenzo, hijo mío, me está sacando de mis casillas.

—Sonia, ¡no se fuma! —recrimina Flyn.

Marta y su madre se comunican con los ojos y, al final, la primera, no dispuesta a seguir en la cocina, agarra del brazo a su madre y dice, mientras tira de Flyn, que se resiste a marcharse con ellas:

—Vamos a por algo de beber... Lo necesitamos.

Una vez que nos quedamos Eric y yo solos en la cocina, dispuesta a presentar batalla, aclaro:

—No vuelvas a hablarme así delante de la gente.

—Jud...

—No vuelvas a prohibirme nada.

—Jud...

—¡Ni Jud ni leches! —exploto, furiosa—. Me has hecho sentir como una niñata ante tu hermana y el pequeño chivato. Pero ¿quién te crees que eres para hablarme así? ¿No te das cuenta de que entras en el juego de Flyn para que tú y yo nos enfademos? ¡Por el amor de Dios, Eric!, tu sobrino es un pequeño demonio y, como no lo pares, el día de mañana será un ser horripilante.

—No te pases, Jud.

—No me paso, Eric. Ese niño es un viejo prematuro para sólo tener nueve años. Yo..., yo es que al final le...

Acercándose a mí, coge con sus manos el óvalo de mi cara y me dice:

—Escucha, cariño, yo no quiero que fumes. Es sólo eso.

—Vale, Eric, eso lo puedo entender. Pero ¿qué tal si me lo dices cuando estemos tú y yo a solas en nuestra habitación? O es que es necesario dejar ver a Flyn que me regañas porque él así lo ha decidido. ¡Joder, Eric!, con lo listo que resultas a veces, parece mentira que luego puedas ser tan tonto.

Me doy la vuelta y miro por la cristalera. Estoy enfadada. Muy enfadada. Durante unos segundos maldigo a todo bicho viviente, hasta que siento que Eric se pone detrás de mí. Pasa sus brazos por mi cintura, me abraza y posa su barbilla en mi hombro.

—Lo siento.

—Siéntelo porque te has comportado como un ¡gilipollas!

Esa palabra hace reír a Eric.

—Me encanta ser tu gilipollas.

Me asaltan ganas de reír, pero me contengo.

—Siento ser tan tonto y no haberme dado cuenta de lo que has dicho. Tienes razón, he actuado mal y me he dejado llevar por lo que Flyn buscaba. ¿Me perdonas?

Lo que dice y en especial cómo me abraza me relajan. Me pueden. Vale..., soy una blanda, pero es que lo quiero tanto que sentir que necesita que lo perdone puede con mi enfado y con todo lo demás.

—Claro que te perdono. Pero repito: no vuelvas a prohibirme nada, y menos delante de nadie, ¿entendido?

Noto cómo mueve su cara en mi cuello, y entonces soy yo la que se da la vuelta y lo besa. Lo beso con ardor, pasión y morbo. Me levanta entre sus brazos y me aprisiona contra la cristalera, mientras sus manos buscan el final de mi vestido para investigar. Quiero que siga. Quiero que continúe, pero cuando voy a desintegrarme de placer me separo de él unos milímetros y murmuro cerca de su boca:

—Cariño, estamos en la cocina de tu madre y tras la puerta hay invitados. Creo que no es sitio ni lugar para continuar con lo que estamos pensando.

Eric sonríe. Me deja en el suelo. Yo me recoloco la falda de mi bonito vestido de noche y, mientras nos dirigimos hacia el salón cogidos de la mano, cuchichea, haciéndome sonreír:

—Para mí cualquier lugar es bueno si estoy contigo.

Regresamos de madrugada a casa. Truena y diluvia, y a pesar de las incesantes ganas que tengo de hacer el amor con Eric, me retengo. Sé que el niño, el viejo prematuro, dormirá con nosotros, y ante eso, nada puedo hacer.

19

A las nueve, me despierto. Bueno, me despierta el despertador. Lo pongo porque yo soy de dormir hasta las doce si nadie me avisa. Como siempre, estoy sola en la cama, pero sonrío al saber que es la mañana de Reyes.

¡Qué bonita mañana!

Ataviada con el pijama y la bata, saco mis regalos, que están guardados en el armario, y bajo la escalera dispuesta a repartirlos.

¡Vivan los Reyes Magos!

Paso por la cocina e invito a Simona y Norbert a unirse a nosotros. Tengo regalos para ellos también. Cuando entro en el comedor, Eric y Flyn juegan con la Wii. El crío, en cuanto me ve, tuerce el gesto, y yo, dichosa como una niña, paro la música desde el mando de Eric, los miro y anuncio feliz:

—Los Reyes Magos me han dejado regalos para vosotros.

Eric sonríe y Flyn dice:

—Espera a que terminemos la partida.

¡La madre que parió al niño!

Su falta de ilusión me deja K. O. Vamos ¡igualito que mi sobrina Luz, que con seguridad estará gritando y saltando de felicidad al ver los regalos bajo el árbol! Pero dispuesta a no hacerle ni puñetero caso, levanto a Eric del sillón cuando Norbert y Simona entran.

—Venga, vamos a sentarnos junto al árbol. Tengo que daros vuestros regalos.

Flyn vuelve a protestar, pero esta vez Eric lo regaña. El crío se calla, se levanta y se sienta con nosotros junto al árbol. Entonces, Eric se saca cuatro sobres del bolsillo de su pantalón y nos da uno a cada uno.

—¡Feliz Navidad!

Simona y Norbert se lo agradecen y, sin abrirlos, los guardan en sus bolsillos. Yo no sé qué hacer con el sobre mientras observo que Flyn lo abre.

—¡Dos mil euros! ¡Gracias, tío!

Incrédula, alucinada, patitiesa y boquiabierta, miro a Eric y le pregunto:

—¿Le estás dando un cheque de dos mil euros a un niño el día de Reyes?

Eric asiente.

—No hace falta que haga la tontería de los regalos —opina el niño—. Ya sé quiénes son los Reyes Magos.

Esa explicación no me convence y, mirando a mi Iceman, protesto.

—¡Por el amor de Dios, Eric! ¿Cómo puedes hacer eso?

—Soy práctico, cielo.

En este instante, Simona le entrega a Flyn una pequeña caja. El niño la abre y grita con entusiasmo al encontrarse un nuevo juego de la Wii. Encantada con su felicidad, aunque sea por otro jueguecito que lo mantendrá enganchado a la televisión, le doy a Simona y Norbert mis regalos. Son una chaqueta de lana para ella y un juego de guantes y bufanda para él. Ambos los miran con gozo y no paran de agradecérmelo mientras se disculpan por no tener ningún regalo para mí. ¡Pobres, qué mal rato están pasando!

Continúo sacando paquetes de mi enorme bolsa. Le entrego a Eric uno, y varios a Flyn. Eric rápidamente abre el suyo y sonríe al ver la bufanda azulona que le he comprado y la camisa de Armani. ¡Le encanta! Flyn nos observa con sus paquetes en la mano. Dispuesta a firmar la pipa de la paz con el niño, lo miro con cariño.