Выбрать главу

Por la mañana, cuando me levanto y bajo a la cocina, Simona me informa de que Eric no ha ido a trabajar y que está en su despacho. Sorprendida, voy hasta donde está él y nada más abrir la puerta y ver su rostro sé que está mal. Me asusto, pero, cuando me acerco a él, dice:

—Jud, no me agobies, por favor.

Nerviosa, no sé qué hacer. Lo miro, me siento frente a él y me retuerzo las manos.

—Llama a Marta —me pide finalmente.

Con rapidez, hago lo que ha dicho.

Tiemblo.

Estoy asustada.

Eric, mi fuerte y duro Iceman, sufre. Lo veo en su rostro. En la crispación de su gesto. En sus ojos enrojecidos. Quiero acercarme a él. Quiero besarlo. Mimarlo. Quiero decirle que no se preocupe. Pero Eric no desea nada de eso. Eric sólo desea que lo deje en paz. Respeto lo que necesita y me mantengo en un segundo plano.

Media hora después, llega Marta. Trae su maletín. Al ver mi estado, con la mirada me pide que me tranquilice. Intento hacerlo mientras examina a su hermano con cuidado ante mi atenta mirada. Eric no es un buen paciente y protesta todo el rato. Está insoportable.

Marta, sin inmutarse por sus gruñidos, se sienta frente él.

—El nervio óptico está peor. Hay que meterte de nuevo en quirófano.

Eric maldice. Protesta. No me mira. Sólo blasfema.

—Te dije que esto podía pasar —indica Marta con calma—. Lo sabes. Necesitas comenzar el tratamiento para poder hacerte el microbypass trabecular.

Oír tal cosa me enfada. No me ha comentado en todo este tiempo absolutamente nada de nada. Pero no quiero discutir. No es momento. Bastante tiene él ya con esto. Pero, dispuesta a sumarme a lo que hablan, pregunto:

—¿Cuál es el tratamiento?

Marta lo explica. Eric no me mira, y cuando finaliza, afirmo con seguridad:

—Muy bien, Eric. Tú dirás cuándo lo comenzamos.

23

Como ya imaginaba, durante el tratamiento Eric se ha vuelto todavía más insoportable. Un auténtico tirano con todos. No le hace gracia nada de lo que tiene que hacer y protesta día sí, día también. Como lo conozco, no le hago ni caso, aunque a veces sienta unas irrefrenables ganas de meter su cabeza en la piscina y no sacarla.

Marta ha hablado con varios especialistas durante estos días. Como es lógico, quiere lo mejor para su hermano y me mantiene informada de todo. Las gotas que Eric se tiene que echar en los ojos lo destrozan. Le duele la cabeza, le revuelven el estómago y no le dejan ver bien. Se agobia.

—¿Otra vez? —protesta Eric.

—Sí, cariño. Toca echarlas de nuevo —insisto.

Maldice, blasfema, pero, cuando ve que no me muevo, se sienta y, tras resoplar, me permite hacerlo.

Sus ojos están enrojecidos. Demasiado. Su color azul está apagado. Me asusto. Pero no dejo que vea el miedo que tengo. No quiero que se agobie más. Él también está asustado. Lo sé. No dice nada, pero su furia me hace ver el temor que tiene a su enfermedad.

Es de noche y estamos envueltos por la oscuridad de nuestra habitación. No puedo dormir. Él, tampoco. Sorprendiéndome, pregunta:

—Jud, mi enfermedad avanza. ¿Qué vas a hacer?

Sé a lo que se refiere. Me acaloro. Deseo machacarle por permitirse pensar tonterías. Pero, volviéndome hacia él en la oscuridad, respondo:

—De momento, besarte.

Lo beso, y cuando mi cabeza vuelve a estar sobre la almohada, añado:

—Y, por supuesto, seguir queriéndote como te quiero ahora mismo, cariño.

Permanecemos callados durante un rato, hasta que insiste:

—Si me quedo ciego, no voy a ser un buen compañero.

La carne se me pone de gallina. No quiero pensar en ello. No, por favor. Pero él vuelve al ataque.

—Seré un estorbo para ti, alguien que limitará tu vida y...

—¡Basta! —exijo.

—Tenemos que hablarlo, Jud. Por mucho que nos duela, tenemos que hablarlo.

Me desespero. No tengo nada de que hablar con él. Da igual lo que le pase. Yo le quiero y le voy a seguir queriendo. ¿Acaso no se da cuenta de ello? Pero, al final, sentándome en la cama, siseo:

—Me duele oírte decir eso. ¿Y sabes por qué? Porque me haces sentir que si alguna vez a mí me pasa algo debo dejarte.

