Por la noche, cuando Eric me pregunta dónde he estado con su madre y su hermana, miento. Me invento que hemos estado en un spa dándonos unos masajes de chocolate y coco. Eric sonríe. Disfruta con lo que me invento, y yo me siento mal. Muy mal. No me gusta mentir, pero Sonia y Marta me lo han hecho prometer. No las puedo defraudar.
Una mañana, Frida me llama por teléfono y una hora después llega a casa acompañada por el pequeño Glen. ¡Qué rico está el mocosete! Charlamos durante horas, y me confiesa que es una acérrima seguidora de «Locura esmeralda». Eso me hace reír. ¡Qué fuerte! No soy la única joven de mi edad que la ve. Al final, Simona va a tener razón en cuanto a que esa telenovela mexicana está siendo un fenómeno de masas en Alemania. Tras varias confidencias, le enseño la moto y a Susto.
—Judith, ¿te gusta enfadar a Eric?
—No —respondo, divertida—. Pero tiene que aceptar las cosas que a mí me gustan igual que yo acepto las que le gustan a él, ¿no crees?
—Sí.
—Odio las pistolas, y yo acepto que él haga tiro olímpico —insisto para justificarme.
—Sí, pero lo de la moto no le va a hacer ninguna gracia. Además, era de Hannah y...
—Sea la moto de Hannah o de Pepito Grillo se va a enfadar igual. Lo sé y lo asumo. Ya encontraré el mejor momento para contárselo. Estoy segura de que, con tiento y delicadeza por mi parte, lo entenderá.
Frida sonríe y, mirando a Susto, que nos observa, comenta:
—Más feo el pobrecito no puede ser, pero tiene unos ojitos muy lindos.
Embobada, me río y le doy un beso en la cabeza al animal.
—Es precioso. Guapísimo —afirmo.
—Pero Judith, esta clase de perro no es muy bonita. Si quieres un perro, yo tengo un amigo que tiene un criadero de razas preciosas.
—Pero yo no quiero un perro para lucirlo, Frida. Yo quiero un perro para quererlo, y Susto es cariñoso y muy bueno.
—¿Susto? —repite, riendo—. ¿Lo has llamado Susto?
—La primera vez que lo vi me dio un susto tremendo —le aclaro animadamente.
Frida comprende. Repite el nombre, y el animal da un salto en el aire mientras el pequeño Glen sonríe. Tras pasar varias horas juntas, cuando se marcha promete llamarme para vernos otro día.
Por la tarde telefoneo a mi hermana. Llevo tiempo sin hablar con ella y necesito oír su voz.
—Cuchu, ¿qué te ocurre? —pregunta, alertada.
—Nada.
—¡Oh, sí!, algo te ocurre. Tú nunca me llamas —insiste.
Eso me hace reír. Tiene razón, pero, dispuesta a disfrutar del parloteo de mi loca Raquel, contesto:
—Lo sé. Pero ahora que estoy lejos te echo mucho de menos.
—¡Aisss, mi cuchufletaaaaaaaaaaaaaa...! —exclama, emocionada.
Hablamos durante un buen rato. Me pone al día en relación con su embarazo, sus vómitos y sus náuseas, y por extraño que parezca no me habla de sus problemas maritales. Eso me sorprende. Yo no saco el tema. Eso es buena señal.
Cuando cuelgo tras una hora de conversación, sonrío. Me pongo el abrigo y voy al garaje. Susto, a mi silbido, sale de su escondrijo y, encantada, me voy a dar un paseo con él.
Dos días después, una mañana, cuando Flyn y Eric se van al colegio y al trabajo respectivamente, comienzo la remodelación del salón. Pasamos mucho tiempo en él y necesito darle otro aire. Yo misma me encargo de hacer los cambios. Norbert se horroriza por verme encima de la escalera. Dice que si el señor me viera me regañaría. Pero yo estoy acostumbrada a esas cosas, y descuelgo y cuelgo cortinas encantada de la vida. Sustituyo los cojines de cuero oscuro por los míos color pistacho, y el sillón ahora parece moderno y actual, y no soso y aburrido.
Sobre la bonita mesa redonda coloco un jarrón de cristal verde y con unas maravillosas calas rojas. Quito las figuras oscuras que Eric tiene sobre la chimenea y coloco varios marcos con fotografías. Son tanto de mi familia como de la de Eric, y me enternezco al ver a mi sobrina Luz sonreír.
¡Qué linda es! Y cuánto la echo en falta.
Sustituyo varios cuadros, a cuál más feo, y pongo los que yo he comprado. En un lateral del salón, cuelgo un trío de cuadros de unos tulipanes verdes. ¡Queda monísimo!
Por la tarde, cuando Flyn regresa del colegio y entra en el salón, su gesto se contrae. La estancia ha cambiado mucho. Ha pasado de ser un lugar sobrio a uno colorido y lleno de vida. Le horroriza, pero me da igual. Sé que cualquier cosa que haga no le gustará.
Cuando Eric llega por la tarde la impresión de lo que ve le deja mudo. Su sobrio y oscuro salón ha desaparecido para dejar paso a una estancia llena de alegría y luz. Le gusta. Su cara y su gesto me lo dicen y, cuando me besa, yo sonrío ante la cara de disgusto del pequeño.
Al día siguiente Eric decide llevar a Flyn al colegio. Por norma, siempre lo hace Norbert y el niño acepta contento. Los acompaño en el coche. No sé dónde está pero estoy deseosa de dar un paseo por mi cuenta por la ciudad.
A Eric no le hace gracia que yo ande por Múnich sola, pero mi cabezonería puede con la suya y al final accede. En el camino recogemos a dos niños, Robert y Timothy. Son charlatanes y me miran con curiosidad. Yo me percato de que ambos llevan un skate de colores en las manos, justo el juguete que Eric prohíbe a Flyn. Cuando llegamos al colegio, para el coche, los críos abren la puerta y se bajan. Flyn lo hace el último. Después, cierra la puerta.
—¡Vaya!, no me ha dado un besito —me mofo.
Eric sonríe.
—Dale más tiempo.
Suspiro, volteo los ojos y me río.
—¿Tú me das un besito? —pregunto cuando voy a bajarme del coche.
Sonriendo, Eric me atrae hacia él.
—Todos los que tú quieras, pequeña.
Me besa y yo disfruto de su posesivo beso mientras dura.
—¿Estás segura de que sabes regresar tú sola hasta la casa?
Divertida, asiento. No tengo ni idea, pero sé la dirección y estoy segura de que no me perderé. Le guiño un ojo.
—Por supuesto. No te preocupes.
No está muy convencido de dejarme aquí.
—Llevas el móvil, ¿verdad?
Lo saco de mi bolsillo.
—A tope de carga, por si tengo que pedir ¡auxilio! —respondo con guasa.
Al final, mi loco amor sonríe, le doy un beso y me bajo del vehículo. Cierro la puerta, arranca y se va. Sé que me mira por el espejo retrovisor y con la mano digo adiós como una tonta. ¡Madre mía, qué enamoradita estoy!
Cuando el coche tuerce hacia la izquierda y lo pierdo de vista miro hacia el colegio. Hay varios grupos de niños en la entrada y, desde mi posición, observo que Flyn se queda parado en un lateral. Está solo. ¿Dónde están Robert y Timothy? Me quedo parada tras un árbol y observo que con disimulo mira hacia una guapa niña rubia, y me emociono.
¡Aisss, mi pitufo enfadica tiene corazoncito!
Se apoya en la verja del colegio y no le quita la mirada de encima mientras ella juega y habla con otros niños. Sonrío.
Suena un timbre y los críos comienzan a entrar. Flyn no se mueve. Espera a que la niña y sus amigas entren en el colegio, y luego lo hace él. Con curiosidad lo sigo con la mirada y de pronto veo que Robert, Timothy y otros dos chicos con sus skates en las manos se acercan a él y Flyn se para. Hablan. Uno de ellos le quita la gorra y se la tira al suelo. Cuando él se agacha a cogerla, Robert le da una patada en el trasero y Flyn cae de bruces contra el suelo. La sangre se me enciende. ¡Estoy indignada! ¿Qué hacen?
¡Malditos niños!
Los chavales, muertos de risa, se alejan y observo cómo Flyn se levanta y se mira la mano. Veo que tiene sangre. Se la limpia con un kleneex que saca de su abrigo, coge la gorra y, sin levantar la mirada del suelo, entra en el colegio.
Boquiabierta, pienso en lo que ha pasado mientras me pregunto cómo puedo hablar de eso con Flyn.
Una vez que el niño desaparece comienzo a andar, y pronto estoy en la vorágine de las calles de Múnich. Eric me llama. Le indico que estoy bien y cuelgo. Tiendas..., muchas tiendas, y yo, disfrutando, me paro en todos los escaparates. Entro en una tienda de motocross y compro todo lo que necesito. Estoy emocionada. Cuando salgo más feliz que una perdiz, observo a los viandantes. Todos llevan un gesto serio. Parecen enfadados. Pocos sonríen. Qué poquito se parecen a los españoles en eso.