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—No..., no..., no..., no puede usted tocarme. ¡Recuérdelo!

Eric se mueve nervioso. Le estoy provocando. Rodeo con mi lengua su ombligo, y después, ansiosa, chupo sus oblicuos. Y cuando mi lengua llega a su pene y lo chupo, finalmente jadea. Paso mi lengua con deleite por donde sé que le vuelve loco una y otra vez. Se contrae. Rodeo con mimo su pene y muerdo con delicadeza el aparatito que me hace locamente feliz. Así estoy durante un buen rato, hasta que no puede más y, aún con el antifaz puesto, me exige:

—Fin del juego, pequeña. Ahora fóllame.

Encantada de la vida, hago lo que me pide. Me siento a horcajadas sobre él y, mientras me empalo en su duro, ardiente y maravilloso pene, suspiro; el olor a chocolate y sexo nos rodea. Subo y bajo en busca de nuestro placer con mimo en tanto me abro poco a poco para recibirlo. Pero la impaciencia de mi Iceman puede con él. Se quita el antifaz, lo tira al suelo y, antes de que me dé cuenta, me ha tumbado sobre la cama y, mirándome a los ojos, murmura:

—Ahora el mando lo tomo yo. Pasamos al tercer juego. Ya sabes, amor: estate quietecita o te tendré que atar.

Sonrío. Me besa. Me abre las piernas con sus piernas y sin piedad me vuelve a penetrar, y yo jadeo. Intento moverme, pero su peso me tiene inmovilizada mientras se aprieta con fuerza dentro de mí.

—Una grabación muy excitante —susurra al ver la cámara frente a nosotros.

No puedo hablar. No me deja. Vuelve a meter su lengua en mi boca y me hace suya mientras mueve sus caderas una y otra vez, y yo jadeo enloquecida. El juego le ha sobreexcitado, le ha hecho olvidar la operación y, subiendo mis piernas a sus hombros, comienza a bombear dentro de mí con pasión. Con deleite.

Esa noche Eric duerme abrazado a mí. Hemos visto la grabación y nos hemos reído. Lo he sorprendido con mis juegos y, antes de dormirme, me dice al oído:

—Me debes la revancha.

Dos días después, lo operan.

Marta y su equipo le hacen en los ojos el microbypass trabecular. Sólo decir el nombre me da miedo. Junto a su madre, aguardo en la sala de espera del hospital. Estoy nerviosa. Mi corazón late acelerado. Mi amor, mi chico, mi novio, mi alemán, está sobre la mesa de un quirófano y sé que no lo está pasando bien. No lo dice, pero sé que está asustado.

Sonia me toma las manos, me da fuerzas y yo se las doy a ella. Ambas sonreímos.

Espero..., espero..., espero... El tiempo pasa lentamente, y yo espero.

Cuando para mí ha transcurrido una eternidad, Marta sale del quirófano y nos mira con una amplia sonrisa. Todo ha ido estupendamente bien, y aunque el alta es inmediata, ella ha mentido a Eric y le ha dicho que tiene que pasar la noche allí. Yo asiento. Sonia se relaja, y las tres nos abrazamos.

Insisto en quedarme esta noche con él en el hospital. En la oscuridad de la habitación lo miro. Lo observo. Eric está dormido, y yo no puedo dormir. No me imagino una vida sin él. Estoy tan enganchada a mi amor que pensar en que algún día lo nuestro pueda terminar me rompe el corazón. Cierro los ojos, y finalmente, agotada, me duermo.

Cuando despierto, me encuentro directamente con la mirada de mi chico. Postrado en la cama me observa y, al ver que abro los ojos, sonríe. Yo lo imito.

Esa mañana le dan el alta y regresamos a nuestra casa. A nuestro hogar.

25

Con los días, la recuperación de Eric es alucinante. Tiene una fortaleza de hierro y, tras las revisiones pertinentes, sus médicos le dan el alta. Ambos estamos felices y retomamos nuestras vidas.

Una mañana, cuando se va a trabajar, le pido a Eric que me lleve a la casa de su madre. Mi objetivo es ver el estado de la moto de Hannah. A él no le digo nada, o sé que me la va a montar. Cuando Eric se marcha, su madre y yo vamos al garaje. Y tras retirar varias cajas y ponernos de polvo hasta las cejas, aparece la moto. Es una Suzuki amarilla RMZ de 250.

Sonia se emociona, coge un casco amarillo y me dice:

—Tesoro, espero que te diviertas con ella tanto como mi Hannah se divirtió.