—No, cariño —murmura, atrayéndome hacia él.

—Sí..., sí, cariño —insisto—. ¿Acaso yo soy diferente a ti? No. Si yo tengo que plantearme tener que dejarte, tú deberás plantearte tener que dejarme a mí ante una enfermedad. —Con cierta sensación de agitación, continúo hablando—: ¡Oh, Dios!, espero que nunca me pase nada, porque, si encima de que me pasa algo, tengo que vivir sin ti, sinceramente, no sabría qué hacer.

Tras un silencio que me da a entender que Eric ha comprendido lo que he dicho, me acerca a él y besa mi frente.

—Eso nunca ocurrirá porque...

No le dejo continuar. Me levanto de la cama. Abro mi cajón. Saco varias cosas, entre ellas una media negra, y sentándome a horcajadas sobre él, digo:

—¿Me dejas hacer algo?

—¿El qué? —pregunta, sorprendido por el giro de la conversación.

—¿Confías en mí?

Pese a la oscuridad de nuestra habitación, veo que asiente.

—Levanta la cabeza.

Me hace caso. Con delicadeza, paso la media negra alrededor de su cabeza, sobre sus ojos, y hago un nudo atrás.

—Ahora no ves absolutamente nada, ¿verdad?

No habla; sólo niega con la cabeza. Me tumbo sobre él.

—Aunque algún día no me veas, adoro tu boca —la beso—, adoro tu nariz —la beso—, adoro tus ojos —los beso por encima de la media— y adoro tu bonito pelo y, sobre todo, tu manera de gruñir y enfadarte conmigo.

Me siento sobre él, y cogiéndole las manos, las pongo sobre mi cuerpo.

—Aunque algún día no me veas —prosigo—, tus fuertes manos me podrán seguir tocando. Mis pechos se seguirán excitando ante tu roce y tu pene. ¡Oh, Dios, tu duro, alucinante, morboso y enloquecedor pene! —musito, excitada, mientras me aprieto contra él—. Será el que me haga jadear, enloquecer y decirte eso de «Pídeme lo que quieras».

Las comisuras de sus labios se curvan. ¡Bien! Estoy consiguiendo que sonría. Con ganas de seguir, pongo en sus manos la joya anal y murmuro, llevándola a su boca.

—Chúpala.

Hace lo que le pido y después guío su mano hasta mi trasero y susurro cerca de su cara:

—Aunque algún día no me veas, seguirás introduciendo la joya en, como dices tú, «mi bonito culito». Y lo harás porque te gusta, porque me gusta y porque es nuestro juego, cariño. Vamos, hazlo.

Eric, a tientas, toca mi trasero, y cuando localiza el agujero de mi ano, hace lo que le pido. Mete la joya anal, mi cuerpo la recibe, y ambos jadeamos.

Excitada por lo que estoy haciendo, paseo mi boca por su oreja.

—¿Te gusta lo que has hecho, cariño?

—Sí..., mucho —ronronea mientras me aprieta con sus manos las nalgas.

Su deseo sexual crece por segundos. Esto lo excita mucho, y mientras mueve la joya en mí, digo, deseosa de volverlo loco:

—Aunque algún día no me veas, podrás seguir devorándome a tu antojo. Abriré mis piernas para ti y para quien tú me digas, y te juro que disfrutaré y te haré disfrutar de ello como lo haces siempre. Y lo harás porque tú guiarás. Tú tocarás. Tú ordenarás. Soy tuya, cariño, y sin ti, nada de nuestro juego es válido porque a mí no me vale. —Eric gime, y yo añado—: Vamos, hazlo. Juega conmigo.

Me bajo de su cuerpo y me tumbo a su lado. Tiro de su mano y la coloco sobre mí. A tientas, me toca; su boca, desesperada, pasea por mi cuerpo, por mi cuello, mis pezones, mi ombligo, mi monte de Venus, y le guío hasta dejarlo justo entre mis piernas. Sin necesidad de que me lo pida, las abro para él.

—¿Más abiertas? —pregunto.

Eric me toca.

—Sí.

Sonrío, y me abro más.

En décimas de segundo me devora. Su lengua entra y busca mi clítoris. Juega con él. Tira de él con los labios, y cuando lo tiene hinchado, da toquecitos que me hacen gritar y arquearme, enloquecida. Me muevo. Jadeo. Él mueve mi joya anal al mismo tiempo que tira de mi clítoris, y yo me vuelvo loca. Con fogosidad me agarra con sus manos los muslos y me menea a su antojo sobre su boca mientras yo, con mi mano, le toco el pelo y murmuro, gustosa: