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—Pero ¿tú has dicho que has tenido sexo en este despacho?

—Sí.

¡Qué picor de cuello! No doy crédito y cuchicheo fuera de mí:

—Me estás diciendo que has jugado con alguien que trabaja en tu empresa.

—No.

Eric se levanta y se acerca.

—Pero si acabas de decir que...

—Vamos a ver —me corta, quitándome la mano del cuello—, no he sido un monje y sexo he tenido con varias mujeres de la empresa y fuera de ella. Sí, cariño, no lo voy a negar. Pero jugar, lo que tú y yo llamamos jugar, no he jugado con ninguna en este despacho, a excepción de Betta y Amanda.

Al recordar a esas arpías, mi corazón bombea de forma irregular.

—Claro..., Amanda, la señorita Fisher.

—Que por cierto —aclara Eric mientras me sopla el cuello— Se ha trasladado a Londres para desarrollar Müller en aquella ciudad.

Eso me congratula. Tenerla lejos me agrada, y Eric, divirtiéndose con mis preguntas, me abraza y me besa en la frente.

—Para mí, hoy por hoy, la única mujer que existe eres tú, pequeña. Confía en mi cariño. Recuerda, entre nosotros no hay secretos ni desconfianzas. Necesitamos que todo sea así para que lo nuestro funcione.

Nos miramos.

Nos retamos, y finalmente, Eric se acerca a mi boca.

—Si intento besarte, ¿me harás la cobra de nuevo?

No contesto a su pregunta.

—¿Tú confías en mí? —digo.

—Totalmente —responde—. Sé que no me ocultas nada.

Asiento, pero lo cierto es que le oculto cosas. Me azota un sentimiento de culpa. ¡Qué mal me siento! Nada que tenga que ver con sexo, pero le oculto cosas, entre ellas que escondo un perro en casa, que he saltado con la moto de Jurgen, y que su madre y Marta están apuntadas a un curso de paracaidismo.

¡Dios, cuántas cosas le oculto!

Eric me mira. Yo sonrío y, al final, resoplo y cuchicheo:

—¡Mira cómo se me ha puesto el cuello por tu culpa!

Eric ríe y me coge entre sus brazos.

—Creo que voy a ordenar que hagan un archivo en mi despacho para cuando me vengas a visitar, ¿qué te parece?

Suelto una carcajada, lo beso y, olvidándome de mis culpabilidades y mis celos, musito:

—Es una excelente idea, señor Zimmerman.

22

Los fines de semana consigo despegar al pitufo gruñón y al enfadica del sofá. Ellos estarían todo el santo día pegados a la Wii y a la televisión. ¡Vaya dos! Vamos al cine, al teatro, a comer hamburguesas, y veo que se lo pasan bien. ¿Por qué siempre les cuesta tanto arrancar de casa? Alguna noche Eric me sorprende y me invita a cenar a un restaurante. Después me lleva a una impresionante sala de fiestas, y ahí tomamos algo mientras nos divertimos besándonos y hablando.

No ha vuelto a comentar nada sobre nuestro suplemento sexual. Cuando hacemos el amor en nuestra cama, nos susurramos fantasías calientes al oído que nos ponen como una moto, pero de momento no hemos compartido sexo con nadie. ¿Tanto me quiere para él?

Un domingo logro que salgan a pasear. Aparcamos el coche en un parking y caminamos hasta el Jardín Inglés, una maravilla de lugar en el centro de Múnich. Flyn no habla conmigo, pero yo intervengo continuamente en la conversación. Le joroba, pero al final no le queda más remedio que aceptarlo.

Por tarde los obligo a entrar en el campo de fútbol del Bayern de Múnich. Les horroriza la idea. Ellos son más de baloncesto. El sitio es enorme, grandioso, y, como si yo fuera alemana, les explico que ese equipo es el que más veces ha ganado la Bundesliga. Me escuchan, asienten, pero pasan de mí. Al final sonrío al ver sus caras de aburrimiento y, sobre las siete y media de la tarde, proponen ir a cenar. Me río. Yo a esta hora meriendo. Pero, consciente de que en especial Flyn lleva horario alemán, me amoldo.

Me llevan a un restaurante típico y aquí pruebo distintos tipos de cerveza. La Pilsen es rubia, la Weissbier es blanca y la Rauchbier, ahumada. Eric me mira, yo las paladeo y al final digo, haciéndole reír:

—Como la Mahou cinco estrellas, ¡ninguna!