La abrazo y asiento. Calmo su angustia, y cuando se marcha y me deja sola en el garaje, sonrío. Como era de esperar, la moto no arranca. La batería, tras tanto tiempo sin ser utilizada, ha muerto. Dos días más tarde aparezco por la casa con una batería nueva. Se la pongo, y la moto arranca al instante. Encantada por estar sobre una moto, me despido de Sonia y me encamino hacia mi nueva casa. Disfruto del pilotaje y tengo ganas de gritar de felicidad. Cuando llego, Simona y Norbert me miran, y este último me avisa:

—Señorita, creo que al señor no le va a gustar.

Me bajo de la moto y, quitándome el casco amarillo, respondo:

—Lo sé. Con eso ya cuento.

Cuando Norbert se marcha refunfuñando, Simona se acerca a mí y cuchichea:

—Hoy, en «Locura esmeralda», Luis Alfredo Quiñones ha descubierto que el bebé de Esmeralda Mendoza es suyo y no de Carlos Alfonso. Ha visto en su nalguita izquierda la misma marca de nacimiento que tiene él.

—¡Oh, Dios, y me lo he perdido! —protesto, llevándome la mano al corazón.

Simona niega con la cabeza. Sonríe y me confiesa, haciéndome reír:

—Lo he grabado.

Aplaudo, le doy un beso, y corremos juntas al salón para verlo.

Tras ver la horterada de telenovela que me tiene enganchada, regreso al garaje. Quiero hacerle una puesta a punto a la moto antes de usarla con regularidad y acompañar a Jurgen y sus amigos por los caminos de tierra a los que ellos van. Lo primero que he de hacer es cambiarle el aceite. Norbert, a regañadientes, va a comprarme aceite para la moto. Una vez que lo trae me posiciono en un recoveco del garaje de difícil acceso y comienzo a hacerle una estupenda puesta a punto tal como me enseñó mi padre.

Tras la visita a Müller y la operación de Eric, decido que de momento no quiero trabajar. Ahora puedo elegir. Quiero disfrutar de esa sensación de plenitud sin prisas, problemas y cuchicheos empresariales. Demasiada gente desconocida dispuesta a machacarme por ser la extranjera novia del jefazo. No, ¡me niego! Prefiero pasear con Susto, ver «Locura esmeralda», bañarme en la maravillosa piscina cubierta o irme con Jurgen, el primo de Eric, a correr con la moto. Ésta es una maravilla y tira que da gusto. Eric no sabe nada. Se lo oculto, y Jurgen me guarda el secreto. De momento, mejor que no se entere.

Un miércoles por la mañana me voy con Marta y Sonia al campo, donde siguen el curso de paracaidismo. Entusiasmada veo cómo el instructor les indica lo que tienen que hacer cuando estén en el aire. Me animan a que participe, pero prefiero mirar. Aunque tirarse en paracaídas tiene que ser una chulada, cuando lo veo tan cercano me acojona. Van a hacer su primer salto libre, y están nerviosas. ¡Yo, histérica! Hasta el momento siempre lo han hecho enganchadas a un monitor, pero esta vez es diferente.

Pienso en Eric, en lo que diría si supiera esto. Me siento fatal. No quiero ni imaginar que pueda salir algo mal. Sonia parece leerme el pensamiento y se acerca a mí.

—Tranquila, tesoro. Todo va a salir bien. ¡Positividad!

Intento sonreír, pero tengo la cara congelada por el frío y los nervios.

Antes de subir a la avioneta, ambas me besan.

—Gracias por guardarnos el secreto —dice Marta.

Cuando se montan en la avioneta les digo adiós con la mano. Nerviosa, observo cómo el avión coge altura y desaparece casi de mi vista. Un monitor se ha quedado conmigo y me explica cientos de cosas.

—Mira..., ya están en el aire.

Con el corazón en la boca, veo caer unos puntitos. Angustiada, compruebo cómo los puntitos se acercan..., se acercan..., y, cuando estoy a punto de gritar, los paracaídas se abren y aplaudo al punto del infarto. Minutos después, cuando toman tierra, Sonia y Marta están pletóricas. Gritan, saltan y se abrazan. ¡Lo han conseguido!

Yo aplaudo de nuevo, pero sinceramente no sé si lo hago porque lo han logrado o porque no les ha pasado nada. Sólo con pensar en lo que Eric diría, se me abren las carnes. Cuando me ven, corren hacia mí y me abrazan. Como tres niñas chicas, saltamos emocionadas.