Выбрать главу

Se sientan con nosotras y, olvidándome de mis problemas, me centro en conocer a esos muchachos, que rápidamente nos hacen reír. Reinaldo es cubano y sus expresiones tan latinas me encantan. Mi móvil suena. Es Eric. Sin querer evitarlo, lo cojo, y todo lo seria que puedo contesto:

—Dime, Eric.

—¿Dónde estás?

Como no sé realmente dónde estoy, al observar a Marta reír con los muchachos, se me ocurre responder:

—Estoy con tu hermana y unos amigos tomando algo.

—¿Qué amigos? —pregunta Eric con impaciencia.

—Pues no lo sé, Eric... Unos. ¡Yo qué sé!

Oigo que resopla. Eso de no controlar dónde y en especial con quién estoy le enfada, pero me muestro dispuesta a que me deje disfrutar del momento.

—¿Qué quieres?

—Regresa a casa.

—No.

—Jud, no sé dónde estás ni con quién estás —insiste, y noto la tensión en su voz—. Estoy preocupado por ti. Por favor, dime dónde estás e iré a buscarte, pequeña.

Silencio..., silencio sepulcral, y antes de que él vuelva a decir algo que me ablande, añado:

—Voy a colgar. Quiero disfrutar del bonito día de Reyes y creo que con esta gente lo voy a hacer. Por cierto, espero que tú también lo disfrutes en compañía de tu sobrino. Sois tal para cual. Adiós.

Dicho esto, cuelgo.

¡Madre mía, lo que acabo de hacer!

¡He colgado a Iceman!

Esto le habrá enfadado muchísimo. El móvil vuelve a sonar. Eric. Corto la llamada, y cuando insiste, directamente lo apago. Me da igual que se enoje. Por mí como si se da de cabezazos contra la pared. Me integro en la conversación e intento olvidarme de mi alemán.

Los amigos de Marta son divertidísimos, y al salir del local vamos a comer algo a un restaurante. Como siempre, todo buenísimo. O como siempre, mi hambre es atroz. Tras salir del restaurante, Reinaldo propone ir a un establecimiento cubano, y de cabeza vamos.

Cuando entramos en Guantanamera, Reinaldo nos presenta a muchos paisanos que como él viven en Múnich. ¡Madre mía, qué cantidad de cubanos viven aquí! Media hora después, ya soy cubana y digo eso de «ya tú sabes mi amol».

Marta y yo nos ponemos hasta arriba de mojitos. Menuda es Marta. Es todo lo opuesto a su hermano tratándose de diversión. Es más española que la tortilla de patatas, y eso me lo demuestra por la marcha que tiene. La tía es de las mías, y juntas hacemos buena camarilla. Anita tampoco se queda atrás. Cuando suena la canción Quimbara de la maravillosa Celia Cruz, Reinaldo me invita a bailar, y yo acepto.

Quimbara quimbara quma quimbambá.

Quimbara quimbara quma quimbambá

Ay, si quieres gozar, quieres bailar. ¡Azúcar!

Quimbara quimbara quma quimbambá.

Quimbara quimbara quma quimbambá.

¡Madre míaaaaaaa, qué marcha!

Reinaldo baila maravillosamente bien, y yo me dejo llevar. Muevo caderas. Subo brazos. Pasito para adelante. Pasito para atrás. Doy vueltas. Muevo hombros y ¡azúcarrrrrrrrrrrrr!

Las horas pasan y yo cada vez estoy de mejor humor. ¡Viva Cuba!

Sobre las once de la noche, Marta, algo desconchada por la marcha que llevamos, me mira y dice entregándome su móviclass="underline"

—Es Eric. Tengo mil llamadas perdidas suyas y quiere hablar contigo.

Resoplo y, ante la mirada de la joven, lo cojo.

—Dime, pesadito, ¿qué quieres?

—¿Pesadito? ¿Me acabas de llamar pesadito?

—Sí, pero si quieres te puedo llamar otra cosa —respondo mientras suelto una risotada.

—¿Por qué has apagado el móvil?

—Para que no me molestes. En ocasiones, eres peor que Carlos Alfonso Halcones de San Juan cuando tortura a la pobre Esmeralda Mendoza.

—¿Has bebido? —pregunta sin entender bien de lo que hablo.

Consciente de que en este momento llevo más mojitos que sangre en mi cuerpo, exclamo:

—¡Ya tú sabes mi amol!

—Jud, ¿estás borracha?

—¡Noooooooooooooo! —me mofo. Deseando seguir con la juerga, pregunto—: Venga Iceman, ¿qué quieres?

—Jud, quiero que me digas dónde estás para ir a recogerte.

—Ni lo pienses, que me cortas el rollo —respondo, divertida.

—¡Por el amor de Dios! Te has ido esta mañana y son las once de la noche, y...

—Corto y cambio, guaperas.

Le paso el móvil a Marta, que tras escuchar algo que su hermano le dice, lo cierra. Apartándome del grupo, cuchichea:

—Que sepas que mi hermano me ha dado dos opciones. La primera: que te lleve de regreso a casa. La segunda: cabrearle más y, cuando regresemos, el mundo temblará.

Escuchar eso me hace reír, y respondo dispuesta a pasarlo bien:

—¡Qué tiemble el mundo, mi amol!

Marta suelta una risotada y, sin más, las dos salimos a bailar la Bemba Colorá mientras gritamos: «¡Azúcar!».

De madrugada regresamos, más ebrias que sobrias. Cuando para en la verja negra susurro:

—¿Quieres pasar? Seguro que el pitufo gruñón tiene algo que decir.

—Ni lo pienses —responde riendo Marta—. Ahora mismo voy a hacer las maletas y a huir del país. Cuando me pille Eric, me va a despellejar.

—¡Que no me entere yo que me lo cargo! —exclamo riendo, y me bajo del coche.

Pero antes de que pueda decir nada más, se abre la verja negra y aparece Eric con la cara totalmente descompuesta. A grandes zancadas, se dirige hacia el coche y, asomándome para mirar a su hermana, sisea:

—Ya hablaré contigo..., hermanita.

Marta asiente y, sin más, arranca y se va. Nos quedamos solos, uno frente al otro en medio de la calle. Eric me agarra del brazo, apremiándome.

—Vamos..., regresemos a la casa.

De pronto, un gruñido desgarra el silencio de la calle, y antes de que ocurra algo que podamos lamentar, me suelto de Eric y, mirando al emisor de aquel gruñido, murmuro con calma:

—Tranquilo, Susto, no pasa nada.

El animal se acerca a mí y me rodea cuando Eric pregunta:

—¿Conoces a ese chucho?

—Sí. Es Susto.

—¿Susto? ¿Le has llamado Susto?

—Pues sí. ¿A que es muy monoooooo?

Sin dar crédito a lo que ve, Eric arruga la cara.

—Pero ¿qué lleva en el cuello?

—Está resfriado y le he hecho una bufanda para él —aclaro, encantada.

El perro posa su huesuda cabeza en mi pierna y lo toco.

—No lo toques. ¡Te morderá! —grita Eric, enfadado.

Eso me hace reír. Estoy segura de que Eric lo mordería antes a él.

—No toques a ese sucio chucho, Jud, ¡por el amor de Dios! —insiste.

Un ruidito sale de la garganta del animal y, divertida, me agacho.

—Ni caso de lo que éste diga, ¿vale, Susto? Y venga, ve a dormir. No pasa nada.

El perro, tras echar una última ojeada a un descolocado Eric, se aleja y veo que se mete en la destartalada caseta. Eric, sin decir nada más, comienza a andar y yo le pregunto:

—¿Puedo llevar a Susto a casa?

—No, ni lo pienses.

¡Lo sabía! Pero insisto:

—Pobrecito, Eric. ¿No ves el frío que hace?

—Ese chucho no entrará en mi casa.

¡Ya estamos con su casa!

—Anda, mi amol. ¡Porfapleaseeee!

No contesta, y al final, decido seguirlo. Ya insistiré en otro momento. Mientras camino tras él, poso mi mirada en su trasero y en sus fuertes piernas.

¡Guau! Ese culo apretado y esas fuertes piernas me hacen sonreír y, sin que pueda remediarlo, ¡zas!, le doy un azote.

Eric se para, me mira con una mala leche que para qué, no dice nada y continúa andando. Yo sonrío. No me da miedo. No me asusta y estoy juguetona. Me agacho, cojo nieve con las manos y se la tiro al centro de su bonito trasero. Eric se para. Maldice en alemán y sigue andando.