La base en los platos alemanes es la harina. La emplean para hacer absolutamente de todo. Eso me explica Eric mientras devoro una weissburst o salchicha blanca. Está hecha de fino picado de ternera, especies y manteca. ¡Está de muerte! Flyn, divertido por la atención que le prestamos su tío y yo, mordisquea una rosquilla salada en forma de ocho llamada brenz. Su buen rollo y el mío es latente, y Eric simplemente lo disfruta. Durante un buen rato nos traen distintos platos. Aunque los alemanes cenan ligero, yo tengo hambre y pido rábano cortado en finas rodajas y espolvoreado con sal. Me dicen que eso se llama radi. Después nos sirven obatzda, que es un queso preparado a base de camembert, mantequilla, cebolla y pimentón dulce. Y en el postre, me vuelvo loca con el germknödel, un pastel relleno de mermelada de ciruela, elaborado con azúcar, levadura, harina y leche caliente, y servido con azúcar glas y semillas de amapolas. Vamos..., todo muy light.

Por la noche, cuando regresamos a casa, estamos molidos. Hemos andado una barbaridad, y Flyn cae en la cama como un ceporro. Tumbados en el sofá del comedor mientras vemos una película propongo bañarnos en la piscina. Eric tiene los ojos cerrados y se niega.

—¿Te pasa algo, cielo?

—No —responde rápidamente.

—¿Te duele la cabeza? —pregunto, preocupada.

Lo miro. Él me mira. De pronto, divertido, me coge como a un saco de patatas y me lleva hasta ella. Al llegar sólo encendemos la luz del interior de la piscina y, cuando no lo espera, lo empujo y cae vestido al agua. Cuando saca la cabeza, me mira, yo levanto las cejas y pregunto, risueña:

—¿No me digas que te vas a enfadar?

Mi risa lo hace reír a él, y más cuando vestida me tiro el agua a su lado. Eric me agarra y, mientras me hace cosquillas, murmura:

—Morenita, eres una chica muy traviesa.

Sé que mis carcajadas por las cosquillas le llenan el alma y lo hacen feliz. Durante un rato, jugamos a hacernos ahogadillas mientras nos vamos quitando la ropa hasta quedar desnudos. Nos besamos. Nos tentamos y, finalmente, nos hacemos el amor.

Nunca lo he hecho hasta ahora en una piscina, pero es excitante, morboso. Y con Eric cuchicheándome al oído cosas que sabe que me ponen cardíaca todavía más.

Tras reponernos le propongo echar carreras en la piscina, pero es imposible. Eric sólo quiere besarme y disfrutar de mí. Veinte minutos después, salimos del agua. Me dirijo hacia donde sé que hay toallas, cojo dos y vuelvo a su lado. Arropados no sentamos en una bonita hamaca color café. La cómoda hamaca es como las que suelen estar sujetas a dos árboles, pero, en su defecto, aquí está enganchada a dos columnas.

Eric se deja caer a mi lado, y abrazada a él, nos movemos y parece que estamos flotando. Besos, caricias, y cuando me quiero dar cuenta, estoy sobre él devorándole el pene. Tumbado boca arriba disfruta de mis atenciones, mientras jugueteo con él y le doy besos pícaros y ardientes. Adoro su pene. Adoro la sensación de tenerlo en mi boca. Adoro su suavidad y adoro cómo Eric me toca el pelo y me anima a chupárselo. Pero la impaciencia le puede. No se sacia nunca. Se levanta, planta los pies en el suelo a ambos lados de la hamaca y, dándome la vuelta, murmura en mi oreja mientras me penetra:

—Esto por tirarme a la piscina.

—Te voy a volver a tirar —susurro mientras lo recibo.

—Pues te volveré a follar una y otra vez por ser una chica tan mala.

Sonrío. Me muerde el costado mientras con pasión sus manos aprietan mi cintura y me hace suya una y otra vez.

—Arquea las caderas para mí... Más..., más... —exige, agarrándome del pelo.

Me da un azote que resuena en toda la piscina. Yo jadeo. Hago lo que me pide. Me arqueo y profundiza más en mí. Gustosa de lo que me hace, mis jadeos retumban en la sala mientras, suspendida en la hamaca, voy y vengo ante las fuertes y maravillosas acometidas de mi amor. Una hora después, saciados de sexo, nos vamos a nuestra habitación. Tenemos que descansar.